sábado, 8 de abril de 2017

La amistad no envejece

8/Abril/2017
El Cultural
Rafael Pérez Gay

Ninguno de nosotros es tan joven
como antes. ¿Y qué?
La amistad no envejece.
W. H. Auden
Sergio González Rodríguez murió de un infarto a los 67 años de edad. Una muerte temprana que lo sorprendió en el mejor momento de su vida, si convenimos en que el reconocimiento trae plenitud, seguridad y lectores. En el laberinto de azares que enredan la existencia, González Rodríguez fue reconocido como el “cronista de la barbarie” por cuatro libros: Huesos en el desierto (Anagrama, 2002), El hombre sin cabeza (Anagrama, 2009), Campo de guerra (Premio Anagrama de Ensayo, 2014) y Los 43 de iguala (Anagrama, 2015). Menos conocida es su obra novelística, una exploración de la oscuridad, de los misterios de la violencia, de los pliegues de las revelaciones nocturnas. Ese estudio de las sombras empezó en el año de 1992 con la publicación de La noche oculta. De esa pasión por las tramas extremas, destaco El vuelo (Random House, 2008), Infecciosa (Random House, 2010) y El artista adolescente que confundía el mundo con un comic (Random House, 2013). Al mismo tiempo, González Rodríguez fue un periodista de diversas densidades y un columnista de raza. El primer momento de esa larga historia ocurrió en El Centauro en el paisaje (Anagrama, 1992) un ensayo de tendencias culturales.
Esa trayectoria le fue reconocida con el Premio Fernando Benítez de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Aquella noche de plenitudes, Sergio me dijo con su premio entre las manos: “Mira, casi cuarenta años después de publicar mi primera nota: más vale paso que dure”.
El joven que fui e hizo sus primeras armas en el periodismo cultural no vislumbró la entrega a Sergio González Rodríguez del mayor reconocimiento del periodismo cultural mexicano. Aún recuerdo cuando González Rodríguez publicaba uno de sus primeros trabajos periodísticos, si no el primero, en la recién fundada revista Nexos: una reseña de dos cuartillas sobre el escritor peruano Manuel Scorza: La tumba del relámpago.
Hoy, desde el futuro, veo al joven González Rodríguez iniciar una trayectoria dedicada a las letras. Desde ese día no dejó de poner en la prensa un artículo semanal. Así cumplió cuarenta años de escribir para revistas, periódicos y suplementos con la fe de un carbonero y la fuerza de un joven eterno.
Nunca sabremos qué magia desatamos con un solo hecho cotidiano. Con aquellas cuartillas talladas a mano, González Rodríguez despertó una vocación. Había sonado el llamado del periodismo. Cuando eso ocurre, les aseguro, no hay retorno. México dejaba atrás la década de los setenta, ese momento oscuro en el cual la corrupción priista y la ineptitud de la clase política hizo estallar en pedazos la estabilidad financiera. Vendría detrás de esos añicos la larga noche de la crisis mexicana.
Al lector obsesivo que González Rodríguez incitó libro tras libro, añadió el aprendizaje de la edición. En esos tiempos, un editor era ante todo un lector y la idea del mercado no dominaba todos los espacios. Su línea admonitoria era ésta: no es posible un escritor sin un lector decidido; nunca la abandonó, santo y seña de su profesión literaria.
Eran los años del suplemento La Cultura en México de la revista Siempre! Un grupo de jóvenes nos incorporamos a la factura de esas páginas que dirigía Carlos Monsiváis. De él aprendimos la voracidad informativa, la audacia editorial y la idea de que el periodismo de cultura es sobre todo intentar esta hazaña: crear un público. Sergio escribió ensayos literarios y columnas de información nueva en el suplemento, le abrió una ventana a esa casa. Recuerdo su ensayo pionero sobre Marshall Berman y su libro clásico: Todo lo sólido se desvanece en el aire. Sergio había descubierto que la imaginación y el rigor no son agua y aceite, al contrario, ambos se difunden en el buen periodismo.
En 1984, un sueño se hacía realidad: el viejo periódico La Jornada. Fernando Benítez era la proa cultural de esa nave. Héctor Aguilar dirigía el suplemento La Jornada Semanal y atrajo a González Rodríguez y a Fernando Solana Olivares como editores. En ese camino, Sergio concibió un sello: investigación documental, claridad en el método expositivo, buena prosa.
El momento culminante de esa fórmula secreta ocurrió en El Centauro en el paisaje, un conjunto de ensayos sobre la cultura finisecular y sus relaciones con las letras, el cine, la pintura y uno de los temas que Sergio investigó e interpretó con las armas de la curiosidad y la inteligencia: la posmodernidad. Dos años antes, en 1988, González Rodríguez publicó un libro en torno del cual un numeroso grupo de lectores empezó a seguirlo: Los bajos fondos. El antro, la bohemia y el café, un estudio cultural sobre encrucijadas del fin de siglo XIX y los misterios de la clandestinidad en los márgenes del siglo XX.
El periodismo mexicano y sus relaciones con el poder cambiaron en los últimos treinta años del siglo XX. Los periodistas que hicieron Proceso y La Jornada encabezaron ese cambio y Fernando Benítez formó parte de esa independencia crítica. En ese tiempo, González Rodríguez se incorporó a la empresa que transformó al periodismo mexicano: el diario Reforma, la casa de Sergio durante más de veinte años. En sus columnas, “Escalera al Cielo”, que compartió con Christopher Domínguez, y “Noche y Día”, puso en marcha la vieja máquina de su juventud: narrar los hechos culturales, difundir las nuevas tendencias en busca de un canon y la propuesta de un gusto. En esas columnas González Rodríguez demostró que las fronteras de los géneros se han desvanecido: el cine, las artes plásticas, el teatro o las letras acuden al llamado de un escritor si el tratamiento no litiga con la libertad imaginativa.
Libro tras libro, Sergio quebró el falso dilema entre periodismo y literatura. Nuestros grandes escritores han sido periodistas de fuste y los grandes periodistas, escritores cultos. Una prueba de esta aventura ocurrió cuando Sergio fue tocado por una pasión perturbadora: la investigación de las muertas de Juárez, umbral y presagio, sombras y llamas del México que nos esperaba en la oscuridad. Ese escritor y ese periodista que se disputaban los sueños de Sergio no se cansaba de decir que la “fronterización” de todo el país con su cauda de violencia e inseguridad empezaba a ocurrir ante nuestros ojos y en los caminos sin ley del mapa mexicano.
Cuando apareció Huesos en el desierto en la editorial Anagrama, la crítica y los lectores reconocieron en ese libro no sólo una completísima investigación sobre el feminicidio de Ciudad Juárez sino, además, una forma de periodismo de voluntad radical. Este libro es el punto de inflexión en la obra de González Rodríguez. A partir de entonces, Sergio le añadió a su método, a esa ansiedad de conocer, posturas políticas, causas, opiniones. No hay periodismo serio sin riesgo; renunciar a la audacia es abandonar la voluntad de saber.
Los jóvenes que Sergio y yo fuimos no previeron que cuarenta años después yo lo despidiera al pie de su féretro. Recordé entonces nuestros veintes, cuando nos comíamos el mundo a puños mientras abrazábamos a la noche en bares de mala y buena muerte. Recuerdo que éramos invulnerables. Conservamos la facultad de la amistad a prueba de balas e intrigas. Les recuerdo que la amistad nunca envejece. Tampoco muere.

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