domingo, 12 de abril de 2015

La fragilidad habitable de Isabel Fraire

11/Abril/2015
Laberinto
Ernesto Lumbreras

En la nota final de una carta fechada en París el 27 de mayo de 1960, Octavio Paz comenta a Tomás Segovia: “Ya había leído cosas de Isabel Fraire, que me impresionaron, en una revista de Monterrey”. La publicación inferida es Khatarsis (1955–1960) donde la evocada autora publicó quince poemas en el número de octubre de 1958. Deduzco que la mención del Premio Nobel tiene que ver, a comentario del destinatario, con la llegada de Fraire a la redacción de la Revista Mexicana de Literatura dirigida en su segunda época (1959–1962) por Segovia. Entre las colaboraciones de la poeta en dicha revista me atrae detenerme, para derivas ulteriores, en un artículo sobre Fernando Pessoa, a propósito de la antología presentada y traducida por Paz, y publicada en 1962 en la colección Poemas y Ensayos de la UNAM. En ese comentario al poeta lusitano y a su poética, desliza en una nota al pie de página un punto de correspondencia entre la obra de Luis Cernuda y la de Pessoa: “Será muy útil estudiar la influencia de la literatura inglesa de discreción y escepticismo, y de cierto prosaísmo al cual se presta especialmente la lengua inglesa, en la obra de estos dos poetas”.

Aplicados en retrospectiva a la obra lírica de Isabel Fraire, esos tres tópicos, discreción, escepticismo y prosaísmo, cobran potestad en su aliento discursivo. Con gracia y liviandad de alambrista su obra entera pone en tensión —es decir, en estado de zozobra y desasosiego— los valores establecidos de la belleza, la moral y lo políticamente correcto. En una cala de arqueología hemerográfica de los años sesenta, ratifico su visibilidad y valoración entre los nuevos poetas del periodo. No hay lugar para dudas respecto del interés de propios y extraños en torno de sus primeros trabajos. En esos poemas aéreos de eléctrica sutileza se está construyendo una “persona poética” de gran calado y versatilidad expresiva. Además de sus apariciones en las dos revistas citadas, Isabel Fraire publica poemas en la Revista de la Universidad de México, en el Corno Emplumado, en la Revista de Bellas Artes y en Correspondencias. En el número 2 de esta última publicación de ¿1967?, dirigida por Homero Aridjis y Moisés Ladrón de Guevara, forma parte de una sección titulada “Cinco poetas mexicanos” al lado de José Carlos Becerra, Francisco Cervantes, Sergio Mondragón y Gabriel Zaid.

Para entonces ya circulaba Poesía y movimiento (1966) y Fraire aparecía también entre las voces del primer apartado, el de los entonces poetas jóvenes, de la antología convertida en canon en las próximas décadas. Sin embargo, desde la óptica crítica de Carlos Monsiváis donde es esencial que el poeta “exprese al siglo y al país dentro del siglo”, los poemas de Isabel Fraire no aparecerán en la Poesía mexicana del siglo XX (1966). Con la desaprobación del tiempo transcurrido —me desentiendo de decir “la historia”— las verdaderas apuestas del autor de Amor perdido, en materia de poesía joven, fueron fallidas a la hora de elegir a Hugo Padilla (1935) y José Antonio Montero (1936), en lugar de otras voces mejor temperadas y propositivas.

Durante buena parte de esta agitada década, la poeta escribió y pulió la mayoría de los poemas que darían cuerpo a su primer libro. Publicado en la prestigiada colección Alacena de la editorial ERA, Solo esta luz apareció en 1969. Entre los poetas de la generación de nacidos en los treinta, solo Aridjis y Becerra habían publicado en dicha colección. El diseño minimalista de Vicente Rojo apostó por una portada de colores ocres y grises: senderos que se entrecruzan y bifurcan sobre una superficie de limo marrón. Con mínimas variantes y reacomodos, los poemas publicados anteriormente en revistas adquieren, en la disposición del volumen, un sentido de la composición que acentúa la voluntad del devenir: del ser al mundo, de lo íntimo al paisaje circundante, de las palabras a las cosas. El diálogo con el epígrafe, traído de un fragmento de “Muerte sin fin” de José Gorostiza, crea una atmósfera húmeda y luminosa que se respira en cada pasaje; microclima verbal que hace posible y viable el encuentro del otro y de lo otro, sin demasiada metafísica; palabras que son carne y pensamiento, sentidos que discurren por una realidad necesitada de sentidos.
En la última sección de Solo esta luz localizo una serie de poemas memorables. El que comienza “la guitarra tenía un sonido ácido” y el titulado “8½” anticipan los tonos y tratamientos discursivos de su siguiente libro, Poemas en el regazo de la muerte (1978), con el que obtuvo el Premio Xavier Villaurrutia, compartiéndolo con Ulalume González de León y Emiliano González. Para entonces, su labor de traductora de poetas ingleses y norteamericanos merecía el reconocimiento de un trabajo ejemplar; sus versiones de Eliot, Pound, Cummings, Stevens, Williams y Auden, reunidas en el volumen Seis poetas de lengua inglesa (1976), permearon y se adecuaron a los propósitos de su poética de esta segunda etapa. La tríada de “discreción, escepticismo y prosaísmo”, anteriormente aludida, abrieron puertas, claraboyas y ventanales al campo y al cielo de la imaginación y de la aventura verbal. Todo objeto o enfoque de la realidad, en la mirada de la poeta, es susceptible de revelación: el ladrido de un perro, un pájaro gordo y negro o el cuello de una botella. ¿Qué nos impide acercarnos a esa terra incognita recién descubierta? El problema de tal imposibilidad es, sencillamente, lo que dirá Fraire al final de su poema “Bueno, y después de todo, para qué sirve la literatura?”: “porque desconocemos su gramática”.

Pequeñas fábulas y relatos, monólogos sobre asuntos nimios, divagaciones de un diario familiar, disquisiciones filosóficas en el formato de Uroboros, diálogos con la pintura y con pintores a propósito de asuntos mundanos, homenajes y confrontaciones con sus tutores espirituales, Poemas en el regazo de la muerte es un montaje de voces y paisajes, de edades y circunstancias, de recuerdos y aspiraciones. La disposición espacial de sus versos y de los blancos de la página —aspecto tipográfico ya presente en su opera prima— más que un lujo gráfico se revela y resuelve como una partitura musical; gracias a esos cortes, saltos y vacíos, sus poemas definen su ritmo y armonía sin apego alguno a estructuras simétricas. Se trata de un verso de impulso y espíritu peripatético que “avanza, retrocede, da un rodeo/ y llega siempre”, diría Octavio Paz.

En 1997, la Universidad Autónoma Metropolitana publicó Puente colgante. Poesía reunida que incorporaba, a los dos libros comentados, tres volúmenes inéditos: Encuentros casuales, largamente meditadas rendiciones, Irse para volver y Atando cabos. Con ese campo de visión es dable medir los alcances de la poesía de Fraire, sus aportaciones y especificidades dentro de la poesía mexicana. Con sus poemas, por ejemplo, se puso en entredicho el tono solemne de la poesía escrita por mujeres, se incorporó el elemento conversacional en el discurso del poema, se integraron a la temática y a la escenografía líricas referentes de la cultura pop. Su ausencia en México por varias décadas, instalada sobre todo en Nueva York, ha pesado en la estimación de su obra y en la lectura de las nuevas generaciones de poetas. Fruto de esta distancia, de estos desencuentros son los poemas que integran la sección “Viñetas del D.F.” y algunos de Atando cabos: conversaciones con sus compañeros de viaje, es decir, algunos escritores de la llamada generación de la Casa del Lago, y exorcismos, vagabundeos, refundaciones de la Ciudad de México, donde se impone un sentimiento de pérdida, de no pertenencia y de catástrofe inminente.


Siete años después, en 2004, el FCE publica Kaleidoscopio insomne. Poesía reunida. Me llama la atención el guiño de la poeta con este título, reminiscencias al primer poema de Solo esta luz. Partidaria del tiempo circular, sabe que “ayer y hoy y nunca son ahora”. Con esa certeza, Isabel Faire ha escrito el mismo poema utilizando palabras distintas. Su momento mayor, es cierto, lo sitúo en Poemas en el regazo de la muerte donde la escritura del poema se explora a sí misma, poniendo al descubierto sus trampas y artificios, antes abismarse en los asuntos que competen al amor, a la muerte y al misterio de la existencia. También, a partir de finales de los setenta, la poética de la regiomontana se extiende a la zona de conflicto entre lenguaje e historia, incorporando a su temática una serie de poemas políticos en torno a las guerras centroamericanas y las intervenciones de Estados Unidos en esos escenarios. Sin ingenuidad alguna, la ética de Isabel Fraire no cede al canto de sirenas de la militancia y ejerce, para estas piezas líricas de crítica socio–política, el mismo rigor y escepticismo. Con malhumor, expresa: “A veces me irrita darme cuenta de que escribir está lleno de trampas”. Convencida de su frase, abunda sobre el asunto hasta que el sol capta y reproduce los movimientos de su pluma proyectando sobre el muro “una espectral cola de pavorreal”. Ante tal lección venida del cielo, la poeta persiste en su tesis: “el sol es un mago que hace trampas”.

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