domingo, 20 de noviembre de 2016

Ramón López Velarde y Efrén Rebolledo: cien años de La sangre devota y Caro victrix

20/Noviembre/2016
Jornada Semanal
Evodio Escalante

I

Tres acontecimientos poéticos tuvieron lugar en nuestro país en 1916. Primero, la publicación de Poetas nuevos de México, la excelente antología que editó Genaro Estrada; segundo, la aparición de los atrevidos sonetos eróticos que conforman Caro victrix, del parnasiano Efrén Rebolledo, y tercero, la de La sangre devota, el primer libro del joven poeta zacatecano Ramón López Velarde. Acerca de la notable antología de Estrada, certera por los autores que recopila y todavía más por el ramillete de opiniones críticas que reúne en torno a los mismos, me parece lamentable que ninguna editorial del Estado ni de la iniciativa privada se haya preocupado por hacer una nueva edición que la dé a conocer a los lectores de subsecuentes generaciones, máxime si se considera que esta antología fijó la pauta de todas las que habrían de venir. En lo que respecta a Rebolledo y López Velarde, lo que me llama la atención es que los poetas se ubican en posiciones antitéticas. Mientras el diplomático Rebolledo se deleita retratando en sus sonetos escenas de alta temperatura erótica, con menciones explícitas al lesbianismo, al vampirismo, a la erección, a la humedad de la rosa sexual, a la fellatio, el cunnilingus y otras linduras por el estilo, Ramón López Velarde adopta la estrategia del recato y la contención “bien portada”. La sangre devotacumple lo que ofrece. Más allá de la evocación de la provincia y del elogio de las virtudes pueblerinas, al cobijo de la religiosidad ambiente, el libro puede leerse como el recuento de la vida de un poeta en formación, desde los primeros escarceos en el Seminario de provincia, hasta las tentaciones que ofrece la vida adulta en la capital del país.
Tan quiere dar el poeta la impresión de un “alma devota” que refrena los impulsos carnales, que en más de dos ocasiones se da el lujo de expresar su rechazo al amor de las prostitutas, esas mercenarias de la ciudad. A Fuensanta, primer gran amor de su vida, le dice que prefiere la frescura de sus manos al amor aventurero de las “azafatas súbitas de la carne”; en otro poema de La sangre devota, después de decirle: “Tú fuiste, Amada, mi primer amor/ y serás el postrero”, aunque no deja de reconocer que “el alma atónita se queda/ con las venustidades tentadoras”, finalmente le asegura que “quiere mejor santificar las horas/ quedándose a dormir en la almohada” de sus brazos de seda...
En “A la gracia primitiva de las aldeanas”, uno de los poemas emblemáticos del libro, se refiere a las muchachas pueblerinas como verdaderos “vasos de devoción”, y como “arcas piadosas/ en que el amor jamás se contamina”. Aunque confiesa tener hambre y sed de amor, de inmediato asegura que siempre se ha negado “a satisfacerlas en los turbadores/ gozos de ciudades –flores de pecado–.” La tajante declaratoria con la que se cierra el texto no deja lugar a dudas: “Mi hambre de amores y mi sed de ensueño/ que se satisfagan en el ignorado/ grupo de doncellas de un lugar pequeño.”
Los poemas iniciales de La sangre devota pertenecen a la experiencia temprana del autor: rememoran el Seminario y algún amor platónico a una joven novicia. Algunos de ellos postulan una suerte de regresión: el autor quiere volver a la castidad de la infancia. Anhela ser una casta pequeñez. Evoca esos domingos en que las mozas, con “el Lavalle en las manos”, se dirigían a toda prisa a escuchar misa a la iglesia. Luego viene la adolescencia. En “Mi prima Águeda” el autor es ya un rapaz que conoce “la o por lo redondo” y que, ante el luto ceremonioso de la joven, experimenta “calosfríos ignotos”. Mucho se ha dicho que este poema está escrito a la sombra de Francis Jammes. Habría que precisar que López Velarde, que no leía francés, quedó impactado por la traducción que hiciera González Martínez. La persistente rima asonante en o-o que gobierna todo el poema se inspira de modo directo en la traducción un tanto “lugoniana” que hiciera el poeta de “Tuércele el cuello al cisne” y no tanto en la dicción más bien opaca del mismo Jammes.
No dejan de aparecer, aquí y allá, rasgos decadentistas. A la obsesiva Fuensanta no duda en declararle: “Por ti el estar enfermo es estar sano.” En otro texto asegura que su vida está “enferma de fastidio” y que lleva con él una “tristeza crónica”. A una mujer, cuyo nombre desconocemos, le agradece que embalsame con rosas “la cabecera de un convaleciente”. Su entrega incondicional a Fuensanta, por cierto, no está exenta de algún leve toque baudelaireano vinculado al sadomaso-quismo, por eso quiere que su corazón se convierta en los pedales del piano para que ella pueda… aplastarlo con sus extremidades. La primera cuarteta de “Para tus pies” no me deja mentir:

Hoy te contemplo en el piano, señora mía, Fuensanta,
las manos sobre las teclas, en los pedales la planta,
y ambiciona santamente la dicha de los pedales
mi corazón, por estar bajo tus pies ideales.

Algunos de los poemas finales no están inspirados en Fuensanta sino en su segundo y definitivo “amor imposible”: la guapa y letrada Margarita Quijano, a quien conoce ya en la capital del país a donde el poeta se ha trasladado a partir de 1914. Cuando menos uno de los poemas, “Boca flexible y ávida”, lo inspira este nuevo romance que no deja de atormentarlo. En franco contraste con Rebolledo, quien en el primero de los sonetos de Caro victrix describe con todas sus letras un acto carnal consumado, como vemos en “Posesión”:

Se nublaron los cielos de tus ojos,
y como una paloma agonizante,
abatiste en mi pecho tu semblante
que tiñó el rosicler de los sonrojos.

Jardín de nardos y de mirtos rojos
era tu seno mórbido y fragante,
y al sucumbir, abriste palpitante
la puerta de marfil de tus hinojos.

Me diste generosa tus ardientes
labios, tu aguda lengua que cual fino
dardo vibraba en medio de tus dientes.

Y dócil, mustia, como débil hoja
que gime cuando pasa el torbellino
gemiste de delicia y de congoja.

El poeta zacatecano, quien se asume como un agonizante deseoso de decir “amén”, se limita a contemplar a su nueva amada en el momento de comulgar en los oficios religiosos:

Cumplo a mediodía
con el buen precepto de oír misa entera
los domingos; y a estas misas cenitales
concurres tú, agudo perfil; cabellera
tormentosa, nuca morena, ojos fijos;
boca flexible, ávida de lo concienzudo,
hecha para dar los besos prolijos
y articular la sílaba lenta
de un minucioso idilio, y también
para persuadir a un agonizante
a que diga amén.

Aunque reconoce en seguida que esta mujer es “un peligro/ armonioso para mi filosofía petulante”, la sangre no llega al río. Lo que el “amén” consuma no es un acto carnal sino el final de un largo padecer. Donde Efrén Rebolledo se entrega de plano a lujuriosos deleites, se diría que López Velarde prefiere ganar una medalla por su buena conducta.

II

La crítica mexicana aclama La sangre devota por unanimidad. Se trata de una suerte de consagración instantánea. Genaro Estrada lo incluye en su antología de Poetas nuevos de México y ahí recoge algunas de las opiniones de los críticos más influyentes. Antonio Castro Leal le endosa cuatro adjetivos en escalera: sería a la vez sentimental, provinciano, cristiano y silencioso. Afirma Castro Leal: “Este poeta es, por una parte, un poeta profundamente sentimental que no ha olvidado el país en que nació, ni las muchachas de su tierra, ni la Virgen de su parroquia, ni la plaza de su ciudad; y su libro es humilde, sencillo, pintoresco, y su arte firme, diáfano, risueño.” Agrega ahí mismo: “Como es un amante poeta de provincia, es un poeta cristiano. Los cosmopolitas tienen ideas demasiado generales sobre la religión: hay que haber visto desde pequeño su parroquia para tener esa fe suave y legendaria, esa unción inconsciente y cordial.”
Aunque hasta aquí todo parece miel sobre hojuelas, Castro Leal no deja de deslizar esta observación que algo tiene de inquietante: “Este poeta es, por otra parte, un poco extraño y empieza a mostrar un arte paulatinamente oscuro y difícil.”
Estrada recoge también un párrafo de Jesús Villalpando. Este crítico observa “ciertos desfallecimientos de estilo” en López Velarde, pero los juzga sinceros y ajustados a su personalidad. Se atreve a decir que son “intencionales”, lo que no es poca cosa. “A pesar de estas deficiencias, su forma se oye noble y suavemente rítmica, a causa de que el poeta posee un arma formidable para triunfar en ese duelo a muerte, que siempre ha existido, entre el pensamiento y la forma: el manejo del adjetivo como alma del estilo.”
Por si esto no bastara, en una breve nota que publica ese mismo año en la revista La nave, Julio Torri, del círculo del Ateneo de la Juventud, atreve una suerte de profecía que además habrá de cumplirse. Asevera: “López Velarde es nuestro poeta de mañana, como lo es González Martínez de hoy, y como lo fue de ayer, Manuel José Othón.”
Mi hipótesis es que para obtener este reconocimiento López Velarde tuvo que hacerle un poco a la “mosca muerta”. Creo que es posible imaginar las tremendas presiones a que estuvo sometido este “fuereño”, este bardo de la provincia sin mayores recursos que buscaba ser aceptado por las eminencias de la capital. El rebelde que había en él tenía que disfrazarse para avanzar enmascarado como alguna vez lo había hecho el filósofo René Descartes.
Si uno revisa algunos de los artículos que el entonces desconocido López Velarde había publicado en provincia antes de venirse a vivir a Ciudad de México, encontrará una veta crítica de enorme vigor. Al gran José Juan Tablada, en un artículo que firma con el pseudónimo de Esteban Marcel, lo llega a llamar despectivamente “Tablón”. Admira al poeta González Martínez pero se inconforma cuando éste acepta ingresar a la Academia Mexicana de la Lengua: “Yo tengo una alta opinión de González Martínez y me duele mirarlo junto a los cachivaches del tiempo ancho.” Le parece una incongruencia que un cuerpo tradicional (conformado por vejestorios) admita en su seno a uno de los poetas nuevos. Añade un dictumtremendo pero cierto: “las Academias son conservadoras”. “Darío, Villaespesa, Nervo y Rosado Vega valen más que el envarado criterio académico.” En suma, irreverente y burlón, al López Velarde de provincia los académicos le parecen un aquelarre. Una asamblea de supersticiosos.
En otro artículo en que aborda la poesía de Amado Nervo –aquí sí, firmado con su nombre– la emprende contra las “nulidades que saben gramática”. Reprueba tanto a los “versificadores gafos” como a los “señores que se emperifollan a la academia”.
Para triunfar en la capital López Velarde tenía que ocultar estos posicionamientos críticos. Así lo hizo puntualmente, y obedeciendo esta tónica compuso su primer gran libro, La sangre devota.
¿Toda La sangre devota se somete a un ardid camaleónico? Me parece que no. Observo que hay en el libro, excepción significativa, un cuasi-soneto que se coloca en una tesitura muy diferente. Se trata de “Noches de hotel”, un texto que ha pasado hasta donde sé inadvertido por la crítica y que por su toque sórdido y desencantado, ayuno a la vez de los artificios de la belleza, se parece mucho a lo que por ese entonces estaba escribiendo ts. Eliot. No tengo espacio para detenerme en él. Sólo adelanto que en este poema López Velarde se despide de la familia y del supuesto provinciano que es en términos que me parecen bastante elocuentes:

Lejos quedó el terruño, la familia distante,
y en la hora gris del éxodo medita el caminante
que hay jornadas luctuosas y alegres en el mundo:

Que van pasando juntos por el sórdido hotel
con el cosmopolita dolor del moribundo
los alocados lances de la luna de miel.

Estoy convencido de que en el cosmopolita dolor del moribundo –verso que sintetiza la compleja situación anímica del poeta– se anticipa el rebelde anti-académico que habría de publicar apenas tres años más tarde, también en la capital del país, el libro que le daría la inmortalidad: Zozobra 

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