domingo, 18 de septiembre de 2016

Inés Arredondo Una musa para enamorarse

18/Septiembre/2016
Confabulario
Huberto Batis

Inés Arredondo se llamaba Inés Camelo Arredondo, pero tomó el apellido de su madre por el gran amor que le tenía a su abuelo materno, don Francisco Arredondo, administrador de los huertos y sembradíos de caña de azúcar de la familia Redo, aristócratas de Madrid y de la Ciudad de México. Su papá era médico y tenía junto a su casa una clínica-hospital, en la que su mamá le ayudaba a administrar. Inés recordaba las maravillas que vivió en esa hacienda. Me contaba que había frutos de todo el mundo porque tenían plantas de Filipinas, de China, de Japón, no se diga de América. Inés era inmensamente feliz en ese lugar que tenía el nombre mítico de Eldorado, la tierra mítica de los conquistadores españoles.
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En Culiacán, Sinaloa, estudió hasta que el abuelo la mandó a Guadalajara, donde cursó la preparatoria. De ahí se vino a la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, primero a la carrera de Filosofía, luego a Teatro, Letras Hispánicas e incluso Biblioteconomía.
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Su primer esposo fue el escritor Tomás Segovia, quien ya se había divorciado de Michlle Alban, con quien tuvo un hijo, Rafael Segovia Alban, en nombre de su hermano el historiador de El Colegio de México. Tomás era un poeta y ensayista, narrador de primera línea. El matrimonio tuvo cuatro hijos, uno nació muerto, José, y vivieron Inés, editora, Ana, filósofa, y el poeta Francisco Segovia Camelo. Tuvieron un trabajo conjunto en la ALALC (Asociación Latinoamericana de Libre Comercio), que había tenido un congreso en México y luego los funcionarios de esas asociación los invitaron a irse con ellos a su sede en Montevideo, Uruguay. Sentían que habían llegado al Polo Sur. Me contaba Inés que el cambio de clima fue tan fuerte que un día, cerca de su casa, los sorprendió un pingüino en la playa.
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La pareja tenía problemas que hicieron crisis con el cambio de país y decidieron divorciarse. Finalmente Tomás se fue a París e Inés se vino a México para instalarse en una privada que estaba en la calle de Puebla, entre Jalapa y Orizaba, donde puso una boutique, “Ayanta”.
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Fue entonces cuando la conocí en una reunión de la Revista Mexicana de Literatura. Me llamó la atención su cabello sobre la frente amplia y su corte a la “príncipe valiente”; me gustaba cómo se le movía. Unos días después de conocernos, Juan García Ponce me pidió que le ayudara a corregir las galeras de La señal, el primer libro de cuentos de Inés, que se publicaría en Ediciones Era. “La señal”, cuento que le da nombre al libro, podríamos decir que era de tipo filosófico-teológico. Era sobre el lavatorio de pies que tienen que hacer los sacerdotes en conmemoración de lo que hizo Cristo al lavárselos a sus discípulos. No sólo lo corregí, también escribí la cuarta de forros. De esa manera empezamos a tratarnos. En Inés me empaté con un cerebro femenino con los mismos antecedentes de estudios y lecturas que los míos. Tenía una inteligencia deslumbrante de la que te enamorabas porque te abría un mundo prodigioso.
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Mi esposa, Estela Muñoz, estaba en París, como Tomás. Mis hijas, Gaby y Ana, se habían quedado conmigo al cuidado de una nana. La lejanía de mi mujer y la libertad que a Inés le había dado el divorcio favoreció que nos enamoráramos y formáramos una relación. Inés no quería destruir mi matrimonio, así se lo dijo a Estela, cuando ella le llamó para ver qué estaba pasando entre nosotros. A pesar de eso Estela decidió separarse de mí. Los trámites fueron largos, duraron más de un año. Luego renté un departamento en un edificio que estaba en la esquina de Leonhard Euler y Mariano Escobedo. Ahí se iba Inés a trabajar su tesis sobre Jorge Cuesta. Nadie la molestaba, ni la sirvienta, ni sus hijos, ni llamadas telefónicas.
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Pronto comenzamos a juntar a nuestros hijos, que más o menos eran de la edad. Nos reuníamos en Navidad, en cumpleaños, nos íbamos de vacaciones. Éramos cinco niños y dos adultos en un coche.
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La señal no se vendió como se esperaba. La Editorial Era no quiso aceptarle el manuscrito de su segundo libro, Río subterráneo. Ahí hay un cuento dedicado a mí sobre una familia de orates que tiene que ver con mi apellido en Culiacán, del cual tomó la inspiración. En cambio Joaquín Diez Canedo sí se lo recibió. Inés era una poderosa cuentista. Siempre me contó que estaba haciendo una novela sobre Hernán Cortés pero nunca me quiso leer un fragmento.
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En 1972 se casó con el doctor Carlos Ruiz, que la ayudó mucho en los últimos años de su vida. Ella sufrió mucho: tenía migrañas y dolores de columna y en el cuello. Él consiguió médicos notables que la operaron varias veces. Le pusieron alambres, varillas y clavos por todas partes. Era insoportable. Tuvo una operación por la parte interior de la columna. Los cirujanos abrieron por delante para sacar los órganos y llegar a la columna. Al final de la operación los acomodaron en su sitio.
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En una ocasión la metieron a un hospital psiquiátrico en Tlalpan, donde ahora está la Universidad Pontificia. Ahí la fui a visitar. No la encontré en su cuarto. Estaba leyendo en el anfiteatro al lado de un cadáver, tranquilamente. Le pregunté qué necesitaba y me dijo: Libros. Quiero que me traigas libros de Akutagawa y de Kobo Abe. Porque ya terminé con los franceses y alemanes.
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Conservo una anécdota que Tomás y yo compartimos con Inés. Un año Nuevo estábamos reunidos en la casa de la calle de Puebla. Yo estaba con los niños chacoteando en la sala, tomando botanas mientras Inés preparaba la cena. De repente tocaron a la ventana. Era Tomás Segovia que acababa de llegar de Francia. Le dije a los niños: “Aquí esta su papá”. Y corrieron a recibirlo. Lo metieron a la casa y yo también lo recibí. Fui a la cocina y le dije a Inés: “Qué maravilla. Acaba de llegar Tomás. Los niños están felices”. Entonces Inés lo corrió de la casa. Los hijos de Inés y mis hijas empezaron a llorar. Y como yo lo defendí me dijo: “Tú también te vas fuera”. Tomás y yo recibimos el Año Nuevo en un cafecito de la colonia Roma.
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Podría decirse que Inés es una escritora “difícil”. Yo la encuentro diáfana.

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