sábado, 6 de enero de 2018

Frankenstein, El ángel infeliz

6/Enero/2017
Laberinto
Richard Holmes

“Y ahora, una vez más”, escribió Mary Shelley en su prólogo a la edición de 1831 deFrankenstein o el moderno Prometeo, “pido a mi horrible progenie que salga y prospere”. De cierto, lo ha hecho, pero en maneras, y por razones, que ella jamás habría podido anticipar. Al día de hoy, una búsqueda en Google arroja más de 60 millones de resultados para la búsqueda del término “Frankenstein”, más que para Macbeth, de Shakespeare. Se han hecho más de 300s ediciones de la novela original, más de 650 adaptaciones gráficas o en tiras cómicas, alrededor de 150 versiones o parodias, al menos 90 películas (incluyendo el clásico dirigido por James Whale en 1931 y protagonizado por Boris Karloff), además de unas 87 adaptaciones teatrales. Se ha vuelto una lectura requerida en escuelas, y referencias a “Shelley” hechas en el salón tienen más probabilidades de aludir a Mary que a Percy Bysshe (el hoy eclipsado autor de Prometeo liberado). En los noticieros, la palabra “Frankenstein” es una fórmula estandarizada para hablar de experimentos científicos descarrilados o para advertir de los riesgos que implica cualquier “amenaza” proveniente de la ciencia, desde energía nuclear hasta la investigación en células madre y modificación genética. En pocas palabras, su monstruo se ha vuelto un mito moderno.

Esta prosperidad mítica, cualquier cosa que hoy pueda significar, llegó lentamente. Los tres volúmenes de la novela original de Mary Shelley fueron publicados de manera casi secreta por la editorial londinense Lackington and Co., asentada en Finsbury Square, en 1818. Su aparición causó poco revuelo. Ya había sido rechazada por el famoso editor de Byron, John Murray. Produjo tal sensación de extrañeza, que las pocas personas que la reseñaron tenían para sí que el autor debía ser el padre de Mary, el reputado filósofo anarquista William Godwin o, posiblemente, como dijo el gran Sir Walter Scott enBlackwood, el esposo de Mary, el peligroso poeta ateo. Con frialdad, el Quarterly Reviewapuntó: “nuestro gusto y nuestro juicio se ven igualmente perturbados por esta clase de escritura… El autor nos deja con la duda de que acaso sea tan insensato como su héroe”.

De haber adivinado que el autor era, de hecho, una mujer joven (de tan solo 18 cuando empezó la primera versión), sin duda el consenso desaprobatorio de la crítica habría tenido mayor estruendo.

Es de sorprender que, incluso, se haya escrito el libro. La idea inicial tuvo un nacimiento pesadillesco, en medio de una ya célebre sesión de historias de fantasmas de la que tomaron parte el matrimonio Shelley y Lord Byron, en la villa Diodati del lago Ginebra, en junio de 1816. Esa sesión quedó registrada por la misma Mary Shelley y apareció en el diario que llevaba por entonces el asistente médico de Byron, el doctor William Polidori, un experto en sonambulismo (“Una conversación acerca de principios, sobre si el hombre debía considerarse un mero instrumento… doce en punto, se comenzó plenamente a hablar de fantasmas… todos comienzan con sus historias, excepto yo”).

Pero la redacción de las 72 mil palabras del primer borrador duró cerca de once meses, hasta mayo de 1817, un lapso en el que la hermanastra de Mary, Claire, gestó y dio a luz, en secreto, a un bebé ilegítimo de Byron, en el poblado de Bath; su media hermana, Fanny–Imlay, se suicidó con una sobredosis de opio en un hotel de Gales y la esposa legal, aunque abandonada, de Percy Bysshe, de nombre Harriet Shelley, se quitó la vida “en avanzado estado de embarazo” (de acuerdo con The Times), arrojándose al lago Serpentine. Mary, por su parte, se enteró de que ella misma estaba embarazada. El manuscrito de Frankenstein llegó a las manos del editor apenas cinco semanas antes de que naciera el bebé.

El hecho de que Mary persistiera en la elaboración de su historia, a través de tantos dramas domésticos, y que investigara con diligencia para autores como Erasmus Darwin y Humphry Davy, es algo sobresaliente. Aunque no es de sorprender que temas dolorosos de la adultez como el nacimiento y la muerte, los terrores y las responsabilidades de la maternidad, los padecimientos de los seres marginados y rechazados tiñeran como sangre su imaginación juvenil.

Se tiraron solo 500 ejemplares de la edición de 1818 de la novela. Su popularidad comenzó apenas con las primeras adaptaciones teatrales. Presunción: o el destino de Frankenstein fue escenificada por primera vez en la English Opera House en julio de 1823, en medio de una publicidad escandalosa (“¡No asistan con sus esposas, sus hijas, ni sus familias!”) y una enorme afluencia de público. Siguieron cinco adaptaciones escénicas distintas, entre 1823 y 1825, que llevaron Frankenstein a París, Berlín y, eventualmente, Nueva York. En Londres, Mary Shelley asistió a una de ellas: “¡He aquí que soy famosa! ha tenido un éxito prodigioso como drama… ¡En las primeras representaciones hubo alboroto y todas las damas se desmayaron!”

El alboroto, de alguna manera, no ha decaído hasta hoy. La producción que hizo Danny Boyle para el escenario del National Theatre en Londres (con Benedict Cumberbatch y Jonny Lee Miller alternándose en los papeles de la Creatura y el Creador), tuvo un enorme y controversial éxito en 2011. En especial, resultó memorable por la sorpresa que implicaba, al inicio de las acciones, la salida a escena del actor que interpretaba a la Creatura, quien emergía completamente desnudo de un enorme útero pulsante, antes de pasar varios minutos entre estertores, mientras despertaba a la vida frente a una audiencia pasmada.

No dejan de aparecer adaptaciones y referencias literarias a la novela, tanto rigurosas como informales. Apenas el pasado otoño fue estrenada en el teatro Garrick, de Londres, una versión para teatro basada en El joven Frankenstein, de Mel Brooks y Gene Wilder, que fue publicitada como “la nueva comedia musical”. Otra versión musical apareció, fuera de Broadway, en el Teatro St. Luke. En las primeras páginas de la decimocuarta novela de Salman Rushdie, The Golden House, se presenta a su misterioso protagonista, Nerón Golden, con este apunte al margen: “A veces, cuando yo lo miraba, me acordaba del monstruo del doctor Frankenstein, un simulacro de ser humano que jamás conseguía transmitir humanidad” (traducción de Javier Calvo). Una imagen que, por supuesto, está inspirada por las imágenes cinematográficas, más que por la novela: la índole de lo que es “auténticamente humano”, el problema de si esta humanidad se refleja mejor en la Creatura o en Victor Frankenstein (nunca el “doctor” Frankenstein en la novela), es precisamente el dilema de la obra de Mary.

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¿Cómo podríamos volver, 200 años más tarde, a la novela misma, tan distinta de la mitología multidisciplinaria que ha originado? La estructura literaria, de gran complejidad, consiste en tres autobiografías superpuestas, la del explorador Robert Walton, la de Frankenstein y la de la misma Creatura, ingeniosamente insertadas una en la otra, cada una llevada por una voz individual, en un marco temporal distinto y con una visión diferente del experimento y sus terribles consecuencias. Parece también combinar varios géneros: melodrama gótico, ciencia ficción exuberante, fábula satírica, parábola moral apasionada e incluso (especialmente a través de la soberbia evocación de las montañas y regiones polares) una historia romántica de aventuras, con su escenografía panorámica. 

Frankenstein está plagada de la retórica épica del Paraíso perdido de Milton, las imágenes alienadas de la “Balada del anciano marinero” de Coleridge y la magia natural de “Tintern Abbey” de Wordsworth (las tres, de hecho, están citadas en la obra). Son bien discernibles, asimismo, varios debates filosóficos en los que se enfrentan la esperanza y la arrogancia científicas, la amistad y la traición, el amor y la soledad. La Creatura, desesperada, discute furiosa con Frankenstein en el inhóspito Mer de Glace, en Chamonix, acerca de las razones (y la responsabilidad moral) para hacerle una compañera femenina: “¡Creador mío!, hazme feliz; dame la oportunidad de tener que agradecer un acto bueno para conmigo; déjame comprobar que inspiro la simpatía de algún ser humano; no me niegues lo que te pido”.

El interés académico en estos temas, así como en la forma de la obra, es relativamente reciente. Como escribió Timothy Morton en su exhaustiva antología Frankenstein: A Sourcebook, de 2002 (en la que se incluye desde una clase de anatomía en la era de la regencia, al inicio del siglo XIX, hasta la teoría de género contemporánea), se trata de una nueva industria que “ha florecido desde la década de 1980”. Por ejemplo, ahora se acepta que hay al menos tres versiones principales de la novela que, aunque estructuralmente similares, tienen diferencias lingüísticas significativas y distintos alcances dramáticos. Parece que Mary no dejó de reflexionar acerca de cómo podía mejorarla. En 1823 escribió: “si llegara a haber otra edición de la obra, debería reescribir los primeros dos capítulos. La acción es sosa y está mal dispuesta. El lenguaje, a veces, infantil”.

La primera versión fue escrita a gran velocidad en dos cuadernos genoveses, en gran parte durante el invierno de 1816 a 1817, pero no se publicaría sino hasta 2008, en una edición meticulosa de Charles E. Robinson, el académico especializado en Shelley. El estilo es audaz y directo. Acaso haya sido iniciada como una narración corta, a partir de la famosa primera línea del cuarto capítulo: “Una desapacible noche de noviembre contemplé el final de mis esfuerzos”.

La segunda, que comienza y termina con la expedición al Ártico de Robert Walton, fue revisada con cuidado por Mary, levemente editada por Percy y publicada en 1818. El estilo tiene más riqueza y abundan las digresiones. Aún se debate en el entorno académico la contribución de Percy (alrededor de 5 mil palabras). Una reedición de esta versión, con algunos cambios menores, apareció en 1823 en dos volúmenes, a solicitud del padre de Mary, William Godwin. Fue la primera en llevar la firma de Mary Shelley.

La tercera versión, de 1831, fue revisada desde la raíz exclusivamente por Mary. Es más extensa y de tono más oscuro. El joven e idealista Frankenstein sufre un cambio sutil y es ahora una figura torturada y condenada. Esto se refleja en la “introducción de la autora”, en la que se retrata la noche de historias de fantasmas en la villa Diodati, enlaza las “muchas conversaciones” que tuvieron lugar esa ocasión con sus lecturas científicas posteriores (detalladas en los diarios compartidos de los Shelley) y describe la pesadilla que, de acuerdo con ella, inspiró la novela.

La introducción de 1831 arroja luz al momento crucial del nacimiento de la Creatura, el cual se ha vuelto parte central del mito de la ciencia como fuerza maléfica, sobre todo en el cine, con el grito histérico de “¡Está vivo! ¡Está vivo!”, una línea que jamás escribió Mary Shelley. En la novela, el primer momento de su existencia lo registra Frankenstein, en dos párrafos de terrible claridad. Luego, en una evocación nebulosa a cargo de la misma Creatura, en Mer de Glace. El tercer registro se da de forma retrospectiva, en la propia voz de la novelista. Paradójicamente, es el más memorable y perturbador: “Vi —con los ojos cerrados, pero en una nítida imagen mental— al pálido aprendiz de artes profanas, arrodillado junto al objeto que había ensamblado. Vi al horrible espectro de un hombre tendido que luego, como por la obra de un motor poderoso, cobraba vida y se ponía de pie con un movimiento tenso y poco natural… El éxito aterrorizó al artista, quien huiría de su obra repugnante, atacado de horror”.

La fascinación que despierta este momento de alumbramiento ominoso y el lugar subsecuente que ha ganado la Creatura como hijo rechazado o desamparado (más que un mero monstruo) se encuentra presente en muchas interpretaciones modernas, no solo de orden feminista.* Cuando se escenificó el ballet Frankenstein en la Royal Opera House de Londres, en mayo de 2016 (luego se montaría en San Francisco), el director Liam Scarlett hizo una observación aguda dirigida al presente: “mucha gente tiene una imagen estereotipada de lo que, asumen, es Frankenstein… De hecho, no creo que muchos conozcan de verdad el alma y el corazón de la historia. Trata esencialmente del amor… [La Creatura] es como un niño…, busca con desesperación un padre o un ser querido que le lleve a conocer el mundo y le enseñe todo lo que necesita saber”.


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¿Cómo podríamos, entonces, responder mejor a la “abominable progenie” de Mary, después de sus tantas, desconcertantes, mutaciones? Dos ediciones anotadas de la novela aluden directamente al asunto, pero de forma drásticamente distinta y con resultados dispares (ninguna debe confundirse con la edición clásica de Harvard University Press, Annotated Frankenstein, de 2012). La primera, editada por David Guston y otros (a la que podríamos referirnos como la edición del MIT), se describe como “anotada para científicos, ingenieros y creadores de toda clase”. En realidad, está dirigida principalmente a estudiantes universitarios y presenta la versión de 1818 cargada con una serie exhaustiva de notas al pie, todas en tono serio y algunas con un giro decididamente filosófico: “¿Quiénes somos, en realidad? ¿De qué estamos hechos? ¿Qué es el yo? ¿Qué es lo que hace de la Creatura un monstruo?” Estas notas son la aportación de unos 40 escritores y académicos, varios de ellos pertenecientes a las áreas científicas de la Universidad Estatal de Arizona (las preguntas recién citadas fueron planteadas por C. Athena Aktipis, del Departamento de Sicología). La edición se vuelve un agitado simposio, pero consigue crear una “conversación crítica de largos alcances”, aun si a ratos recuerda a una imitación sobria de aquellas desenfrenadas noches de Diodati.



Resulta interesante ver qué partes de la novela atraen más la atención de cada uno de estos especialistas. Las notas abundan más en los primeros capítulos (el tercero y el cuarto, sobre todo), con descripciones de la educación científica de Frankenstein en Ingolstadt y su “taller de creaciones inmundas” (al menos 22 notas en 14 páginas). A veces parece a punto de volverse más una cacofonía que una conversación: momias egipcias, René Descartes, ladrones de tumbas escoceses, médicos nazis, Craig Venter y el Proyecto Genoma se aglomeran ahí. Aunque pueden encontrarse también, más dispersas, excelentes piezas cortas acerca de robótica, inteligencia artificial, Luigi Galvani y el desarrollo de la electricidad, medicina regenerativa y, por supuesto, las posibilidades enteras de expandir las capacidades humanas.

Algunas reflexiones aparentan ser más inquietantes de lo planeado. Una de ellas, firmada por Ed Finn, director del Centro para la Ciencia y la Imaginación de ASU, es bastante conspicua y comienza: “La ciencia ha aspirado desde siempre a mejorar el cuerpo humano, a crear nuevos cuerpos o a exceder nuestros límites biológicos naturales. El ejército de Estados Unidos se involucra en áreas de investigación diversas para potenciar el desempeño de los soldados, desde exoesqueletos eléctricos que les darían fuerza sobrehumana hasta interfaces conectadas directamente al cerebro que permitirían a los pilotos volar aeronaves con el solo pensamiento”. Sigue con referencias a lentes de contacto, marcapasos, antibióticos, modificación genética, robótica y replicantes. Finaliza hablando de Terminator y Blade Runner, con una provocación estilizada: “¿Qué consecuencias tendrá un mundo en el que convivan humanos con superhumanos?”

Hay también meditaciones profundas y extensas en torno a temas como la actitud del romanticismo hacia la esclavitud, la naturaleza y lo silvestre, la identidad y el alma, así como los lazos formados por la amistad y la simpatía. Esta última palabra aparece más de 35 veces en la novela, y pone de relieve la profunda ambigüedad con que Mary presenta a la Creatura: ¿es inocente o salvaje, humano o monstruo, enloquecido o intrínsecamente malvado?

Por ejemplo, cuando comete su primer asesinato, contra el pequeño William Frankenstein, ocurre aparentemente sin premeditación ni alevosía. De acuerdo con la autobiografía de la Creatura, es parte de una búsqueda inocente y desesperada de amistad. (Es ya consciente de su apabullante fealdad y ha sido rechazado por la bondadosa familia De Lacey, se le ha golpeado con violencia e incluso le han disparado.) “De pronto, mirando a [William], me atrapó una idea: que esta pequeña criatura estaba desprejuiciada, había vivido demasiado poco tiempo para haber adoptado el horror a la deformidad. Si, entonces, pudiera tomarlo y educarlo como mi compañero y amigo, podría no encontrarme tan solitario en este mundo tan poblado”.

¿Qué tanto aceptamos de esta explicación? Esta inquieta ambigüedad (el paria abandonado contra el demonio vengativo) se despliega en toda la novela, llevando la compasión del lector de una dirección a otra, tal como le sucede a Frankenstein. Es una dinámica crucial, que oscila imaginativamente entre los polos del rechazo y la empatía. “¿Debo ser considerado el único criminal, cuando toda la raza humana ha pecado contra mí?” Lograr algo como esto es una virtud característica de la ficción, más allá de plantear cuestiones técnicas.

Es también aquí donde Shelley muestra una mayor ambición retórica, al retomar el elevado lenguaje del Satán de Milton para dar vida al gran debate ético entre el Creador y su Creatura, que alcanza su punto más álgido en el pasaje de Mer de Glace. Paradójicamente (y a diferencia de lo que sucede en todas las adaptaciones cinematográficas), es el “monstruo” quien ahora se muestra más elocuente y humano, con un discurso que recuerda el aria de una ópera: “Oh, Frankenstein… Recuerda que soy tu creatura. Debería ser tu Adán, pero soy más bien el ángel caído a quien niegas toda felicidad. Dondequiera que mire, veo dicha, de la cual solo estoy excluido de forma irrevocable. Yo era bueno y cariñoso; el sufrimiento me ha envilecido. Concédeme la felicidad y volveré a ser virtuoso”.

En general, la edición del MIT es llana y deliberada, con una introducción breve de Charles Robinson, una discusión final en tono interrogativo y siete ensayos especulativos (notablemente, “Frankenstein, Gender and Mother Nature”, de Anne K. Mellor, y “I’ve created a monster!”, de Cory Doctorow). Sin duda, tiende a tratar la novela como un artefacto para pensar, más que como una experiencia imaginativa a ser explorada. Con todo, a pesar de su carga pedagógica, se enfrenta con decisión al reto que se coloca en el corazón de la novela (que todos los “científicos e ingenieros” tendrían a bien considerar): ¿cuál es la naturaleza auténtica de la Creatura de Frankenstein y cuál es el deber de Frankenstein hacia ella?


4

En comparación, la edición de Leslie S. Klinger es un trabajo ostentoso, abundante en recursos de lo más variado, con un estilo a veces entretenido y lleno de ilustraciones fabulosas. Klinger ha realizado ediciones anotadas de Drácula y las novelas de Sherlock Holmes (lo que podría levantar sospechas acerca de su seriedad), pero el trabajo es admirable. En primer lugar, aunque también parte de la versión predilecta, la de 1818, logra la proeza de incluir en los márgenes todo lo reescrito por Mary para la versión de 1831, así como los textos alternativos de 1823, conocidos como el texto Thomas. Hay una larga introducción acerca del contexto histórico y una lista de ensayos (entre ellos, otro de Mellor acerca de ingeniería genética). Los márgenes también son utilizados como un compendio enciclopédico o hipertextos, con glosas sobre los personajes, topónimos, referencias literarias e ideas filosóficas que se incluyen.

El trasfondo social e histórico es la consideración principal. Así, estas notas al margen contienen, por ejemplo, extensas notas sobre la Universidad de Ingolstadt, el láudano, turismo alpino, las controversias vitalistas y la discusión entre los anatomistas Hunter, Abernethy y Lawrence, la Phisiognomía de Lavater, las Conferencias de Davy, además de la Vindicación de los derechos de la mujer, de Mary Wollstonecraft. Hay citas profusas tomadas de la guía Baedeker y de la Guía de Suiza, de Murray.

En conjunto, estas notas superan el millar. Todas son reveladoras y ocasionalmente de una excentricidad maravillosa. Es digna de apreciarse la historia del asilo francés de Salpêtriére, brillantemente condensada en tres páginas, a partir del hecho de que Frankenstein pudo haber sido internado temporalmente en un manicomio. Pero es más difícil justificar una historia del golf en el poblado escocés de St. Andrew, una crónica del entierro de Pocahontas en Gravesend, en la ribera del Támesis, o el relato completo del capitán Bligh y el motín del navío Bounty, con todo y mapa. Una historia detallada del Satán de Milton en El paraíso perdido o del albatros que aparece en el “Anciano marinero” de Coleridge, podrían haber sido más pertinentes.

Las ilustraciones son espectaculares y abundantes: retratos, facsímiles, manuscritos, grabados, caricaturas, portadas de primeras ediciones, carteles de teatro, fotogramas de cine, guías urbanas y obras del paisajismo de la época. No escasean las sorpresas, desde reproducciones de la Micrographia de Robert Hooke, hasta grabados de Gustave Doré y fotografías de los polos, tomadas el siglo pasado por Frank Hurley. Hay también un atractivo catálogo de cuarenta películas sobre Frankenstein (“apenas una selección de las más relevantes… aunque en este género, ‘relevante’ pocas veces se refiere a una obra de calidad”). Comienzan con una mención honorífica: la casi desconocida película silente, de quince minutos, que grabó Edison en 1910. Muchas se acompañan de sus carteles sensacionalistas. Pero se agradece la parquedad de los comentarios críticos. Carne para Frankenstein, de 1974, es despachada con un solo enunciado: “La cinta casi incoherente de Warhol incluye zombis, evisceraciones y sexo”.

El riesgo de esta proliferación de datos secundarios es que distraiga de la novela misma. Por momentos se siente como un paseo en canoa por un río agitado, con un guía de turistas locuaz que va señalando todo el tiempo las bellezas naturales a ambos lados. Aun así, el efecto de incluir el texto de 1831 y las notas intermedias que hizo Mary en 1823 es asombroso. Por ejemplo, Mary se dio cuenta de lo extraño que resultaba el hecho de que Frankenstein trabajara con pasión tantos meses en su Creatura, sin jamás anticipar su fealdad repulsiva hasta el momento en que cobró vida. Esa fatal deformidad, que se volvería su maldición, es crucial para el destino de la Creatura y mueve a cada momento la trama de rechazo y venganza. ¿Cómo podían explicarse su ceguera científica y su fracaso ético para adivinar lo que sucedía entre sus propias manos?

En las notas de 1823 (el texto Thomas, una serie de agregados manuscritos que Mary le entregó a una amiga suya en Italia), ella empieza a explorar una explicación sicológica para esta obsesiva estrechez de miras. A la observación simple aparecida en la versión de 1818 (“Me sentía nervioso a un grado extremadamente doloroso”), ella agrega esto: “Mi voz se quebraba, mis manos temblorosas se negaban a completar su tarea; me había vuelto retraído como una adolescente enamorada, el temor y la pasión ardiente se alternaban en mí, en lugar de una sensación íntegra y una ambición moderada”. Este aspecto histérico, traumático y torturado de la personalidad de Frankenstein, con sus rasgos implícitos de problemas sicosexuales, se habrían de desarrollar con mucho mayor detalle en la versión final de 1831, algo que la edición de Klinger permite ver con claridad.

Muchas voces afirmaron, en su momento, que estos cambios eran meramente estilísticos y no aportaban nuevas ideas o circunstancias. Ahora sabemos que ella había estado pensando en estas modificaciones desde 1823 y resultan evidentes desde los primeros capítulos que presentan de una forma más compleja la relación de Frankenstein con su amado padre, con su prometida Elizabeth y con su gran amigo Henry Clerval. En especial, se vuelven más sombrías las profundidades de su educación científica a cargo del profesor Waldman, en Ingolstadt: “Tales fueron las palabras del profesor. Mejor, tales fueron las palabras que el destino pronunció para destruirme. Mientras él hablaba, yo sentía cómo mi alma entraba en contacto con un enemigo palpable”.

Shelley también transforma la amistad final de Frankenstein con el capitán de los mares árticos Robert Walton (que abre y cierra la novela). Walton ahora es la imagen especular de un colega científico que lleva su trabajo al extremo: “¿Compartes mi insensatez? ¿Has bebido también de ese cóctel tóxico?” Hay pasajes que han sido reescritos de forma magnífica, en los que se describen entornos alpinos y sirven ahora para enfatizar la fuerza y la crueldad con que la Madre Naturaleza oprime a Frankenstein, las “inmensas montañas y precipicios que se proyectaban en torno mío” y el hecho de que él también está impelido por “el trabajo silente de leyes inmutables”.

En un influyente estudio de 1988, Anne Mellor argumenta que el conjunto de los cambios hechos en la versión de 1831 hace de Frankenstein un ser más débil y alucinado, “el peón de fuerzas que rebasan su conocimiento y su control”, ahora a merced de lo que llama “el Ángel de la Destrucción” y que esto refleja el deterioro de lo que inicialmente era una fe optimista de Mary en la ciencia. Esto suena cierto, tomando en cuenta que, para 1831, los miembros del grupo que formaban Percy Bysshe, Byron y Polidori llevaban muertos varios años y ella se movía en otros círculos.



Los ensayos que escribe Mellor para estas dos nuevas ediciones, como sus anteriores trabajos, provocan reflexiones profundas. El pecado y el error de Frankenstein, sugiere ella en una frase extraordinaria, es “su fracaso para adoptar a su creación como un hijo”. La naturaleza “castiga a Víctor impidiéndole crear a un niño normal”. Desde su punto de vista, esto constituye una advertencia sobre las “consecuencias involuntarias de la intervención ingenieril con el genoma humano” para los genetistas contemporáneos.

Sin embargo, volvemos a toparnos con la ambigüedad perdurable de la extraordinaria ficción de Mary Shelley. Una interpretación alternativa del texto de 1831 es que Frankenstein se vuelve de hecho una figura fáustica más consciente, mientras que la Creatura deviene una voz más elocuente sobre los derechos humanos que son negados. El científico es menos ingenuo y la Creatura menos monstruosa. Ambos sufren más por su conocimiento de lo que han hecho y las posibilidades que han perdido, como lo atestigua trágicamente el explorador Walton. “Han sido succionados sus pensamientos y cada sensación de [su] alma” por el relato.

Las ambiciones científicas iniciales de Frankenstein fueron siempre intensamente idealistas y benevolentes, y esto permanece tanto en la versión de 1818 como en la de 1831: “Vida y muerte me parecían vínculos ideales, que debía trascender para arrojar luz en nuestro mundo oscuro. Una nueva especie me bendeciría como su creador y fuente… Con el paso del tiempo, tal vez… podría renovar la vida donde la muerte aparentemente hubiera entregado un cuerpo a la corrupción”.

A partir de los avances científicos en todas las áreas, pero especialmente en la medicina, la cirugía y la biotecnología, acaso debiéramos volver a pensar en el mito escabroso y releer esta novela prodigiosa, siempre joven, de una forma nueva. Como Frankenstein susurra a Walton con su último aliento, tanto en 1818 como en 1831: “He sido destruido por estas esperanzas, aunque acaso otro pueda salir victorioso”. 

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*Ver, por ejemplo, las variadas perspectivas que brindan Sandra Gilbert y Susan Gubar en “Mary Shelley’s Monstrous Eve” (1979); Mary Poovey en “My hideous progeny: the Lady and the Monster” (1984); Anne K. Mellor en “Possessing nature: the female in Frankenstein” (1988) y Bette London en “Mary Shelley, Frankenstein and the spectacle of masculinity” (1993). Todos aparecidos en Frankenstein: Norton Critical Edition (2012).

Traducción de Atahualpa Espinosa.
© The New York Review of Books (Distributed

by The New York Times Syndicate)

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