domingo, 29 de enero de 2017

Un paisaje llamado Samperio

29/Enero/2017
Jornada Semanal
Miguel Ángel Quemain

Una de las formas creadoras que adoptaba la mente de Guillermo Samperio era la reinvención constante de sí mismo, en una especie de work in progress que consistía en percibir la anomalía, la paradoja y el lado bufonesco de las cosas para dotarlo de una arquitectura que, esencialmente, transcurría sobre los rieles de una narrativa que arrojaba estructuras poliédricas, es decir de muchas caras, que eran las posibilidades que una narración tenía de ser contada una y otra vez de modos distintos.
Lo entrevisté muchas veces, todas con la esperanza de que sus discursos mostraran la sabiduría de lector, tallerista y escritor. Pero no, su conversación como entrevistado es de las más morosas y desorganizadas con las que me he encontrado como periodista. Nuestra amistad y conversación se inició desde esos años de figura expansiva hasta el adelgazado dandy de corbata y su transformación en una especie de Keith Richards mexicano.
Con el tiempo entendí que nunca iba a sacar de esos diálogos la palabra prístina de Carlos Fuentes, que siempre emprendía una suerte de dictado donde parecía conocer de antemano la pregunta planteada y la respuesta era un conjunto de ideas previamente ensayadas. En el caso de Guillermo, cualquier cuestionamiento parecía implicarle una reflexión sobre el origen de la literatura, que tardaría mucho en llegar hasta el presente y explicar los mecanismos que articulaban la suya.
Pero no pasaba así cuando explicaba los procedimientos que se podían seguir para encontrar las claves de un relato, o para construirlo, o los tratamientos temáticos que implicaban estructuras de facturación muy precisa. Quienes tomaron talleres con él, quienes fueron leídos por su agudeza, a los que les regaló temas e ideas, saben a qué me refiero y saben que hará falta su testimonio para reunir las piezas de ese paisaje llamado Samperio y que difícilmente será objetivado por el mundo académico tan afecto a construir fronteras.
La imaginación compartida de Guillermo Samperio con sus amigos ocurría en varias pistas. Tal vez la primera de ellas sea la de la amenidad, las anécdotas, los chistes, el mundo animado, humorístico, que él siempre relacionaba con un padre músico capaz de ver más allá de lo presente para instalarse en la visión poética de los acontecimientos, así como la memoria de su hermana que quería, admiraba y edipícamente presumía por su belleza y talento.
En otra pista estaba el Samperio de las entrevistas, lento, persiguiendo las palabras y colocándolas una a una, una tras otra, en ideas que quería organizar con elocuencia pero fracasaba en ese intento tartamudo. En otro escenario estaba el gran promotor y difusor de la cultura, el gran lector que desmenuzaba, ironizaba, desmembraba y también se burlaba sin sadismo de la estupidez, la ineficacia narrativa, la fanfarronería, el mundo institucionalizado de los reconocimientos, los apoyos, las becas.
Creó una fundación que no prosperó como hubiera querido, pero que fue uno de los primeros intentos serios de establecer un proyecto independiente. Lo siguió René Avilés Fabila y ambos esfuerzos son bastiones que permiten una gestión autoral anómala en nuestro medio.
En otra pista estaba el maestro del cuento, de la narración, el gran lector, el hombre de las ideas compartidas, el ejemplo de generosidad y la antípoda de la rivalidad y la envidia entre escritores, compartiendo ideas, ofreciendo temas. Ese Samperio es justo el que quiero que sea el eje de este comentario sobre la idea de un Samperio work in progress.
Ese work in progress es la multiplicidad de formas de transmitir, ejercer y moldear la creación propia y ajena, a través de una enseñanza prescriptiva y otra involuntaria. Creo que las personas cercanas a Guillóm saben en qué consiste esa manera tan particular de enseñar compartiendo o de compartir de tal manera que lo comentado y lo que se muestra se acompañan del ejercicio de intelección que lo explica y entrega con sus claves de elaboración. Juan Villoro lo llama “hombre de laboratorio” y creo que es una de las mejores descripciones.
Tanto Silvia Molina como Vicente Quirarte anotan el tema de la extrañeza en Samperio. En Los Universitarios, Silvia Molina escribió que Samperio se sale de “los moldes tradicionales y plantea estructuras formales diferentes; elabora su propia teoría del lenguaje –válida o no– en un nuevo modo, sistemático de narrar.”
Como Molina, parte de su generación es Hernán Lara Zavala, quien lo ha considerado “no solamente el escritor más imaginativo y original de nuestra generación, él ha logrado abrir un camino en la narrativa que estaba apenas vislumbrado por escritores de la talla de Efrén Hernández, Julio Torri y Juan José Arreola”. Edmundo Valadés lo consideró dueño “de un estilo que acabaremos por reconocer como samperiano”. Evodio Escalante es definitivo cuando señala que Samperio “ha encontrado el punto en que se equilibran, sin hacerse sombra, tradición y experimentación, rigor de escritura y vértigo imaginario”.
Los que han asistido a varios talleres de creación saben de la distancia que muchos maestros toman frente a sus alumnos/clientes, a quienes explican cómo funciona la tradición y cómo se establece la continuidad de un género, incluso al interior de una lengua. Muchos explican lo que se debe hacer o lo que haría tal o cual cuentista, pero pocos como Samperio les señalan que no guarden ases en la manga para sorprender, porque su propio ejercicio reflexivo es el proceso de facturación de la ficción que él hubiera acometido, revelando así las estructuras y procedimientos de su fascinación, los adquiridos y los innatos.
Me parece que junto a su antología Sueños de escarabajo (FCE, 2011) y Al fondo se escucha el rumor del Océano (Trama Editorial y EyC, 2013), el libro que más contento le produjo al final de su vida fue Maravillas malabares (Cátedra, 2015), donde prácticamente está reunida su obra más importante con la edición inteligente y amorosa de Javier Fernández. Tres libros imprescindibles para entender a este escritor del pasado mañana.

miércoles, 25 de enero de 2017

El sol de Carlos Pellicer

25/Enero/2017
La Jornada
Javier Aranda Luna

Se ha escrito mucho sobre el espíritu universal del grupo Contemporáneos. Lo tuvieron, es cierto, pero no fueron los únicos: otros grupos muy distantes y distintos a su estética, como el grupo de los Estridentistas, también abrieron sus ventanas para alimentarse con otras atmósferas.

También se ha escrito que no les interesaban mucho los asuntos públicos. Eso igualmente es inexacto: ser funcionario en un régimen también es interesarse en la cosa pública y no sólo eso: participar en ella.

Pero si Salvador Novo llevó al extremo su asimilación al régimen en los oscuros años de Díaz Ordaz (su cercanía al Príncipe le facilitó al parecer el Premio Nacional de Literatura, el encargo de hacer el guion artístico y cultural de las Olimpiadas y lo obligó a justificar la masacre de Tlatelolco), otros miembros de este grupo sin grupo fueron burócratas de buen nivel y mucha eficacia.

El mejor ubicado en la plantilla de la alta burocracia fue, sin duda, el poeta Jaime Torres Bodet. Fue subsecretario y secretario de Relaciones Exteriores y dos veces secretario de Educación Pública: una en el régimen de Manuel Ávila Camacho y otra en el de Adolfo López Mateos.

Y vaya que Torres Bodet participó en la cosa pública en materia de educación: tomó la estafeta de José Vasconcelos al reimpulsar las campañas de alfabetización, lanzó una Biblioteca Enciclopédica Popular, construyó escuelas y entre ellas la Escuela Normal Superior y el Conservatorio Nacional. Fundó la Comisión Nacional del Libro de Texto Gratuito y construyó dos museos fundamentales: el Nacional de Antropología y el Museo de Arte Moderno.

Debo señalar que también hubo un escritor en Contemporáneos que se distinguió de ese grupo de soledades por más de una razón: por su estética, que a decir de Octavio Paz lo convirtió en el primer poeta moderno de México, y porque nunca dudó en aventar el escritorio y remangarse la camisa para participar directamente en la vida social: Carlos Pellicer. Por esos motivos podríamos decir que fue el escritor el menos contemporáneo de Contemporáneos y no precisamente a causa de su edad.

Con el jovencísimo Daniel Cosío Villegas, Pellicer visitó varias vecindades de Peralvillo para compartirle al peladaje el evangelio de la lectura.

Debe haber sido un espectáculo ver y escuchar al tabasqueño recitar versos propios y ajenos en los patios de aquellas lúgubres vecindades para cautivar a sus habitantes con la sonoridad de los poemas y decirles que sólo por eso convenía leer: por contar y cantar o por poder escuchar en silencio a otros que ya lo habían hecho.

Pellicer formó parte de las brigadas creadas por José Vasconcelos para sus famosas misiones culturales. Así recorrió buena parte del país. Y tal vez por ese contacto con la gente y no con las estadísticas, no le tembló la voz para cantar en honor a Morelos y no dudó en escribir esas líneas al Che Guevara, la llama andante de la Revolución... la llama en la mano de todos nosotros.

Y así como cantó al revolucionario emblemático, cantó a Martí (tu retrato honra mi casa) y a Frida Kahlo con tres sonetos prodigiosos que son además una fecunda profecía: siempre estarás sobre la tierra viva,/ siempre serás motín lleno de auroras,/ la heroica flor de auroras sucesivas.

Maestro de escuela en la secundaria 4. Evangelista de las letras, como apunté arriba, Carlos Pellicer nació hace 120 años y hace 40 murió y sus poemas aún retumban en nuestras orejas: Ser flor es ser un poco de colores con brisa/ La vida de una flor cabe en una sonrisa.

El poeta del trópico que pedía Que se cierre esa puerta que no me deja estar a solas con tus besos, estudió también museografía en la Sorbona y la Casa Azul de Frida Kahlo, el Museo de la Venta en Tabasco y el Anahuacalli dan cuenta de cómo quiso ordenar el pasado para acercarnos a él.

Pocos poetas dicen y hacen y Carlos Pellicer, el amigo de Diego Rivera que construyó la última pirámide de la historia, fue uno de ellos. A diferencia de otros, como Novo, nunca abjuró de su amistad con Diego y Frida.

Qué privilegio contar con su poesía reunida por Luis Mario Schneider en 1981 y con un heredero como su sobrino Carlos Pellicer López, que ha organizado el archivo del poeta como no siempre ocurre.

Uno de los alumnos de Pellicer en la emblemática preparatoria de San Ildefonso, Octavio Paz, ha escrito algunas de las páginas más luminosas sobre su maestro al hacernos ver que en sus versos nunca aparece la conciencia y la reflexión: es un poeta, nos dice Paz con exactitud, que no razona ni predica: canta.

Decía Octavio Paz que nuestro primer poeta realmente moderno fue Carlos Pellicer: cuando sus compañeros de generación aún merodeaban en la retórica de González Martínez o seguían encandilados por el esplendor moribundo del simbolismo francés, Pellicer echa a volar sus primeras y memorables imágenes, con la alegría de aquel que regresa a su tierra con pájaros nunca vistos.

La poesía de Pellicer que canta y cuenta nos hace ver todos los pliegues que dan forma al mundo. Por eso miramos con asombro antiguo la fuerza hidráulica del nopal que multiplica su imagen o al Usumacinta: aquel hondo tumulto de rocas primitivas por donde transcurre el agua.

A ese poeta debemos uno de los mejores acercamientos a lo mexicano: el pueblo mexicano tiene dos obsesiones: su gusto por la muerte y su amor a las flores.

No sorprende que haya escrito que todo lo que yo toque se llenará de sol. Carlos Pellicer fue y sigue siendo un poeta solar.


domingo, 22 de enero de 2017

Ricardo Piglia (1941-2017): la identidad y el derecho a la palabra

22/Enero/2017
Jornada Semanal
Gustavo Ogarrio

¿Cómo colocarse ante la obra de un “clásico contemporáneo”? ¿Cómo leer textos que establecen una estrecha relación con el acto mismo de leer y que politizan al máximo el vínculo entre literatura y política? Textos narrativos que ensayan ideas; conceptos de teoría literaria que se narran: las ficciones y los ensayos de Piglia no dejan de cumplir con un viejo sueño del romanticismo americano: el cruce estratégico de géneros literarios, la lectura como una acción política contra los poderes cristalizados.
Quizá la dificultad más grande para leer a un autor como Ricardo Piglia radique en ese efecto aislante que genera la estrategia mercantil para vender sus libros en Europa: “clásico rebelde”, “espectacular desembarco”, por ejemplo, son expresiones que de cierto modo desvinculan a Piglia de aquellas tradiciones narrativas latinoamericanas, políticas y culturales, que le dan mayor complejidad a la originalidad de su escritura. De alguna manera, Ricardo Piglia es un autor “imperfecto” para satisfacer una lectura puramente cosmopolita de la literatura latinoamericana. Al igual que Borges, en Piglia se han sobrestimado ciertos elementos “universales”, europeizantes, que impiden una lectura más compleja de su relación con los procesos de formación política y cultural de las sociedades latinoamericanas en el siglo xix, o con un registro problemático en su escritura de la cultura popular, la oralidad, ciertos mitos decimonónicos sobre el tiempo y espacio latinoamericanos y su sistema de relaciones y tensiones con la cultura letrada, por ejemplo. La celebración descontextualizada y acrítica de cierto “relato paranoico” a la Kafka o de la figura del escritor-historiador como detective o del fin de la “experiencia” en las sociedades de masas, de alguna manera simplifican parte del legado narrativo de Piglia.
En Piglia hay una relectura del siglo xix latinoamericano, una articulación, casi natural pero profundamente marginal –y, por lo tanto, casi escandalosamente libertaria–, de nuestras tradiciones de lectura con las literaturas europea y estadunidense, un uso narrativo de cierto pensamiento crítico “occidental”. Además, su obra no siempre es vista como una “crítica violentísima” a cierta superstición de modernidad en América Latina, que no sólo se juega en una pura discursividad, sino en ficciones y narrativas tanto sociales y artísticas, como del mismo Estado, que se enmarcan en una “maquinaria” estructural que produce una violencia material, concreta, en las sociedades latinoamericanas.

Lecturas imperfectas en mundos paralelos

¿Qué lector somos? ¿De dónde vienen las fuerzas que nos empujan a leer de un modo determinado tanto los textos como la realidad misma? ¿Qué relación hay entre la lectura y la producción de sentido de lo real, entre ficción y verdad? En su relato “Prisión perpetua”, Ricardo Piglia hace evidente la fractura moderna entre la lectura especializada, la crítica literaria, por ejemplo, y la literatura, esto mediante una ironía, la del gran teórico de la lingüística que desprecia al narrador puro:

La situación actual de la literatura se sintetizaba, según Steve, en una opinión de Roman Jakobson. Cuando lo consultaron para darle un puesto de profesor de Harvard a Valdimir Nabokov, dijo: “Señores, respeto el talento literario del señor Nabokov ¿pero a quién se le ocurre invitar a un elefante a dictar clases de zoología…?” La estúpida y siniestra concepción de Jakobson es la expresión sincera de una conciencia de gran crítico y gran lingüista y gran profesor que supone que cualquiera está más capacitado para hablar del arte de la prosa que el mayor novelista del siglo. La autoridad de Jakobson le permite enunciar lo que todos sus colegas piensan y no se animan a decir. Se trata de una reivindicación gremial: los escritores no deben hablar de literatura para no quitarles el trabajo a los críticos y profesores.
La lectura especializada ha hegemonizado casi todos los ámbitos de la lectura: no sólo se constituye en la máxima autoridad para fijar y negociar el valor artístico e histórico de los textos, también intenta despojar al lector ampliado, no culto o no especializado, de su capacidad para violentar el significado de los textos literarios mediante su infinita heterogeneidad: producir intrigas, sentidos y tonos que escapen al control de la crítica literaria, un “manejo irreverente” de la misma tradición de lectura. Digamos que Piglia emprende un ataque contra la tiranía del lector ilustrado, trabaja contra el síndrome de autoridad de Jakobson y plantea la figura de un “lector imperfecto”, lejano a la relación directa entre lectura y verdad.
¿Cuál será el porvenir de la lectura? Quizás es una pregunta que exige modos diferentes de entender la relación entre ficción y verdad, entre las tramas sociales que propone la literatura y el despotismo ilustrado con que el mercado editorial intenta modelar a los lectores no especializados mediante la crítica literaria más fanática de la autoridad de la cuarta de forros. Nunca como en nuestros días se habían editado tantos libros, pero tampoco nunca como en nuestros días se había hablado tanto del fin de la lectura, y nunca como ahora habían tenido tanto poder de mercado los lectores especializados.
“¿Qué es un lector?”, se pregunta Piglia en su meditación sobre el acto mismo de leer en uno de sus libros más entrañables, y que lleva el sugerente título de El último lector. Piglia afirma: “un lector es también el que lee mal, distorsiona, percibe confusamente. En la clínica del arte de leer, no siempre el que tiene la mejor vista lee mejor”. Esto último Piglia lo dice pensando en Borges, quien ya casi ciego buscaba descifrar los signos en el papel y uno de los “últimos lectores” que lleva hasta sus últimas consecuencias el acto de leer: “Ésta podría ser la primera imagen del último lector, el que ha pasado la vida leyendo, el que ha quemado sus ojos a la luz de la lámpara.”
En su contra-épica de la lectura, Piglia se desmarca de un modelo enciclopédico e ilustrado: leer no es sinónimo de iluminación, ni de un dominio letrado sobre el que no lee. A Piglia le interesaba lo que él mismo llamaba “los usos desviados de la lectura”: leer para descifrar, para llegar indirectamente a la verdad, para destronar al lector especializado y al “escritor” como las figuras principales del sistema solar de la literatura y así modificar la definición misma de lo literario: “La pregunta ¿qué es un lector? es, en definitiva, la pregunta de la literatura. Esa pregunta la constituye, no es externa en sí misma, es su condición de existencia. Y su respuesta –para beneficio de todos nosotros, lectores imperfectos pero reales– es un relato: inquietante, singular y siempre distinto.” De algún modo, todos somos lectores trágicos, quizás no tan privados como lo quiere dejar ver el mismo Piglia, pero sí como sujetos escindidos que “viven en un mundo paralelo y que a veces imaginan que ese mundo entra en la realidad”.

Ficción, violencia y poder: una lectura del siglo xix latinoamericano

Ricardo Piglia encuentra en la ficción del siglo XIX un origen indirecto, desviado, de la literatura argentina y latinoamericana. Su modo de leer este siglo implica romper con una concepción “etapista” de la historia de la literatura; no como una sucesión de temas y corrientes, sino como “la historia de los estilos”, muy cercana a una descripción de cómo se formaron los grandes géneros literarios en América Latina, la novela y el cuento, en su conflictiva relación con el poder político y con la violencia de las sociedades latinoamericanas. Asevera Piglia sobre el cuento “El matadero”, de Esteban Echeverría, del libro La Argentina en pedazos: “Una historia de la violencia argentina a través de la ficción. ¿Qué historia es ésa? La reconstrucción de una trama donde se pueden cifrar o imaginar los rastros que dejan en la literatura las relaciones de poder, las formas de la violencia. Marcas en el cuerpo y en el lenguaje, antes que nada, que permiten reconstruir la figura del país que alucinan los escritores. Esta historia debe leerse a contraluz de la historia ‘verdadera’ y como su pesadilla.”

La historia de la literatura argentina moderna comienza, para Piglia, con dos textos: “El matadero”, de Esteban Echeverría, y el Facundo, de Domingo f. Sarmiento. Este comienzo obliga a Piglia a reformular la dicotomía romántica de civilización-barbarie. Rompe con el esencialismo de identificar a sectores sociales y políticos con algún tipo de comportamiento, ya sea civilizado o bárbaro, unitarios o federales, y más bien los identifica como dos modos de narrar la violencia y su relación con la verdad: Echeverría escribe una ficción letrada que abre la puerta al “enemigo”, al “mundo de los bárbaros”, para “darles un lugar y hacerlos hablar”.En el Facundo, su vocación de relato verdadero con tonos populares sobre ese cacique de La Rioja, el Tigre de los Llanos, el Facundo, escrito por Sarmiento desde el exilio; antes de huir, Sarmiento escribe en francés una consigna pública que los “bárbaros” no podrán comprender: “On ne tue point les idées.”
¿Cuál es para Piglia la actualidad de esta tradición de intriga, ficción y violencia? Una abierta confrontación entre narrativas: la literatura –que narra indirectamente la realidad de la violencia en las sociedades latinoamericanas– y las narrativas del Estado, en su función de encubrir, reprimir y desaparecer: “el Estado también construye ficciones: el Estado narra, y el Estado argentino es también la historia de esas historias. No sólo la historia de la violencia sobre los cuerpos, sino también la historia de las historias que se cuentan para ocultar esa violencia sobre los cuerpos.” Piglia se refiere concretamente a la metáfora médica con la que la dictadura argentina en 1976 alegorizaba la represión y la desaparición: la Argentina estaba enferma de gravedad y había que intervenirla quirúrgicamente para salvarla, “operar sin anestesia”. Otros modelos de la narración social, de las tramas políticas actuales: el complot, la conspiración, la maquinación, el error, la equivocación, estos dos últimos de raigambre kafkiana.
¿Cuál es la estrategia narrativa del neoliberalismo? Para Piglia, el giro neo-conservador implicaría “adaptarse”; es un relato sobre la urgencia del pragmatismo, de la política como pura práctica, “institucionalizarse” para salvar los aspectos “positivos” del poder; un sujeto que “dialoga con el Estado” y que estigmatiza a cualquier amenaza revolucionaria de romper con el orden establecido. Afirma Piglia en Crítica y ficción: “A menudo lo fundamental reside en aceitar la propia conciencia. Pasar de la tradición de los vencidos a la tradición de los vencedores. Adaptarse al retro conservador, a la elegancia cínica, a la defensa del orden, a la muerte de las vanguardias. En Argentina, eso produce un híbrido muy divertido: el progresista escéptico.”
Hay algo de romántico en la concepción que Piglia tiene tanto de la lectura como de la ficción: ambas conforman un horizonte trágico. Al referirse a la relación entre literatura y psicoanálisis, Piglia habla de una “épica de la subjetividad”. Esa “herida narcisista” que Freud había dejado en la condición humana del siglo xx, para Piglia va a significar una alternativa de sentido narrativo ante la “crisis generalizada de la experiencia”, que puede servir para comprender su a veces encubierta utopía, tanto de la lectura como del papel de la ficción en el mundo secular y trivial de nuestras sociedades, de las narrativas, sociales y artísticas, ante el poder de destrucción del Estado contemporáneo: “Somos lo que somos, pero también somos otros, más crueles y más atentos a los signos del destino. El psicoanálisis nos convoca a todos como sujetos trágicos: nos dice que hay un lugar en el que somos sujetos extraordinarios, tenemos deseos extraordinarios, luchamos contra tensiones y dramas profundísimos… De modo que el psicoanálisis, como bien dice Freud, genera resistencia y es un arte de la resistencia y de la negociación, pero también es un arte de la guerra y de la representación teatral, intensa y única.” 

Ramón Xirau y sor Juana Inés de la Cruz

22/Enero/2017
Jornada Semanal
José María Espinasa

La bibliografía acumulada a lo largo de los años sobre la monja jerónima es enorme, no por nada es nuestra mayor figura virreinal y el referente inevitable para reflexionar sobre una especificidad del barroco americano y sobre la futura identidad de una literatura nacional. La lista de exégetas de la obra del fénix americano son legión. ¿Qué lugar tienen en ese panorama las páginas que Ramón Xirau ha dedicado a la monja jerónima y que hoy vemos reunidas en una edición de El Colegio Nacional?
Si en el terreno de la reflexión poética Xirau se vio atraído por esa discusión propuesta hace ya un siglo por el abate Bremond sobre la poesía pura, condición que sabemos imposible pues la poesía está hecha de impurezas, sí se puede creer, yo al menos lo creo, en la existencia de un lector puro, si entendemos el calificativo como una entrega sin prejuicios al texto que se lee, y ese lector tiene nombre: Ramón Xirau.
Xirau siempre parte de una actitud desprevenida, no de la soberbia o autosuficiencia del especialista, sino la de quien se enfrenta al texto para ser seducido por él, para dejarse llevar por ese mismo texto a sus terrenos y en ellos disfrutar de la lectura, sea San Juan, sor Juana o Juan de Mairena, lee como cualquier Juan, o mejor dicho, como cualquier Ramón, y busca compartir su entusiasmo con otros lectores. Genio y figura de sor Juana Inés de la Cruz lo advierte desde el principio: se trata de un texto y antología con carácter de divulgación, que no busca sino eso, no encontrar documentos históricos o formular originales interpretaciones, sino leer al texto, convivir con él, hacerlo motivo de conversación, compartir entusiasmos y placeres.
Xirau nos dice que la primera edición del libro –una antología con un prólogo fue solicitada por José Bianco, a sugerencia de Octavio Paz, para una serie de divulgación que se publicaría en Argentina en 1967. La empatía con sor Juana le viene a Xirau de manera natural: filósofo por profesión y vocación, poeta por necesidad y lector por elección. Ramón percibía además vivo el sentido a la vez religioso y cortesano de esa escritura, entendía el camino que va de la mística española a una religiosidad vuelta forma y vivencia cotidiana, sentido visto además desde un catolicismo moderno, influido –a diferencia del padre Méndez Plancarte, gran editor de las obras de la monja– por la filosofía existencialista y las nuevas corrientes de la crítica, como el estructuralismo.
Véase la paradoja: Ramón Xirau es un lector puro porque es un hombre bien enterado, conocedor de sus herramientas y sus métodos. Y es que la pureza es un asunto de actitud ante el texto, de disposición a recibirlo y dejarlo hablar, no de querer hablar uno a través suyo, error que se suele cometer con demasiada frecuencia la academia. Así que si me preguntaran qué aportaba en aquellos, lejanos ya, años sesenta del siglo pasado la lectura de Xirau de sor Juana, yo diría que justamente eso, una actitud. Lejos de querer decir la última palabra, o de apropiarse de ella, busca que tenga muchos más lectores, en un gesto parecido al que realiza Amado Nervo cincuenta años antes con su libro sobre la monja, titulado Juana de Asbaje.
Xirau viene por herencia intelectual y sanguínea de la actitud de Ortega y Gasset: hablar de filosofía en términos llanos, ponerla –se dijo entonces– otra vez en la calle. Y Xirau ha hecho eso con la poesía. Me interesa destacar el asunto de la relación con su amigo Octavio Paz: no considero descabellado que el texto que a través suyo solicita Bianco a Ramón para la colección Genio y figura, esté en el origen o haya contribuido al interés que tuvo el autor de El arco y la lira para una década después escribir su monumental Sor Juana y las trampas de la fe. El nexo entre los tres es muy evidente y Paz había escrito por aquellos años Blanco, que es entre sus textos y a pesar de la limpieza de trazo, el que más cerca está de una idea (incluso visual) del barroco.
En los años setenta Paz daría sus ya legendarias conferencias sobre el poema extenso en El Colegio Nacional y el Sueño de sor Juana era inevitablemente un referente. El barroco fue, a pesar de las diferencias formales, una manera de llevar al extremo el pensar en verso, es decir, desde la poesía el mundo circundante. Por eso es natural que Las trampas de la fe provocara en el poeta mexicano-catalán una extensa reseña reflexiva, que se suma al libro en esta edición. La continuidad de ese sistema de puentes y canales que conforman una tradición literaria es evidente en esa conjunción, en esa convergencia de las búsquedas paralelas y de los senderos que se bifurcan.
Para nadie es un secreto la estrecha amistad entre ambos escritores. Hoy que tenemos, gracias a los esfuerzos de El Colegio Nacional, las Obras, de Xirau, hasta el momento van cinco tomos, y pueden dialogar con las Obras, de Paz, como en vida del autor de La estación violenta dialogaron las personas con esos nombres. Y es un diálogo muy fructífero. Por ejemplo, esa noción tan importante para la generación de Xirau: la presencia. De alguna manera puedo imaginar que a Paz la obra de la monja jerónima le atrajo tanto por su estatura histórica como estética, pero que en su lectura se mezclaron dos elementos: la tentación hermética, tan fascinante para la poesía moderna, así fuera falsa o incluso tomadura de pelo –como los esoterismos al uso a fines del siglo xix, de Madame Blavatsky en adelante–, y que en sor Juana estaban presentes gracias a la moda barroca de Hermes Trismegisto. Paz necesitaba, ante esa tentación, un contrapeso que leyera a sor Juana no tanto desde la historia del catolicismo novohispano, sino desde la experiencia religiosa cristiana, y creo que encontró ese contrapeso en el pensamiento de Xirau. Ese hombre puente, como lo llamó Paz, fue sobre todo puente para el propio Paz, entre un pensamiento deseoso de la experiencia de lo divino pero distanciado de lo religioso como vivencia cotidiana.

Las batirrenuncias

22/Enero/2017
Confabulario
Huberto Batis

En mi entrega anterior me referí al éxito que empezó a tener la Escuela de Verano de la UNAM. Se distinguió tanto por sus cursos como por el asedio a las estudiantes extranjeras de parte de los mexicanos. Lo mismo sucedía con los estudiantes gringos y las mexicanas.
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Cuando me contrató para dar mi primera clase ahí, don Antonio Castro Leal, su director, me preguntó de qué quería darla. Le manifesté mi interés por dar clases de Literatura Mexicana y recuerdo que me dijo: “Dé usted esa, pero le voy a pedir que no se la pase hablando de Octavio Paz desde el primer día hasta el último, porque es lo que suelen hacer los maestros de Literatura Mexicana como si no hubiera nadie más”. El poeta Marco Antonio Campos me explicó que Paz había tenido una dificultad muy seria con Castro Leal. Así entendí la animadversión de don Antonio hacia Octavio.
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Después empezaron a venir infinidad de gringos a estudiar a México, tanto a la UNAM como a las universidades de los estados: a Guadalajara, a Monterrey, a Mérida, a Xalapa, a Puebla, sólo por mencionar las más importantes. Y empezaron a venir no sólo en verano, cuando el clima de Estados Unidos podía ser bonancible, sino en invierno, huyendo de los fríos y las heladas. Buscaban el clima “tropical” de nuestros inviernos. Entonces, ante el número tan grande de estudiantes se decidió darles un espacio más amplio y cercano a la Facultad, y empezó a haber cursos todo el año.
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En un momento dado llegó como director de la Escuela de Verano Raúl Ortiz y Ortiz (1931-2016), quien se distinguió como traductor y se hizo famoso por su magnífica versión de la novela Bajo el volcán de Malcolm Lowry.
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Raúl Ortiz y Ortiz fue muy amigo de Rosario Castellanos. Su amistad y aprecio por su obra lo llevó a publicar la correspondencia que cruzaron durante años cuando se conmemoró un aniversario de su muerte en Israel a causa de un accidente eléctrico en su casa. Ortiz y Ortiz fue quien me expulsó de la Escuela de Cursos Temporales. Todo sucedió porque una colega mía me tronó los dedos cuando terminó mi hora de clase. Le azoté la puerta en las narices y como ella usaba marcapasos se empezó a ahogar del susto. Tuvieron que llamar una ambulancia. Raúl me preguntó: “¿Qué vamos a hacer?” Le respondí: “Pues renúnciame”. Y me renunció. Entonces estaban de moda la “Batichica” y la “Baticueva” de Batman. De ahí me empezaron a llamar inventor de las batirrenuncias.
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Las “mariconadas” de Spota
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Al mismo tiempo que daba clases empecé a publicar en La Cultura en México, aunque ya había publicado enMéxico en la Cultura, su antecesora. Empecé a publicar semanalmente porque ahí me llevó de compañero Federico Álvarez, quien era el crítico de literatura asignado.
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Me interesaba mucho tener un sitio fijo para que las editoriales me mandaran libros. Así formé una gran biblioteca y me convertí en crítico e historiador de mi generación, de la cual quedan pocos con vida. Todos me han precedido.
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Fernando Benítez, con quien tuve contacto casi hasta su muerte, era el capo mafioso porque al grupo que lo rodeaba se le conocía como “La Mafia”. (Luis Guillermo Piazza escribió una novela que tituló La Mafia, haciendo referencia a Benítez). Fernando siempre fue muy amable, te recibía muy bien.
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Recuerdo que Benítez modificaba los títulos de los artículos que le traían. Por ejemplo, me dijo que el título de uno de los primeros artículos que escribí estaba muy “lúgubre”. Hasta la fecha lo recuerdo antes de ponerle cabeza a un artículo, busco que no sea “lúgubre”. Él los tachaba y les ponía otro título. Era muy bueno para eso. Un día le pregunté cómo le hacía. Me respondió que dejaba caer el dedo en alguna línea y de ahí sacaba el título, para acabar pronto. Parecía muy cínico su modo de actuar, incluso sus explicaciones, pero puedo decir que son muy efectivas. Yo he recurrido muchas veces a la técnica del “dedo”. Me sale muy bien. Benítez y yo llegamos a ser muy amigos. Años después me tocó trabajar con él en el unomásuno, cuando Manuel Becerra Acosta era el director. Ahí compartí el trabajo en el suplemento sábado, de nuevo con José de la Colina, a quien ya había tenido de compañero en El Heraldo Cultural con Luis Spota. Recuerdo que Benítez había entrevistado a Spota cuando lo nombraron director de El Heraldo Cultural. Le dio un lugar de igual a igual, como director de suplemento. El Heraldo estaba naciendo.
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De la Colina y yo habíamos coincidido con Spota en el concurso de Cine Experimental de 1965. Luego nos invitó a ayudarle a hacer esas “mariconadas de la cultura que me han encargado en El Heraldo”. A él lo que le interesaba era la posición política. Tenía una columna muy leída y de gran influencia que se llamaba “Picaporte”. “Derecho de picaporte” se le llama a la habilidad que tienen algunos periodistas de entrar sin anunciarse a las oficinas de altos funcionarios. De la Colina y yo solos empezamos a hacer el suplemento. Spota nos dejaba trabajar en total libertad.
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Tiempo después me empezó a grillar un periodista de cierto renombre: Juan Miguel de Mora. El pretexto fue una reseña crítica que publiqué en el suplemento de Spota sobre su última novela: Los sueños del insomnio(1966).
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Ahí empezaron las dificultades, que se acentuaron cuando le renuncié al rector Barros Sierra como director de la Imprenta Universitaria. Recuerdo que le di mi renuncia a Spota para que la publicara. Me dijo que no la podía publicar, pero que yo sí podía porque era su segundo. Me dio la indicación de que cuando él no estuviera yo la llevara con las capturistas con la indicación de que se debía publicar. Cuando le dejé una versión previa que llevó a la Rectoría y se la mostró a don Javier Barros Sierra. El rector le dijo que no tenía objeción en que se publicara. Juan Miguel de Mora le preguntaba a Spota: “¿Cómo lo dejas publicar una nota enemistosa y luego su renuncia a la UNAM?” Lo consideraban un insulto a Barros Sierra. Cuando quise ingresar a El Heraldo, el guardia me dijo que tenía órdenes de no dejarme entrar. Pedí que llamaran a Spota. Salió de su oficina y me llevó a un cafecito. Me dijo: “Te ganaste que ya no te pueda publicar después de tu renuncia. Tuve que decir que la publicaste a mis espaldas porque tú la metiste en la edición cuando yo ya no estaba”. Qué traicionero. Me pareció una conducta muy sucia. Yo lo admiraba mucho y ahí se me cayó.
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Cuando me fui, luego de que Pepe y yo hicimos sus “mariconadas de la cultura”, Luis hizo el suplemento a su antojo. Entonces renunció De la Colina y El Heraldo Cultural se convirtió en un suplemento descolorido. Así fue como Spota entró al mundo literario, luego de haber sido muy criticado por su novela más famosa, Casi el paraíso (1956), la que comparaban con La región más transparente (1958) de Carlos Fuentes, aun cuando la había publicado dos años antes. Entonces fundó la revista, tan gruesa como un libro, Espejo, que no tuvo trascendencia.
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Mi salida al mundo fue un total fracaso. Así que me refugié en lo académico y en la crítica de libros. Actualmente estoy jubilado y celebrando el nacimiento de mi nieto Maximiliano Palmer Bátiz-Benet, el 15 de enero en Victoria, Columbia Británica, provincia de Canadá.

sábado, 21 de enero de 2017

Obras completas de Juan Rulfo

21/Enero/2017
Laberinto
José Emilio Pacheco

Hay que decirlo una vez más: el prestigio de Juan Rulfo crece, como aumentó la fama de E. M. Forster, con cada nuevo libro que no publica. Él puede estar tranquilo con dos obras maestras que muchos otros han intentado en vano a través de cincuenta volúmenes. Pero su silencio es una catástrofe para nuestra literatura. 

Como número 13 de la Biblioteca Ayacucho de Caracas empieza a circular la Obra completa de Juan Rulfo. La admirable edición de Jorge Rufinelli inaugura una nueva etapa de los estudios rulfianos, una industria que en materia de páginas ya centuplica a su materia prima. A los libros canónicos se añaden los dos fragmentos de Ur-Rulfo o Rulfo antes de Rulfo: “La vida no es muy seria en sus cosas” (1945) y “Un pedazo de noche” (1940, publicado en 1959), así como los dos textos para cine rescatados por Jorge Ayala Blanco.

Respecto a ellos: para entender “El despojo” hace falta una descripción de las secuencias que rodean el laconismo extremo de los diálogos. Por lo que hace a “La fórmula secreta”, uno se pregunta si Rulfo entregó el texto en prosa y las líneas de dividieron como aparecen ahora para buscar alguna simetría con la imagen. Al publicarlo en verso parece conveniente una disposición más de acuerdo con el ritmo interno. Por ejemplo la estrofa de la página 206 se leería de este modo:

Cuando dejemos de gruñir como avispas en enjambre
o nos volvamos cola de remolino,
o cuando terminemos de escurrirnos sobre la tierra
como un relámpago de muertos,
entonces
tal vez nos llegue a todos el remedio. 


Refutación de una leyenda 
Para “completar” esta Obra ¿pudo añadirse algo más? Se sabe de un prólogo a Nuño de Guzmán y de textos ocasionales sobre Elena Poniatowska y Alberto Gironella. Rufinelli quiso ceñirse a lo que es ficción estrictamente, aunque la extrema parquedad de Rulfo hace de cada línea suya un tesoro digno de conservarse.

El autor pidió que se cambiara el orden de los cuentos. El llano en llamas queda completo ahora con “Paso del Norte”, suprimido en la novena reimpresión, en realidad segunda edición de 1969, que añadió “La herencia de Matilde Arcángel” y “El día del derrumbe”, los últimos cuentos que publicó Rulfo en 1955 y los únicos aparecidos después de sus libros si se exceptúan las tentativas de los años cuarenta.

Gracias a la minuciosa cronología preparada también por Rufinelli, sabemos el orden en que se escribieron o al menos se dieron a conocer algunos cuentos (del resto no hay publicación en revista). 1945: “Macario” y “Nos han dado la tierra”. 1948: “La cuesta de las comadres”. 1950: “Talpa y “El llano en llamas”. 1951: “Diles que no me maten”. Y los dos citados de 1955.

Aquí conviene salir, por vez primera en forma pública, al paso de una leyenda que ha alcanzado cierta difusión oral por nuestras inclinaciones a pretender que sabemos la historia secreta de algo y suponer que Shakespeare no escribió las obras de Shakespeare sino lo hizo un contemporáneo suyo que tenía el mismo nombre.

Unas cincuenta veces este redactor ha escuchado, en labios de interlocutores que pretenden hacerle la gran revelación, la teoría delirante de que en 1955 Rulfo entregó al Fondo de Cultura Económica un manuscrito informe y cercano a las mil cuartillas. De ellas, se dice, el poeta Alí Chumacero extrajo Pedro Páramo a base de recortes, tachaduras ycollages.

Otras cincuenta veces la respuesta ha sido desmentir la versión y restituirle a Rulfo la autoría absoluta de su gran obra. Las bases para la administrativa calumnia son: a) en efecto, como funcionario del FCE, Alí Chumacero ordenó los cuentos de El llano en llamasen la disposición que conservaron en las ediciones anteriores a la presente; b) por esos años Juan José Arreola dedicó gran parte de su tiempo a la actividad, insólita entre nosotros, de reescribir gratuita y generosamente muchos libros ajenos pero en modo alguno los de su amigo Rulfo.

Por lo demás, y como se sabe, las editoriales mexicanas no hacen ni han hecho nunca trabajos de “edición” en el sentido que posee el término en lengua inglesa. Si Alí Chumacero hubiese sido el Maxwell Perkins de este Scott Fitzgerald, no hubiera reprochado a Pedro Páramo, en la reseña inicial que se escribió de este libro, precisamente “una desordenada composición que no ayuda a hacer de la novela la unidad que, ante tantos ejemplos que la novelística moderna nos proporciona, se ha de exigir de una obra de esta naturaleza”. 

El silencio de Rulfo 
Rufinelli no cancela las lecturas míticas que se han hecho de Rulfo pero nos pide que consideremos el contexto histórico y social de su obra: el despoblamiento del campo, la violencia y la corrupción que han convertido el éxodo campesino a los centros urbanos en uno de los más agudos y explosivos problemas nacionales. Casi todos descendemos de gente que tuvo que abandonar su tierra: así pues, reconocemos en Rulfo viejas historias familiares. Al margen de su gran calidad artística, esta circunstancia explica su éxito mejor que la veneración al escritor que escribe poco o ya no escribe, y por tanto ya no amenaza ni molesta al prestigio autoconferido de nadie.

¿Dijo Rulfo cuanto tenía qué decir y prefirió callarse a repetirse? ¿No ha dicho aún su última palabra? Imposible responder a estas interrogantes. El talento de un escritor constituye un recurso natural no renovable. ¿Qué debe hacer con ellos una sociedad? Es un problema irresoluble como la educación de nuestros hijos. Entre el niño golpeado y el niño mimado, entre las facilidades y dificultades que se presentan a un escritor, hay un terreno que aún desconocemos. A juzgar por la evidencia todavía queda un espacio posible para las grandes obras aisladas. Lo que difícilmente volveremos a tener son condiciones que permitan a nuestros escritores madurar, al alcanzar la continuidad y mantener de principio a fin su excelencia literaria.



1 de agosto de 1977

Inventario: la suma de una vida

21/Enero/2017
Laberinto
Laura Emilia Pacheco

Lentamente, sin que nadie lo advirtiera, los estantes y sus volúmenes —en apariencia domesticados— que iniciaron su vida en nuestra casa como pequeños edificios de trazo limpio y aspecto funcional, un día, de pronto, ya conformaban un complejo sistema geológico apto solo para el explorador más avezado. El hogar donde mis padres han vivido desde 1964, edificado en 1938 bajo el estilo inconfundible del arquitecto Tommasi, soportó y aún soporta con heroísmo el peso de una labor para la que claramente no fue diseñado.

Si la casa tenía tres recámaras, sala y comedor, a los pocos años éste ya había cedido su espacio a más metros de biblioteca, lo que oscureció un poco la estancia. Durante años se pudo circular con amplitud por los corredores hasta que llegó el momento en que mi hermana y yo nos dimos cuenta de que era necesario hacerlo pegadas a la pared: los libros se volvieron indomables. Formaron glaciares y cavaron cauces; formaron ríos y sistemas como circunvoluciones de un cerebro. Hoy, son contados los remansos que no han cedido su lugar a los libros, entre ellos el patio que mi madre ha convertido en un pequeño Amazonas, así como algunos nichos privilegiados donde los cuadros luchan con fiereza para conservar su espacio.

Los libros no se reproducen solos, pero la curiosidad sí y, en algunas personas, como mi padre, lo hace de manera exponencial. No es un secreto que vivir de la escritura no es fácil: es un trabajo de dos o tres tiempos completos y, en su caso, de muchas vidas: poeta, narrador, ensayista, traductor, editor, maestro, lector empedernido. Sintió siempre una pasión indómita por la lectura y la escritura; por la vida, el mundo y cuanto hay en él, al grado de que me resulta imposible el intento siquiera de esbozar esa vehemencia en toda su complejidad.

Su biblioteca es un fiel retrato de lo que le interesaba: literatura, poesía, historia —claro—, pero lo cierto es que invariablemente encontraba algo en todo… y le encantaba la música. Las cosas habrían sido más o menos manejables a no ser por el gran desbordamiento, no solo de la biblioteca sino de nuestras vidas, causado por ese alud que se llama “Inventario”.

Uno no nace sabiendo si sus padres hacen mal o bien el trabajo al que se dedican, lo va descubriendo poco a poco, a veces por las buenas y otras por vía del knock out. Imposible nacer sabiendo que “Inventario” es un título de Juan José Arreola, uno de los grandes maestros de mi padre. Imposible nacer sabiendo que antes de ser “Inventario”, la columna que durante tantos años apareció en la revista Proceso tuvo otros hermanos con otros nombres en otras publicaciones. Imposible nacer sabiendo… Pero uno aprende.

Ignoro cómo calificar “Inventario”: ¿artículo, ensayo, tratado, reader? Sé que algunos de ellos tienen la riqueza de un auténtico libro-miniatura, tan concentrada es la información y tan variadas son las vertientes que los nutren. Buena parte se escribió en una época hoy inconcebible sin Apple, Internet, Google, Amazon, celular. Sin embargo, a gran costo y mayor esfuerzo para él que no se llevaba bien con la tecnología, “Inventario” se adaptó a todo esto y más, y continuó —casi de manera ininterrumpida— hasta el día de su muerte, el 26 de enero de 2014, apenas unas horas después de entregar su última colaboración.

Durante su existencia “Inventario” se convirtió en parte fundamental de la familia, un miembro que dictaba el ritmo de nuestras vidas. Más de una vez reconocí en sus páginas fragmentos de conversaciones sostenidas con él en alguna sobremesa, días o años atrás, o ecos de algún comentario en apariencia fugaz que se había quedado rondando en su mente hasta tener las piezas de un rompecabezas que pudiera compartir con el lector.

Para escribir no necesitaba pompa y circunstancia, papel de lino, pluma con punta de oro. Escribió algunos de sus mejores poemas en una servilleta, en el reverso de un sobre usado, en el interior de una cajetilla de cigarros, en un pase de abordar. Al fin fumador empedernido, su ropa y su cama muchas veces tenían quemaduras de cigarro. No así sus libros, a los que protegía como a ninguna otra cosa y a los que trataba con enorme delicadeza: jamás los subrayaba. Para marcar una página de su interés usaba un papelito, o lo que tuviera a mano, siempre y cuando no deformara el libro.

Hoy que ya no está, en casa esas señales nos salen al encuentro por todas partes. En el momento menos esperado, uno se topa con un libro donde hay alguna marca. Casi siempre lo que está escrito ahí nos da respuesta o alivio, hace más llevadera su ausencia. Cada uno de los “Inventarios” tomó muchos años (toda una vida, me atrevería a decir) de lecturas, estudio, reflexión. Algunos, la mayoría, los escribía de una tirada bajo una presión que solo puedo calificar de inexorable. Sus párrafos se nutrieron de innumerables lecturas, viajes, conversaciones, recuerdos, polémicas, vivencias, pero sobre todo, de su total y absoluto amor por las letras.

La existencia de “Inventario” sería impensable sin conocer algunos rasgos de su biografía. Al igual que él, todos somos resultado de fuerzas incomprensibles que se encuentran, chocan, se destruyen y reacomodan; de triunfos y tragedias; de contradicciones y caminos que nadie podría adivinar. Indispensable para él como poeta y narrador fue la enorme habilidad musical de su padre (tocaba todos los instrumentos), del que heredó, además, un profundo sentido del honor. La cadencia de los relatos que, desde los primeros meses de vida, le narraba su abuela fueron determinantes en su vocación. La amorosa presencia de Carmen, su madre; el apoyo incondicional que le dimos en casa. A esto hay que añadir un rasgo fundamental de su personalidad: una timidez que se vio obligado a superar con mucho esfuerzo. Para él lo más importante no era el autor sino la obra. Constante estudioso de los clásicos, mi padre sabía bien que la vida se esfuma, las horas no esperan a nadie, todo se acaba: “Me voy como llegué, no perdí el tiempo”.