sábado, 3 de enero de 2015

Daniel Sada, entendiendo en la otra vida

3/Enero/2014
Laberinto
Adriana Jiménez García

Daniel Sada emprendió el mayor de sus viajes el 18 de noviembre de 2011. Hace ya tres años que se fue y se llevó consigo todas esas historias que traía en la cabeza, y de las que ya no conoceremos ni una sola palabra.

Queda sin embargo toda la obra prodigiosa que alcanzó a verter en el mundo con generosidad, con absoluta entrega al oficio que lo reclamó desde niño y al que respondió con todo y hasta la extinción de sus fuerzas, sin mirar a los lados, sin arrepentimiento alguno por haberlo apostado todo a la escritura y pese a pese, como le gustaba decir; sin entender a quienes dicen padecer ante la hoja en blanco.

Tarde se le hacía, luego de concluir cada novela, cada cuento, cada poema, para empezar de nuevo; le rebullían las palabras, se le desbordaban las imágenes, las consejas, los endecasílabos, los neologismos, los alejandrinos, las síncopas, las interjecciones, los vocablos antiguos, los tecnicismos, e inventaba palabras con una facilidad y una profusión sobrenaturales.

Lo releo en estos días con el mismo deslumbramiento con que lo leí por primera vez, cuando aún no sabía que él iba a ser mi hombre y yo su mujer.

Vuelvo a ser arrebatada por la risa, por las desopilantes atrocidades de sus candorosos y bárbaros personajes, por sus tramas insólitas; vuelvo a quedar hipnotizada por esa cadencia, por esos ritmos que conseguía a fuerza de narrar en octosílabos, en endecasílabos, en alejandrinos, con esas mañas de juglar y aeda, con esa voz de embaucador que se ha embrujado a sí mismo con sus prestidigitaciones, que ha visto y ve diablejos y espejismos y los comparte como comparte y se prodiga todo artista que no puede evitar crear, que crea por desbordamiento, por la pura alegría de inventar, y que trabaja como el artesano más minucioso, por el puro gusto de las cosas bien hechas.
Daniel, ahora, aparenta estar en silencio. Como buen conocedor de la retórica, él sabía que este es un recurso elocuente y que, como en la música, es esencial en el idioma. Yo pienso que el de Daniel es un silencio hiperbólico: el que se reconoce en el brillo de la ausencia. Es como esa luz encandilante del desierto: la estridencia de lo que no se escucha, el tremendo peso de lo que no está o que, con más precisión, aparenta no estar.

El silencio de Daniel, ahora que se encuentra en los territorios de la otra vida, es catedralicio como su prosa de poeta barroco y amplificativo. Es duro como todos los silencios que le debemos a la muerte, pero es también provisional; dura hasta que se le lee y se le relee; entonces vuelven a alzarse ante los ojos esos universos exuberantes que exhiben la farsa y la hermosura del mundo, con todo el virtuosismo de una de las voces más originales y poderosas de nuestro idioma.
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Daniel Sada no creía en la muerte, ni en desentrañar los misterios. Más bien consideraba que entre los trabajos del poeta se encontraba, primordialmente, el de experimentarlos y preservarlos por medio de la escritura, para hacer vigente su poder y su fascinación cada que el lector prestara sus ojos y sus oídos a la experiencia.

Habitante y desertor del desierto, se entregó a sus enigmas y nos los dio a su vez; y fueron sus desiertos tan exuberantes como herméticos, feroces de entrada pero festivos al cabo. Lo dijo Juan Villoro al despedirse de él: “En la arena, Sada creó un resistente espejismo. Fue fecundo donde no había nada. Llegó a un desierto y dejó un bosque”.

Y lo dijo también Roberto Bolaño, mucho antes de morir él mismo: “Daniel Sada, sin duda, está escribiendo una de las obras más ambiciosas de nuestro español, parangonable únicamente con la obra de Lezama, aunque el barroco de Lezama, como sabemos, tiene la escenografía del trópico, que se presta bastante bien al ejercicio barroco, y el barroco de Sada sucede en el desierto”.

Rigor formal y sentido lúdico; perfeccionismo extremo en la forma e imaginación sin pudores ni reticencias: tales eran sus divisas. No por nada llamó a una de sus últimas y más crudas novelas El lenguaje del juego. Sabía, supo muy bien, que el juego puede ser trágico y sagrado, hacernos estallar en risotadas y también destruirnos sin miramientos.

Como todo artista verdadero, se negó a transar, a hacer concesiones. Su propuesta fue radical y se entregó a ella hasta sus últimas consecuencias. Elena Poniatowska, al presentar Porque parece mentira la verdad nunca se sabe —la obra maestra de Daniel según Christopher Domínguez Michael— la calificó de completamente contestataria, tanto en la forma como en el fondo, y afirmó que su primera frase “ya es memorable como memorable es el inicio de El Quijote o el de Pedro Páramo: ‘Llegaron los cadáveres a las tres de la tarde’ ”.
Esa inclemente historia de unos jóvenes a quienes un edil corrupto ordena asesinar, junto a otros manifestantes como ellos, y que son buscados por sus desolados padres por los páramos, no es una novela fácil: a la aspereza de la historia se añade una construcción que evoca a los escritores naturalistas del siglo XIX, junto con el virtuosismo del lenguaje que, antes y después, desplegó el escritor norteño a quien Harold Bloom incluyó en su canon, a quien The Whashington Post compara con Joyce, Faulkner y Foster Wallace, a quien The New York Times incluye en la tríada indispensable de la literatura mexicana —con Rulfo y, sí, el chileno Bolaño— y en quien The Paris Review ve un Rabelais del siglo XXI.
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Por estos días me llega Presque jamais, la traducción al francés de Casi nunca, la novela con la que Daniel ganó el Premio Herralde en 2008. La versión es de Claude Fell, el traductor de Cortázar y de Octavio Paz. Fell había ya traducido Porque parece mentira… y la tituló L’Odysée Barbare.

Casi nunca es Quasi mai en italiano. Carlo Alberto Montalto la tradujo al idioma de Petrarca y Dante, tan amados por Daniel, y sufrió con ella por el alto grado de dificultad que le significó; pero inmediatamente se declaró masoquista. Katherine Silver, quien no la tuvo más fácil al verterla al inglés, está ya aplicada en otros dos libros de Daniel.

Cuánto me habría gustado que él disfrutara de todo esto. Como a cualquier artista, le complacía —y mucho— el reconocimiento, pero también recomendaba a sus alumnos “no mirar tanto a los lados”. Me consuela acordarme de su cuento más breve, tan breve que el epígrafe es más largo: “Pase lo que pase a todos” (¿Qué he ganado? Nada, sino aumentar instantes de ocio a los muchos que ya cuento en mi vida. Alfonso Reyes, El demonio de la biblioteca): “Quizá entienda en la otra vida, en ésta solo imagino”.
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Daniel Sada hizo sus apuestas, asumió sus riegos; “la vida puede ser un infierno, pero cada instante es un milagro”, solía decir. Yo tengo para mí que, a estas alturas, en la otra vida ya entendió todo lo que le importaba entender y que se está divirtiendo en grande, desde allá donde nos mira con burla y con ternura, como veía a sus personajes. Ojalá que nos pinte con todos nuestros colores y todos nuestros matices, y que nos narre en octosílabos, en endecasílabos y en alejandrinos; ojalá que, entendiendo en la otra vida, nos dé aliento para entender y, quizá, trascender esta realidad que, como a tantos creadores, le resultó tan insuficiente, absurda y canallesca como fascinante y susceptible de ser transfigurada por medio del arte y de la voluntad.

“Hay que saber querer desear”, escribe Daniel en El lenguaje del juego. Y de esta historia tan dura como celebratoria extraigo, escanciándolos, estos versos que él emitiera en prosa:
Pues ¡ÓRALE! No temas
ve y suelta lo que vives.
Hazlo como se debe:
logra tal adelanto
mientras vas caminando
        Aquí estamos, Daniel. Pese a pese, seguimos caminando.
RECUADRO
A Daniel le gustaban los sonetos,
Los versos en sus muchos recipientes.
La prosa hecha de arroyos y torrentes
Fue para él un arte sin secretos.
Novelista del norte y sus desiertos,
Los hizo florecer con su lenguaje.
En ríos de arena levantó un paisaje
De enigmas y prodigios siempre inciertos.
Nunca se sabe la verdad, decía
En la que fue tal vez su gran novela.
El arte de narrar es la gran tela
Que él pintó con historias y poesía.
Será difícil ya no ver a Sada.
Nos queda su obra inmensa iluminada.

José Emilio Pacheco, Una bagatela para Daniel Sada (1953-2011), noviembre de 2011

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