sábado, 9 de mayo de 2015

Rubem Fonseca: Un maestro de la narrativa corta

9/Mayo/2015
Laberinto
Marçal Aquino


Tan pronto como comenzó, en 1963, con Los prisioneros, un impecable conjunto de cuentos, Rubem Fonseca ya fincaba los marcos de su gran arte: la escritura de filo preciso y concisión absoluta, el gusto obsesivo por el detalle, el flirt sutil con lo grotesco, los toques de deliciosa erudición, el humor refinadamente negro y, sobre todo, la capacidad de observar y traducir la realidad en ebullición a su alrededor. Brasil, y en particular Río, habían encontrado un intérprete original que sintetizaba en su prosa contundente las contradicciones de un país al filo de una explosión urbana y de un ciclo de grandes transformaciones.

El segundo libro, El collar del perro, salió dos años después y consolidó la posición de Rubem Fonseca como un renovador del lenguaje, en la medida en que sus creaciones establecían las facciones del moderno cuento urbano brasileño. Uno de los destaques de ese extraordinario conjunto de narrativas es “La fuerza humana”, una inmersión punzante en el universo de los perdedores; un texto con la potencia de un puñetazo, que no tardó en ser reverenciado como un clásico contemporáneo. El cuento que da título al libro también tiene su leyenda: fue la primera incursión del escritor por el terreno de la ficción policial, que vendría a ser una importante línea de fuerza en su obra posterior.

La década de 1970, que fue una época de oro para el cuento en Brasil, con el surgimiento de nuevas voces y grandes libros, también fue un tiempo de excepción y sombras. Y tal vez ningún otro escritor haya asumido un carácter tan emblemático para ese periodo como Fonseca. Al contrario de los que recurrían a la alegoría para dar cuenta del país sitiado por el oscurantismo de una dictadura militar, publica Feliz año nuevo, en 1975, y lanceta el nervio expuesto sin anestesia. En los cuentos de este libro, que se volvió el símbolo del artista contra el autoritarismo, desfila un Brasil pobre, feo, cínico y violento. Son verdaderas actas policiales de la realidad, que flagran el instante exacto en que la brutalidad se convierte en moneda de cambio. Quedan pocos dientes en la boca del hombre cordial y, en su pecho, pulsa un deseo todavía vago y borroso de promover un ajuste de cuentas.

Feliz año nuevo fue prohibido por la censura, arbitrariedad que el escritor impugnó, dando origen a una batalla judicial que se arrastró durante la década siguiente y terminó con la liberación del libro y la condena a la Unión. Aparte de la reconocida maestría literaria de su autor,  Feliz año nuevo continúa fascinando e impresionando por la fuerza y urgencia de sus narrativas, pero también, hoy se sabe, por su terrible sesgo anticipatorio. Es el libro que no se cansa de actualizar todos los días la realidad brasileña. Es la obra de un artista visionario, parece haber sido escrita la semana pasada, alertándonos de que la barbarie, al final, triunfó —noticia que puede ser confirmada en cualquier programa policial vespertino de la televisión.
(Gran Rubem Fonseca: ante la prohibición del libro, la mejor revirada fue escribir otro, el no le toques ya más, que así es El cobrador, de 1979, que penetró todavía más en las incisiones y expuso sin temor las vísceras de lo real, que el Estado tanto odiaba ver mencionadas.)

A partir de la década siguiente, Rubem Fonseca inició un ciclo de novelas de corte policial, dando una preciosa contribución a la tesis de si practicado por un escritor talentoso, cualquier género puede ser elevado a condición de alta literatura. Sin embargo él nunca abandonó el cuento. Lanza periódicamente nuevas colecciones, que reafirman su indiscutible condición de grande de la narrativa corta. Por lo tanto, hablamos de una obra todavía en progreso. Pero, por su grado de excelencia, ya es posible vislumbrar su permanencia y un lugar destacado para Rubem Fonseca entre los mayores creadores de la literatura brasileña de todos los tiempos.

La virtud del resentimiento 

Horacio Castellanos Moya

Fue en mayo de 2012, porque Rubem Fonseca cumplía setenta y siete años.

Lo recuerdo con claridad. También recuerdo el ambiente de espera del agasajado en ese lujoso apartamento frente a la playa de Botafogo, desde cuyo balcón se tenía la impresión de que el Pan de Azúcar y los otros morros de la bahía estaban al alcance de la mano. Éramos pocos: sus tres hijos con sus respectivas parejas, una media docena de sus amigos y un par de infiltrados, entre los que yo me contaba. Dicen que la impresión que causa un hombre no es lo importante, sino lo que se esconde detrás de esa impresión. Vaya uno a saber. Pero Fonseca entró como cualquier parroquiano, en jeans y camiseta, bajo su cachucha de beisbolista, sin ínfulas, como uno de sus personajes, me gustaría decir, pero no llevaba cuchillos y ya no fumaba puros. Yo lo admiraba desde que leí los cuentos de El cobrador, en aquella edición de Bruguera que pronto se desencuadernaba, un libro que me marcó para siempre, y mi admiración creció a medida que fui leyendo sus demás libros. Por eso esa tarde, en esa íntima celebración de su cumpleaños, temí que se me cayera, porque no es bueno conocer a los escritores que uno admira: casi siempre en persona decepcionan, el hedor del ego es más fuerte que la obra. Pero no sucedió así con Fonseca. Y cada vez que vuelvo a sus libros agradezco que el recuerdo del autor no se me interponga. Y cada vez que me harto de leer las flojedades que ahora tanto se publican, regreso a El cobrador, al resentimiento profundo que solo descubrí dentro de mí mismo cuando leí ese cuento. Porque, ¿qué es la literatura que algunos escribimos, si no un ajuste de cuentas, la labor despiadada de un cobrador?


 

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