sábado, 21 de febrero de 2015

Sus cuentos tienen permiso

21/Febrero/2015
Laberinto
Armando Alanís

Han pasado muchos años, y el mundo se  ha estrechado: gracias a la tecnología, cada vez estamos más cerca unos de otros, más en contacto. En esa época anterior al Internet y el correo electrónico —los años ochenta—, los que vivíamos en provincia nos sentíamos muy apartados de la Ciudad de México, de las principales editoriales y de las revistas más sobresalientes, aunque algunas, como Siempre!, eran de circulación nacional. Había una revista que llegaba cada tres meses, o algo así, a Saltillo, mi ciudad natal. Era El Cuento. Revista de imaginación, que dirigía Edmundo Valadés. Enviaban unos cuatro o cinco ejemplares a la Librería de Cristal. No se exhibían en los mostradores, de modo que uno tenía que solicitar su ejemplar al empleado; siempre se corría el riesgo de que se agotara, pues había, aunque cueste trabajo creerlo, seis o siete lectores en la localidad que buscábamos con ansia El Cuento, que la coleccionábamos, que no nos queríamos perder ni un solo número.

A principios de los años setenta, yo hacía un primer intento de estudiar una carrera en el Tec de Monterrey. Solía faltar a clases para meterme durante horas a la biblioteca. Ahí había un apartado con libros de literatura y filosofía. Recuerdo algunos títulos que me llamaron la atención: Encomio de la estulticia, La muerte tiene permiso (1955), El llano en llamas… Fue en las mesas silenciosas de esa biblioteca donde leí por primera vez el cuento emblemático de don Edmundo. No sería sino hasta años más tarde —muchos años— que leí “El compa”, otro cuento de este autor, que me parece también extraordinario, incluido en Las dualidades funestas (1967). Este segundo libro de cuentos no pude encontrarlo en ninguna parte, ni en librerías de viejo, pero fue en una de estos refugios de volúmenes de otro tiempo —muchos en buen estado de conservación, hay que decirlo— donde hallé por pura casualidad un folletito publicado por la SEP, que traía los dos cuentos de Valadés que acabo de citar, ilustrados con dibujos de Diego Rivera. En cuanto al otro libro de cuentos de Valadés, Solo los sueños y los deseos son inmortales, palomita (1986), asistí en el Museo de Arte Moderno a una lectura, donde el sonorense leyó dos cuentos de esa obra, ahora inconseguible. Uno de ellos, recuerdo, trataba sobre el desarraigo. Otro, de un viejo que se entretiene en la calle mirando a las muchachas en minifalda, hasta que una anciana lo saca abruptamente de su ensimismamiento: “¡Viejo cochino, libidinoso!”. Con ese balde de agua helada concluye el relato.

Leí primero La muerte tiene permiso, y después me enteré de la existencia de la revista. Uno podía proponer cuentos propios a El Cuento, así es que escribí cinco o seis, y los envié por correo certificado. Me contestaron en la propia revista, dándome ánimos para que siguiera escribiendo, pero recomendándome que abandonara el tema del campo, “porque se ve que del campo usted no sabe absolutamente nada” (hay que recordar que en el consejo de redacción estaba Juan Rulfo, a quien yo pretendía seguir en calidad de discípulo, que no de imitador). Me dijeron también que me publicarían “El refugio de la araña”, un cuento que no se desarrollaba en el campo sino en la buhardilla caótica y polvorienta del empleaducho de una tienda de ropa.

Tiempo después, obtuve una mención honorífica en un concurso, del cual Valadés había sido jurado. Asistí a la ceremonia en la Ciudad de México, donde coincidí con un paisano, el poeta Alfredo García Valdés. Al final, nos fuimos con el maestro Valadés a recorrer por el resto de la noche, y hasta el amanecer del día siguiente, algunos cabarets. Fue la primera vez que platiqué con él. Pude tratarlo un poco más en un encuentro de escritores en Ciudad Juárez, y le entregué otros dos cuentos, que con su característica generosidad me publicó en Frontera Norte. Recuerdo dos observaciones que le gustaba repetir en torno al relato breve: “Un buen cuento es aquel que se lee de una sentada y no se olvida jamás”. Y también: “Un buen cuento encuentra siempre sus lectores”.

He releído ahora La muerte tiene permiso. Mi ejemplar, publicado por el Fondo de Cultura Económica y adquirido en una librería de viejo, corresponde a la quinta edición, de 1964. El libro ha seguido reeditándose, y es fácil encontrarlo, lo mismo que la estupenda y multiforme antología de minificciones El libro de la imaginación (1970). En alguna parte ha de encontrarse su antología Los mejores cuentos del siglo XX (1979). Yo tenía un ejemplar pero lo presté a un amigo y no volví a verlo. Inconseguible es, en cambio, Para conocer a Proust (1974); una lástima, ya que Valadés, según la investigadora estadunidense Samantha Smith, desentrañó como nadie el universo del escritor francés. Curioso que este autor de brevedades y acucioso estudioso del cuento como género literario, y también uno de los primeros teóricos y promotores en nuestro país de la minificción —en un tiempo en que estos comprimidos literarios no estaban de moda—, se haya interesado también por una de las novelas más extensas y morosas que se hayan escrito.

En particular, “La muerte tiene permiso”, que abre el volumen con el mismo título, es un cuento de antología: unos campesinos, hartos de las arbitrariedades y abusos del presidente municipal —todo un cacique—, deciden cobrar justicia por su propia mano. Alguna vez le pregunté a don Edmundo si se había basado, para escribir su cuento, en algún episodio real del que él hubiera tenido noticia, y me contestó que no, pero que tiempo después cayó en sus manos un expediente que daba cuenta de un hecho semejante: la realidad imitaba a la ficción.
Son también sobresalientes los cuentos “No como al soñar”, en el que se percibe la barrera, a veces infranqueable, entre los sueños y la realidad, y “El pretexto”, en el que un tipo se la pasa pidiendo dinero prestado para las medicinas de su mamacita, que está enferma; cuando ésta muere, se queda no solo sin progenitora sino también sin pretexto. El amigo que le prestaba dinero, y que es quien narra la historia, se lamenta de haber sido engañado: “Al dar, se siente uno bueno, más grande, igual que aliviarse de cosas mezquinas. Y me irritaba pasar por un tonto, al que le han cometido un burdo engaño, trastocándose así en avergonzado error lo que era gusto íntimo”.

Al lado de las rutilantes estrellas del tiempo que le tocó vivir, como Rulfo y Arreola, don Edmundo es sin duda uno de los cuentistas mexicanos a los que hay que regresar una y otra vez. Tanto él como su obra son inolvidables.           

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