domingo, 1 de mayo de 2016

Paradiso en su laberinto

1/Mayo/2016
Confabulario
Arturo Arango

Paradiso, la gran novela de José Lezama Lima, ha cumplido medio siglo y nadie parece
recordar el nacimiento de una de las obras más fastuosas, desbordadas, complejas, que
se ha escrito en idioma español.

De acuerdo con el colofón de su edición príncipe, sus cuatro mil ejemplares se
terminaron de imprimir el 16 de febrero de 1966, y fue publicada bajo el sello de
Ediciones Unión, con diseño y cubierta de otro gran poeta y pintor cubano, nacido en
Zacatecas: Fayad Jamís. A partir de ese momento, ese enorme cuerpo textual que se
extendía por 617 páginas comenzó a recorrer un intrincado camino cuyos recodos se
extienden hasta hoy.

Según relata Cintio Vitier en la “Nota filológica preliminar” a la edición crítica
preparada para la Colección Archivos de la UNESCO, en 1988, las más de setecientas
erratas que aparecen en el libro de Unión disgustaron profundamente a Lezama. El
manuscrito de Paradiso abarca varios cuadernos, que fueron mecacopiados con poco
rigor para su viaje hasta la imprenta, lugar donde los linotipistas añadieron cuantiosos
errores sin que corrector alguno los advirtiera. Tampoco Lezama.

Julio Cortázar (uno de los primeros en celebrar la novela, en el mismo año 66) y
Carlos Monsiváis se encargaron de cuidar la preciosa edición de Era, aparecida en
México a mediados de 1968, también de cuatro mil ejemplares. En la cubierta, una obra
de René Portocarrero, gran pintor cercano al universo del grupo Orígenes, anticipaba el
universo habanero que el lector encontraría en aquellas páginas que Lezama celebró, en
carta a Monsiváis, por su “impecable edición”. El trabajo realizado, dice el autor de
Muerte de Narciso, “hace posible que se pueda leer Paradiso sin el sobresalto de las
erratas, esos piojos de las palabras, como decía Flaubert”.

Esta edición de Era fue considerada como canónica hasta 1988. Además de
reimprimirse en siete ocasiones, de ella partieron las traducciones al francés, inglés,
italiano, polaco y alemán, y otras dos en español: las de Aguiar, en México, de 1975, y de
Cátedra, Madrid, en 1980 (de nuevo, tomo las informaciones de la “Nota…” de Vitier).
Hasta aquí todo parece ir bien, salvo por un detalle: la edición de Era contiene
más erratas que la de Unión (casi novecientas), según descubrieron Vitier y su equipo
cuando emprendieron el cotejo de los originales contenidos en manuscritos, los
capítulos aparecidos en la revista Orígenes (seis, entre 1949 y 1955), y estas dos
ediciones de 1966 y 1968.

Estos desaguisados no pueden comprenderse sin una aproximación, ya sea
mínima, a la personalidad de Lezama. Obeso, asmático, lector insaciable desde su
niñez, al parecer era menos dado al rigor editorial que a la confianza en sus amigos. En
carta a Didier Coste, traductor al francés de la novela, asegura que las erratas de Era
deben ser pocas, “dado el cuidado con que se hizo”. Antes, dice que la enviada a la
editorial Seuil “está revisada cuidadosamente por mí”, pero luego recuerda que
aconsejó se trabajara a partir de la mexicana, “aunque yo no la he leído, pues la revisión
de la misma me fatigaría”. De acuerdo con el cotejo del equipo a cargo de la edición
crítica de Archivos de la UNESCO, Lezama sólo corrigió, de su puño y letra, 225 erratas
de la edición príncipe cubana.

Pero quizás esto no sea lo más importante. Lezama gozaba de un metabolismo
cultural ilimitado y se sabía, por encima de todo, un fabulador (jamás un académico).
Todo lo leído, lo escuchado, lo visto, se trasmutaba, se adecuaba a su prosa, de manera
que toda cita, toda comilla abierta y cerrada da cuenta de frases, ideas, nombres de los
que su memoria y su imaginación se habían apropiado para readecuarlas, insertarlas,
hacerlas partes de ese cuerpo verbal fabuloso e inatrapable que está no sólo en
Paradiso sino en toda su obra poética y ensayística.

De esa apropiación no se escapaban las leyes gramaticales. No conocí
personalmente a José Lezama Lima, pero he contado con decenas de amigos que
conversaron con él, o conversaron con quienes conversaron con él, y se empeñan en
imitar, con menor o mayor fortuna pero siempre con las mismas pausas, su hablar
sincopado por la falta de aire: síncopas que en su prosa toman la forma de comas.
Parte del trabajo realizado por Cortázar y Monsiváis, al cuidar la edición de Era,
fue normalizar la prosa, limar esos desajustes entre la mecánica gramatical y las piezas
del lenguaje que Lezama hacía encajar a su antojo, guiado por leyes absolutamente
personales que, de ninguna forma, eran ajenas a la cosmovisión que da coherencia a un
corpus dominado por la poesía. Lo más valioso de la labor cumplida por sus amigos
argentino y mexicano fue, de acuerdo con Vitier, la corrección de los nombres propios
citados por Lezama.

Si la vida editorial de Paradiso fue luminosa, y las erratas no impidieron que
fuera reconocida como una obra cumbre, el destino de su autor en Cuba no corrió igual
suerte. Católico en un país cuyo gobierno se proclamaba ateo, homosexual en un
contexto de profunda, raigal homofobia, los ataques de que venía siendo objeto desde
inicios de los 60 (los primeros, salidos del suplemento Lunes de Revolución) se
hicieron más radicales luego de la aparición de esta novela, sobre todo por el
celebérrimo capítulo VIII, en el que Farraluque, personaje “con una cara tristona y
ojerosa, pero con una enorme verga”, va prodigando placeres domingo tras domingo
sin importar edad o sexo de quienes lo reciben.

Condenado a la marginación oficial en medio de los años de mayor
intransigencia ideológica; protegido, en cambio, por la Casa de las Américas (de donde
recibía un salario mensual como investigador), murió el 9 de agosto de 1976 sumido en
el ostracismo, aunque no en el olvido.

Una vez aliviado en Cuba ese período de dogmatizaciones, su figura, su obra, no
tardarían en recibir merecido reconocimiento y cuantiosos homenajes. Lezama fue la
figura cimera de la literatura cubana en los 80.

La presentación del Paradiso de la Editorial Letras Cubanas, en 1991, acto al
que cientos de personas, sobre todo jóvenes, acudieron a comprar ejemplares de la
novela, es reveladora de varios síntomas. Ante todo, que Lezama estaba de moda.
Luego, está la existencia misma de esos lectores potenciales que, al menos, conocían la
importancia del libro y eran atraídos por su fama ambigua (una gran novela que en su
momento fue condenada). Quedaría por conocer cuántos de ellos alcanzaron el párrafo
final y comprendieron el sentido de la voz que dice a José Cemí (nuestro protagonista):
“podemos empezar”. Por último, ese inusual acto multitudinario pudo marcar el
comienzo del declive para el “período Lezama” en la literatura cubana.

A cuarenta años de su muerte, a treinta de los años en que era omnipresente y
todo era atravesado por el humo de su tabaco, cabría preguntarse por qué el silencio
que se extiende hoy sobre esta obra. Al conmemorarse el centenario de Lezama, en
2010, José Manuel Caballero Bonald auguraba: “El autor cubano no pertenece a otra
escuela que a la que él creó y se extinguió con él, una vez cumplida su difícil y
espléndida heterodoxia artística” (http://elpais.com/diario/2010/11/27/babelia/1290820362_850215.html).
En el caso de Lezama, tal vez sea saludable que no cuente con descendientes
literarios, al menos en lo más visible, en lo más superficial. José Soler Puig, otro gran
novelista cubano cuyo centenario se está celebrando, confesaba haber copiado a mano
Paradiso como entrenamiento literario. Esas huellas se pueden rastrear en la que
considero la novela mayor de Soler, El pan dormido, pero digerida en una oralidad
donde el habla popular cubana resplandece desde lo cotidiano. Otros que quisieron
imitarlo sólo alcanzaron a gestar catálogos indigeribles de citas y metáforas.
Paradiso pertenece a la estirpe de obras que hoy van a contracorriente, en un
mundo donde las personas damos cada vez menos tiempo a los libros y más a las
pantallas. ¿Cuántos lectores no académicos encuentran en nuestros días Terra nostra,
de Carlos Fuentes, o Yo, el supremo, de Augusto Roa Bastos, obras magnas que se
sostienen en los juegos, recreaciones e insubordinaciones del idioma? Incluso, novelas
más narrativas, pero que exigen de un lector tan aplicado como activo (Rayuela, de
Cortázar, Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sábado, o Bomarzo, de Manuel Mujica
Laínez), van quedando destinadas a estudiantes de Letras o estudiosos.

Al cabo del tiempo, parece más fácil citar Paradiso que leerlo: un
empobrecimiento que hubiese entristecido más que las erratas al hombre de letras
absoluto que fue José Lezama Lima.

No hay comentarios: