sábado, 17 de junio de 2017

La mirada surtidora

17/Junio/2017
Laberinto
Claudia Hernández de Valle–Arizpe

Hablar de la poesía de Elva Macías es hablar de un recorrido de más de cuatro décadas de escritura que, al cabo de este tiempo, permite acercamientos muy diversos. ¿Cuál elegir? Se imponen los ojos, la mirada como asunto nodal. En su primer libro, Círculo del sueño (1973), ya se advierte una interesante relación entre el que mira y lo mirado, como cuando escribe: “incapaz de ser sin mi pupila/ su mirada”. En el mismo libro, refiriéndose a quien deja huella, apunta: “permaneció en el iris de mis ojos/ y recorrió mis vetas más exhaustas”. Desde Círculo del sueño, la mirada tiene la virtud de contener; funciona como recipiente. Es también sustantivo y sujeto que al momento de contemplar se transforma: “Paseo la mirada por el estanque/ como un pez dorado lo recorro”. En este libro, como en otros de la autora, los ojos parecen ser una parte independiente del resto del cuerpo, como si se despojara de ellos no para olvidar una escena o dejar de verla desde su estado más consciente, sino porque una energía, más allá de la voluntad, decidiera su nuevo sitio: “En el té de jazmín/ dejo mis ojos/ En el tazón que humea/ y se apacigua/ dejo mis ojos de mañana”.

Así como esta relación entre el que mira, lo mirado y el lugar desde donde se observa impregna la poesía de Elva Macías de un aire extraño que incorpora el enigma, otros recursos —varios y muy logrados— son característicos de su trabajo: el cuerpo humano como estancia, el diálogo con vivos y muertos, las figuras del padre y de los hermanos, el lugar de origen, el viaje, la ciudad, el olvido y el mundo de lo pequeño. Lo pequeño se revela en los insectos, en la bisutería, en los botones, en “los minúsculos enseres” y en los “mínimos matices”. “Para ahuyentar de las heridas los insectos”, dice en un verso que evidencia el dolor —sin duda presente en toda su poesía— pero situado lejos de la idea del dolor consecuencia de esa hegemonía de la tristeza que cultivan con facilismo los malos poetas.

Desde Círculo del sueño y hasta Caravanas de riesgo (2014), sus textos observan por igual luz y sombra y no olvidan auscultar el revés del lienzo a sabiendas de que ahí, en la parte trasera, hay una realidad que puede ser asombrosa. Quienes lean sus libros Imagen y semejanza (1982), Lejos de la memoria (1989), Ciudad contra el cielo (1993), Imperiomóvil (2005), comprobarán que hay una personalización del viento y un diálogo con las aves —sea a través del exotismo asiático de las perdices o del canto de los grillos, la presencia de palomas, cigarras, pavorreales— que es inquietante. Sobre su poesía escribió Álvaro Mutis: “Notemos cómo Elva Macías evita la anécdota, lo inmediato, cómo va siempre a la esencia de lo nombrado, cómo sabe iluminar ese lado oscuro y escondido de cada cosa, de cada instante y darle así a lo que ella sabe poblar amorosamente una trascendencia luminosa que nos invita a recorrer esas nuevas sendas nimbados de una dicha que no es la nuestra cotidiana y lábil, sino la que otorgan los dioses por caprichosos designios”.

Junto a dichos temas y recursos que hacen única su voz poética, es notable en sus títulos más nuevos, Jinete en contra (2012) y Caravanas de riesgo, una claridad meridiana y una economía verbal que han hecho su voz cada vez más actual y, si cabe, más moderna. Su palabra se ha vuelto un dardo que no falla, como en el poema “Escorpión”: “Hay tres tipos de escorpiones:/ el primero hace daño a todo mundo,/ el segundo se hace daño a sí mismo,/ el tercero se sublima y se redime. Todos tienen veneno”. 

Y al lado de esa precisión hay una sabiduría que solo la vida y el oficio dan para apropiarse de “la materia oscura”, de los temas que, por duros, alguna vez parecieron imposibles de ser escritos. Aunque la gracia verbal y los giros lingüísticos que rematan con la verdad violenta los textos que comienzan siendo serenos son una constante en toda su obra, vale la pena leer con ojos nuevos sus libros más recientes, en los que abre los mapas que tanto le gustan a la geografía de historias duras, al equilibrio entre épica y lírica, a la adjetivación a cuentagotas de un “jardín superlativo”: el de una poesía en la que el lector reconocerá enseguida a una voz que nunca nombra en vano.

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