domingo, 19 de marzo de 2017

Gabriela Mistral: El amor vuela libre en el viento

19/Marzo/2017
Confabulario
Pável Granados

Gabriela Mistral es un personaje que se está desmontando para volver a construirse por completo. Ganó el premio Nobel de Literatura en 1945, el primero después de la Segunda Guerra, aunque su nombre era célebre desde bastante tiempo antes. No sé si la misoginia o la ignorancia nos han entregado una imagen endulzada y agradable de esta escritora frecuentemente despreciada. Cuánta prisa existe en dar un juicio apresurado ante la mayor cantidad de cosas para poder desembarazarse de ellas. Aquel que la inmovilizó dice más o menos: la gran escritora de poemas que no fue dichosa en el amor, que expresó poéticamente su desamor, la mujer que no pudo ser madre y decidió entregar su cariño a la infancia a través de la poesía y la misión educativa… Una imagen que ella odiaba tanto como los críticos que la despreciaban.
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La Asociación de Academias de la Lengua publicó, no hace mucho (2010), antologías de los dos grandes poetas chilenos, Pablo Neruda y la Mistral. Los cuestionamientos sobre la obra de Neruda se han centrado en la incomodidad que suscita que sus Veinte poemas de amor… sean tan populares y en los desacuerdos ideológicos que despiertan sus ideas políticas (al grado de llegar a cuestionar largos periodos creativos). Aunque nunca se ha cuestionado el valor general de su obra. Con la Mistral es completamente distinto, pues se trata de una incomprensión total de su obra y de su personalidad. Una incomprensión que ha cuestionado violentamente la totalidad de su trabajo literario. Con esta edición de la Academia, Gabriela Mistral en verso y prosa, comienza a revelarse la complejidad de su poética y a disipar las inercias críticas. No por completo: todavía hay quienes la consideran una religiosa convencida, mística, plácida.
El mayor prejuicio que la ha seguido es el que dice que su obra es el reflejo fiel de su vida. En 1907, la Mistral había conocido en Elqui a un ferrocarrilero, Romelio Ureta, con el que había tenido un romance. Por entonces, él le dijo que iba a trabajar en las minas del norte para poder reunir dinero para la boda. Poco después de su regreso, la relación terminó y Romelio se fue a un pueblo donde contrajo matrimonio con otra mujer. Dos años más tarde, un amigo le pidió dinero prestado a Ureta; como no tenía esa cantidad, decidió tomarlo de la caja. Se supone que el amigo no pudo pagar la deuda y huyó, así que Romelio se suicidó al ver que no podría reponer el dinero que tomó de su trabajo. Gabriela, quien ya no tenía ninguna relación con el suicida, se enteró por los diarios que Ureta tenía en su cartera una foto de ella. Tres años después, ella comenzó a escribir unos “Sonetos de la muerte” que sólo se decidiría a presentar en un concurso en 1914. Con ellos obtuvo el primer lugar y cierta notoriedad en su país: la profesora rural que escribía unos sonetos inspirados en la muerte de su prometido…
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Sólo que esos poemas no tratan ese tema: es la historia de una mujer que termina de enterrar a su amado y arroja polvo y pétalos sobre su tumba con el deseo de tenerlo exclusivamente para ella. Pero al quedarse sola, canta sus “hermosas venganzas”, pues finalmente él será su posesión. Se trataba de un amado que fue infiel, que decidió dejarla, de pronto, en medio de su felicidad. Cuando ella muera, dice en el segundo soneto, será enterrada con él, y cuando eso ocurra le podrá explicar por qué tuvo que morir tan joven: le revelará que fue ella quien le pidió a Dios que lo matara: “Se detuvo la barca rosa de su vivir”.
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Como se deduce, el amado de los sonetos no se suicidó. Fue, más bien, víctima de la justicia divina. La mujer que le habla a ese muerto tiene poderes sobre la vida y la muerte, tiene injerencia en los designios de Dios, vive aferrada a un rencor que se mantiene vivo hasta en la tumba. La voz poética sólo puede pertenecer a una loca o a una hechicera. Tiene poder o cree tener poder. Pero por alguna razón, en su tiempo sólo se vio a una profesora rural que tuvo un novio suicida, que inspirada en su tragedia tomó a la poesía como un desahogo.
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El jurado le dio el primer lugar a Lucila Godoy Alcayaga, profesora del valle de Elqui. Pero quien habla en esos sonetos es su seudónimo: Gabriela Mistral, eco de Gabriele D’Annunzio, el conocedor de la locura, y de Frédéric Mistral, el poeta provenzal, autor de la Mireya, la joven que exprimió “la fruta ensangrentada del amor”. Un seudónimo: la máscara que, según Oscar Wilde, se necesita para decir la verdad. Pero en este caso, era el personaje creado para mentir, para fingir, para negar. Bajo el nombre de Gabriela Mistral hablan muchas voces: voces de hijas, voces de madres, voces de hechiceras, voces de poetas, las almas sueltas por el viento, la voz antigua de la Biblia… Gabriela Mistral es la voz tensa que contiene las contradicciones, impidiendo que se destruyan entre sí. Una voz que sujeta fuertemente un hato de voces. Una tensión que bien puede desembocar en la locura, ciertamente. Pues existe cierto tono de locura entre su obra; en ocasiones, con la voz de Gabriela Mistral hablan mujeres que no alcanzan a distinguir su realidad, que se les escapa el mundo y cuya mirada se va cubriendo de niebla.
A ella misma, la vida se le fue ocultando detrás de una niebla el día en que Yin-Yin se suicidó, a los 18 años, ingiriendo arsénico: Yin-Yin (Juan Miguel Godoy) era su hijo, pero ella se lo ocultó y por alguna razón siempre le dijo que era adoptivo (o quizás fue un secreto guardado entre los dos). Lo ocultó a todo el mundo. Sólo en 1999, Doris Dana, la acompañante de sus últimos años reveló que el pretendido sobrino se trataba en realidad de su hijo. Existe una carta, breve, con la que él se despidió, con la que anunció su misteriosa decisión: “Querida mamá, creo que mejor hago en abandonar las cosas como están. No he sabido vencer. Espero que en el otro mundo exista más felicidad; cariñosamente Yin-Yin”. Gabriela sufrió un colapso al enterarse de su muerte: al día siguiente, se levantó en el hospital. “¿Quién era la mujer que gritaba anoche?”, le preguntó a la enfermera. “Era usted”.
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Acerca de si se debe de atender el llamado del amor
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Como se sabe, el amor no puede ser evadido; si se le evade, se va, pero regresa para hacer sufrir terribles dolores, pues suele ser vengativo. Hipólito, hace muchos siglos, ya se sabe… su indiferencia al amor, el suicidio de Fedra, su madrastra, y Afrodita, la terrible diosa aleccionando con la muerte a los que se niegan a dar su respectivo sacrificio por ella. Todo eso son las enseñanzas de la literatura en torno a su poderío. Es demandante, caprichoso, inconstante, puede irse y volar –revolotear más bien: en realidad, el amor no tiene grandes vuelos, se cansa rápido, tiene que volver a alimentarse de la persona que lo ha recibido. Mientras bebe sangre es valiente y todopoderoso. Y se arriesga. Pero no puede alejarse demasiado. Es una sombra peligrosa. No habrá terreno que se pise sin pisar el amor, en realidad. Ninguna teoría está completa sin esta variable. Puede tomar las formas más monstruosas. Aunque, hasta aquí, venía figurándomelo como un pequeño mosco incómodo… un zumbido constante y una molestia ciertamente cambiante. Como adopta muchos modos, difícilmente se le puede huir. O cazar. De todas formas, ya regresará a hacerle comer todas sus palabras al que lo niegue. O al que lo acepte. También es inútil apresarlo, pues se deshace entre las manos, por más que se le quiera retener. Si ha decidido irse, se irá. Tiene la última palabra. Y por esa precisa causa, puede volver sin anunciarse. En realidad, somos sus objetos. Si hablamos de él, es porque queremos conocerlo y saber cómo es aquel que mueve nuestras manos, que nos obliga a ir cuando debemos de ir, a callar cuando debemos de callar. Ah, siempre el método indirecto con él. Esperando que aparezca para que lo podamos contemplar. No aparecerá. No de la forma que queremos. Siempre sorprenderá. Por más previsible que sea.
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Diré ahora, pero no con mis palabras, lo que es. Son las palabras de Gabriela Mistral. Pues es que ella lo tomó de una manera un tanto ambigua. Fíjense ustedes: esta mujer sale de su casa un día, baja a la cañada, se atraviesa con el amor y, al volver, no reconoce nada, ni nada la reconoce a ella. Apenas en la mañana había visto ese camino y no lo reconoce. Y mañana, al despertar, va a ser llamada por su nombre, y no lo va creer. Cuando se percate de que es ella a quien sorprendió la dicha, va llorar. Todo es nuevo, porque el amor le ha hecho olvidar toda la vida. Es que la persona que le ha dicho que la ama y que pasará toda la vida con ella, le dio la felicidad de forma tan repentina, como una puñalada. Si no se está preparado para la dicha, puede no soportarse. Ahora escuchen este otro ejemplo: dice la escritora que el amor vuela libre en el viento, que puede usar una voz tímida lo mismo que una voz imperativa, que tiene fuerza para hendir el hielo del glaciar, tú no le puedes oponer una excusa. Se le tiene que escuchar y se le tiene que hospedar. Y aunque mienta, se le tiene que creer. Y se le sigue aunque se tenga la seguridad de que es una ruta que lleva a la muerte.
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Todo esto palpita con fuerza dentro del poema… Desafortunadamente, no llega hasta el rostro de la poeta, inconmovible. Este sentimiento intenta salir de ella, pero choca contra sus propias paredes y se desploma. ¿Es que es más fuerte ella que el amor? Porque han llegado hasta nosotros dos versiones distintas de lo mismo: una escritora ajena a ese llamado y una obra literaria que se ha quemado en el amor hasta el grado de reducirse al silencio antes que volver a tocar ese tema… No es más que una simple pregunta concreta: si se puede explicar lo que en realidad pasaba con esta escritora llena de fuerza y de debilidad. Hasta ahora no; la crítica acerca de la Mistral ha seguido con mucha seguridad y por mucho tiempo en un camino que ha debido de desandar. Volver atrás y comenzar de nuevo. Los presupuestos para hablar de ella eran falsos, lo que significa que no ha sido comprendida, pero no que haya sido incomprendida. Es sólo que hay muy poco en ella de lo que los críticos han supuesto que hay. Han contado una historia en esencia falsa, aunque no exenta de cierto encanto: una joven profesora que fue incapaz de entregarse a un hombre, que fue siempre insatisfecha en el amor. Así es que luego de algunas relaciones fracasadas, decidió mantenerse lejos del amor. Exactamente lo contrario de lo que sugería en sus poemas, cuando afirmaba que no se le puede huir al amor.
El día en que se premió sus “Sonetos a la muerte”, en Santiago de Chile, la Mistral acudió sin que nadie supiera que se trataba de la ganadora. Se sentó anónimamente, entre el público. Si estaba allí no era porque quisiera recibir nada, ni porque deseara ver lo que se opinaba de su trabajo. Ella confesó otra cosa: que iba sólo a ver en persona a uno de los jurados, el poeta Manuel Magallanes Moure, con quien había comenzado desde poco tiempo antes una intensa correspondencia. Magallanes: poeta, casado, refinado, hombre imposible, distante. Ah, y un aspecto importante que señala Volodia Teitelboim, en su biografía de la escritora: un alma “no viril” (lo que quizá encubre la homosexualidad de algunos enamorados). Los aspectos de la personalidad de los hombres con los que se relacionó. El interlocutor perfecto con el que se podría mantener un intercambio epistolar abundante en papel y escaso en resultados. De 1914 a 1922, cientos de cartas entre ellos y ni un solo encuentro; una relación que duró ocho años, de la que se conservan 38 cartas, pero de la cual no es posible decir mucho: todo serían palabras obsesivas para caracterizar a la Mistral, para delinear su violencia psicológica y para ver cómo juega con la entrega sin realizarla jamás. Nueve años de hablar de amor y de entretenerse con la posposición. Bueno, con cierta interrupción, pues durante un tiempo la Mistral fue enviada al sur del país a intentar la “chilenización” de la ciudad de Punta Arenas. A su regreso, volvió a buscar a Manuel, sólo para decirle: regresé pura, tú no fuiste capaz de esperarme con la misma nobleza, mírame para que envejezcas… Con sus reproches, Gabriela intentaba que Magallanes le dijera que la quería, pero parece que en el alma del interlocutor crecía la idea de no dejar todo por ella. Así que esta relación se convirtió en una guerra de destrucción psicológica. La Mistral, en una de sus últimas cartas, le reprocha la manera en que trató su amor durante ocho años: ¿Crees que tu alma es de las mejores, cuando has tirado mi amor, mi vida, como un trapo miserable? Pudo haber un encuentro, una cita en un hotel, pero quien decidió no acudir fue ella. En 1922, ella fue invitada a México por José Vasconcelos. Manuel Magallanes murió dos años más tarde. Hubo otro caso parecido, otro amado refinado y de “maneras femeniles”, Alfredo Videla, con quien se escribió entre 1905 y 1906. Con él ocurrió lo mismo: que no quiso acudir a la única cita y le sugirió encontrarse mejor en el teatro o en el parque pero no en el hotel. Éste es el estilo de los críticos que se han enfrentado a estas situaciones incómodas, en las que la Mistral prefirió mantener su pureza: “No cabe duda que Alfredo intentó seducirla, y si no logró su objetivo, fue porque se estrelló con la fortaleza moral de la joven maestra rural” (Sergio Fernández Larraín).
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Acerca de la pureza, quisiera decir unas palabras, pues me imagino que la Mistral se refiere a lo que antes se le llamaba de esta manera y que no era más que la impureza de la castidad impuesta por la moralidad. Pero ni en ese terreno la imagino constante, pues fue acompañada al Sur por una joven escultora, Laura Rodig, poseedora de los secretos de la escritora, quizá su amante, a la que llevó después a México y a Europa. Y luego, la relación escondida con Doris Dana, a la que conoció en 1948, ya con la celebridad del Nobel y con el peso del suicidio de Yin-Yin. El amor que la acompañó hasta el final. Doris Dana, que a la muerte de Gabriela se refugió en su casa, cuidó la biblioteca de la escritora, sus inéditos, sus cartas, su legado, y que al morir ella, fue a dar a la Biblioteca Nacional de Chile. La historia de sus mujeres, soterrada, apenas se comienza a contar. Una historia que por otra parte, negó la propia Mistral. Y ciertamente, también Doris Dana, hasta el final, furiosa por cualquier sugerencia de un “amor” entre ellas. Dos mujeres que negaron el nombre de su amor, constantemente. Sólo para que en Chile se editaran en 2009 las cartas entre ellas, las cuales destruyeron de inmediato el duro caparazón que tan cuidadosamente habían construido para preservar su amor, y para –de pronto– enfrentarlas a un mundo nuevo que no las mira con extrañeza. No deja de tener su encanto que nuestras miradas se encuentren con las de ellas. El azoro de ellas confrontado con nuestra admiración.
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La extranjera
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 Aún me falta algo que decir para terminar de delinear a Gabriela Mistral. No quedaría esbozado un retrato más o menos entero sin su personalidad pública, la cual parece más fácil de dibujar que sus precipicios interiores. Pero desafortunadamente tampoco es sencillo, pues básicamente su vida social dependió de negar su sexualidad, de que los demás tuvieran de ella una percepción enigmática. La mujer alta e imponente, de ojos verdes, que, con sus grandes faldas, parecía una montaña impasible. Caminando por las calles de los pueblos con una verticalidad inapelable. Por más que ella se sintiera vulnerable. Aunque no sabría decir si esa forma exterior era una forma de su vulnerabilidad. Pero de nuevo: esa existencia pública comenzó con el premio ganado en 1914. De ahí en adelante los chilenos la tomaron en cuenta; no importa que la hayan tomado en cuenta para despreciarla y ocultarla, de todas maneras ésa ya es una forma de existir. Ya desde antes, en la Escuela Normal de La Serena, en donde había trabajado desde 1905, se le humilló, reprobándola en el momento de presentar sus exámenes. Un profesor de Religión encabezó una conspiración ya que consideraba nocivas las ideas de la Mistral en torno a la educación de la mujer, su pensamiento anticlerical y el extraño uso de la palabra “socialismo” en los artículos periodísticos que ya por entonces publicaba. También desde entonces, las autoridades educativas con las que debía de tratar le recriminaban que le quitara tiempo a sus actividades docentes para dedicarlo a escribir poemas.
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Ya con el oro de la Flor de Oro que ganó los Juegos Florales 1914, fue enviada a Magallanes a dirigir una escuela. Pero pronto se dio cuenta que ese oro no era “suficientemente aurífero” y que los habitantes del extremo sur la miraban con desconfianza, que no soportaban su manera de fumar ni los “vocablos tremendos en boca de dama” que la caracterizaban. Ahí comenzó a escribir artículos denunciando la desigualdad social de la región y el drama del trabajo estacionario que hacía que los trabajadores tuvieran nueve meses de desempleo. Sus preocupaciones no estaban desencaminadas pues por la época en que se encontraba ella en el sur ocurrió la matanza de obreros en Puerto Natales (enero de 1919). Una represión que se desató luego de que los obreros de un frigorífico pidieran mejores condiciones de trabajo, y por la que resultaron cuatro trabajadores muertos y treinta heridos. Tuvo gestos con la población de Magallanes que le fueron tomados como una “burla” a su situación, ocultó a un anarcosindicalista perseguido por la policía en el liceo que dirigía. Años después le confesaría al periodista hondureño Rafael Heliodoro Valle: “La clase dentro de la cual me siento, aquella de la que espero más y a la que amo de corazón, es la clase obrera”. No debe olvidarse el compromiso político de la autora: por entonces también escribió un texto titulado “Los derechos de los niños”, que el comunista peruano José Carlos Mariátegui publicó en su revista Amauta (febrero de 1928), un texto de compromiso inmediato, pues Gabriela opinaba que con los niños no se puede usar la palabra “mañana”: el niño se llama Ahora.
En marzo de 1920 fue trasladada a Temuco, en el Centro del país, la ciudad en donde un joven poeta, Pablo Neruda, se acercó a ella para pedirle opinión acerca de sus poemas. Él se sentó frente a ella, en su oficina, mientras leía los textos; luego, ella lo vería con entusiasmo y le recomendaría que siguiera escribiendo y que leyera a los novelistas rusos. Tiempo después, Neruda la recordaría: “En su rostro tostado en que la sangre india predominaba como en un bello cántaro araucano, sus dientes blanquísimos se mostraban en una sonrisa plena y generosa que iluminaba la habitación”.
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Gabriela Mistral vino a México en 1922. Ante el extrañamiento de los mexicanos y los chilenos. El extrañamiento de los chilenos se debía a la larga historia de desprecio que se le tuvo en su propio país. Ya una adversaria en el proceso para dirigir el Liceo Número Seis de Niñas, en Santiago, le había escrito: “No abuse de su gloria”. Y la Mistral había respondido: “No la tengo, mi distinguida compañera. Si la tuviera no se me negaría el derecho a vivir, porque una gloria literaria es tan digna de la consideración de mi país como una gloria pedagógica, y los pueblos cultos saben estimarla como un valor real y saben defender a quien la tiene del hambre y del destierro”. Pero estaba a punto de darse cuenta de que su propio gobierno iba a desconocer esa gloria, pues cuando le llegó la invitación de José Vasconcelos para viajar a México, el Congreso le negó dinero para ayudarla en los gastos del viaje, por más que Luis Emilio Recabarren, el sindicalista chileno, pidiera que la escritora recibiera ayuda económica. Pero Vasconcelos cargó con los gastos de viaje y le asignó sueldo a la escritora, así como a Laura Rodig, su acompañante.
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Fue recibida con grandes honores; Vasconcelos, convencido de su inteligencia, pidió que se le dejara ver todo, que diera su opinión de todos los asuntos educativos de México. Por entonces, Vasconcelos viajó a Chile y, ahí, un ex Presidente le preguntó: “¿Para qué invitaron ustedes a la Mistral habiendo aquí tantas mujeres más interesantes que ella?” Desde su llegada a México se interesó en la educación de las mujeres y fundó escuelas rurales inspirada en las ideas educativas de Tagore y Tolstoi. Gabriela siguió el proyecto de Vasconcelos, a quien describía como un “mal orador, hombre de estudio honesto y opaco, lo menos tropical de este mundo en la conversación…” Tenía por él una admiración inteligente, que le permitió hacerle críticas puntuales a su desempeño político, con la sinceridad que por otra parte él le había pedido. La fuerza del pensamiento de la Mistral se puede sentir en estas pocas líneas que extraigo de una carta que le mandó a Vasconcelos: “Tengo la honra de no haberlo adulado jamás. Debiéndole, como le debo, los años de sosiego en México, mi gratitud no me venda los ojos para contemplarle en toda su reciedumbre de intelectual y en toda su fragilidad de seudo líder. En lo primero es un bronce insigne, en lo segundo, un embeleco. Y Ud. se menoscaba al consentirse el embeleco”.
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No dejó en México ninguna semilla poética, quizá porque en los dos años que permaneció en el país prefirió viajar por el campo que permanecer en la ciudad y conocer de primera mano los problemas de la educación. Viajó en tren y en camiones de la Secretaría por Hidalgo, Morelos, Puebla, Guerrero, Michoacán, Oaxaca, Jalisco, Querétaro y Veracruz… En cada uno de estos sitios dio conferencias, habló con los profesores sobre el sentido de las clases, sobre el material de enseñanza, sobre el uso de las bibliotecas y el aprendizaje de la Historia y la Geografía. Como en Chile, al margen de su trabajo, destinaba tiempo para la poesía. Escribió sobre la artesanía indígena, las montañas mexicanas y el paisaje. Uno de sus descubrimientos literarios en México fue sor Juana Inés de la Cruz, a quien se refirió en varias ocasiones –una de las primeras lectoras modernas de la monja.
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Vasconcelos decidió inaugurar la Escuela Gabriela Mistral para mujeres, en Sadi Carnot 63, en la colonia San Rafael. Para apoyar las clases, se le pidió a la escritora que compilara un libro que apareció con el título Lecturas para mujeres (Secretaría de Educación Pública, 1924) en un tiraje de 20 mil ejemplares. Era una serie de textos fundamentalmente literarios de autores americanos y europeos. Pero tantos honores y homenajes despertaron comentarios xenofóbicos contra su trabajo pedagógico. Las personas que la rodeaban intentaron evitar que ella se enterara, pero finalmente, lo supo. Apenas escuchó esos comentarios, decidió dejar México, pero no sin escribir el prólogo a sus Lecturas para mujeres. Como una especie de venganza, o una muestra de su rencor, no firmó el prólogo, sólo lo tituló: “Palabras de la extranjera”. Para que se supiera que se trataba de una extranjera, sin tierra, como a partir de entonces lo sería, una extranjera en el país de la ausencia: “Nombre suyo, nombre, nunca se lo oí, y en ese país sin nombre me voy a morir”. La niebla distante, la que se ve en la altura de las montañas, la niebla que de pronto pasa como trapos rotos, comenzaba a cercarla. Al final, la envolvió completamente, se convirtió en su país, la niebla formada de incertidumbre: “Desde que soy criatura vagabunda, desterrada voluntaria, parece que no escribo sino en medio de un vaho de fantasmas”.
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Cuando se hizo la primera edición de su poesía en francés, Paul Valéry escribió un prólogo que la autora rechazó por no sentirse comprendida. El mismo valor debió de tenerlo la Asociación de Academias de la Lengua, que debería de haber rechazado el terrible prólogo de Gonzalo Rojas en la edición que ahora circula de la obra de la Mistral, que comienza: “¡Si sabremos Gabriela y yo de la maleza venenosa del chismerío y del rencor!” Yo quisiera seguir diciendo más sobre la Mistral, pues apenas estoy abriendo la cáscara del asunto. Pero lo mejor sería para cualquier lector, atender el trabajo de crítica y descubrimiento de documentos que encabeza Pedro Pablo Zegers en el Archivo del Escritor de la Biblioteca Nacional de Chile, en donde se resguardan los textos que pronto dejarán de ser inéditos.

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