viernes, 2 de enero de 2015

La firma

Enero/2014
Nexos
Guillermo Fadanelli

El autor de un libro es quien lo escribió. Parece difícil dudar de esta aseveración, pero mirada más de cerca, y bien sopesada, tal afirmación ya no resulta tan clara. Si soy yo quien se dedica a la investigación acerca de un tema y a través de la imaginación y el lenguaje escribo un libro en determinado tiempo que se supone es mío —tiempo que me consume—, entonces puedo asegurar, sin lugar a ambigüedades, que yo escribí ese libro. Por ello es natural que el autor firme sus libros con su nombre y el lector crea que los libros pertenecen o, más bien, que fueron creados por una sola persona. Yo no considero que las cosas sean tan sencillas y me inclino a pensar que el hecho de escribir un libro no me convierte de inmediato en “el autor”. Lo soy para efectos prácticos y demás asuntos ordinarios, pero no creo ser de ninguna manera el total autor —por llamarlo así— del libro. A raíz de esta certeza el pudor hace mella en mí cuando alguien me pide que le firme o autografíe una novela o cualquier ejemplar de un libro que yo escribí. El sentido del ridículo aparece abrumador y una risa socarrona avanza y me acompaña al patíbulo. Sería exagerado decir que sufro a la hora de firmar libros. Me divierto, me aburro o me canso; mas no me resisto, ya que, fuera de cualquier especulación al respecto, tengo determinadas obligaciones formales que no cuestiono. Hay que desempeñar un papel, y todavía más cuando un lector así lo exige. Es absolutamente necesario desempeñar un papel para que la farsa continúe teniendo lugar. De lo contrario la tradición carecería de sentido y el caos sobrevendría.
George Steiner sospechaba que Céline perdió la cordura cuando comenzó a confundir las palabras con la realidad. Cuando el alud verbal que emanaba de su imaginación lo sepultó y ya no tuvo la capacidad de comprender las consecuencias de vivir en un mundo concreto. Entonces se internó en un mundo hecho de palabras que se encabalgaban unas a otras sin atender a ningún orden moral. Y quizás tampoco a ningún orden referencial o lógico. Escribe Steiner: “Si las novelas de Céline no tienen un final cerrado, no se debe solamente a que son autobiográficas, sino también a que el torrente del lenguaje posee un dinamismo autónomo, una extraña vida interior mucho más fuerte”. Comprendo a qué lugar nos lleva Steiner en su afán de salvar del completo descrédito a Céline: si uno quiere sanear sus insufribles bravatas políticas lo más conveniente es convertirlo en un escritor irresponsable, casi autista e inválido. ¿A dónde voy con esta cita en apariencia sacada de la manga? Me dirijo hacia una conclusión que se da o proviene simplemente de sumar dos más dos: cuando cierta clase de escritores firma ejemplares de sus libros lo que está haciendo es continuar la escritura del libro interminable que lleva dentro de la cabeza. Ha dejado ya de reconocer el lugar de la pausa; y las fronteras que caben o son necesarias entre una historia y otra han sido eliminadas. Un lienzo de Jackson Pollock se impone como su virtual horizonte: un trasiego impersonal y desbocado.
Comenzó a sucederme la historia anterior ya hace casi una década a la hora en que la conciencia se quedaba dormida y resultaba incapaz de contener el torrente verbal que venía a mi cabeza. Cada vez que un lector me pedía una firma tomaba yo ese pretexto para continuar escribiendo. Añadía un párrafo más al libro, una apostilla, una aclaración no deseada. Le hacía alguna pregunta al lector acerca de su vida personal o de sus hábitos literarios, y a partir de ahí elucubraba una breve historia que, carente de pudor, estampaba en la portadilla de su ejemplar. ¿Era esto una enfermedad? La mirada incrédula o atónita de mi lector me avisaba o daba indicios de mi acto abusivo. ¿Por qué continuaba rayando ese libro como si me perteneciera de forma absoluta? Años después, cuando el afán de escribir largas dedicatorias declinó y me percaté de mi incontinencia, comencé a elaborar una estrategia sanadora. Firmaría la misma frase en todos los ejemplares de un título y ello significaría un punto final, un hasta aquí, una pausa prudente a la verborrea inútil que se presentaba aun cuando el libro ya había sido escrito. Lo hice y no me arrepiento. Estas dedicatorias, realizadas casi de forma automática, edifican una frontera imaginaria en el océano verbal que supone toda lengua compleja. Lodo, una novela que escribí hace más de una década, es el ejemplo más claro de mi estrategia salvadora. Cuando un lector pone frente a mí un ejemplar de este libro y me pide una dedicatoria, escribo sin más variaciones la siguiente oración: “Un poco de lodo nos hará libres”. Y así.

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