lunes, 15 de diciembre de 2014

Adioses

7/Diciembre/2014
Confabulario
Gerardo de la Torre

En memoria de Pedro Armendáriz (1940-2011) y Vicente Leñero (1933-2014)

1. A fines de diciembre de 2011, una de esas noches gélidas me llamó Felipe Cazals.

—Le tengo malas noticias —me dijo.

—Me imagino por qué —repuse.

—Le voy a decir una cosa: Pedro Armendáriz no va a regresar.

No hacía falta decir mucho más.

Pedro se había sentido mal en los últimos meses. Una molestia en un ojo, algo como una basurita en el fondo. Quizás un pequeño tumor que podría interesar el cerebro. Ese mes de diciembre, en cuanto grabó el último capítulo de la telenovela en que estaba, Pedro viajó a Nueva York a tratarse. Le encontraron cuatro tumores en el cerebro. No había nada que hacer.

—Nada de lloriqueos —dijo Pedro a sus hijos.

No sé qué tanto los hubo. De Nueva York sólo retornaron las cenizas de Pedro, no se dio el funeral imponente que aguardaban los buitres de las televisoras. Un día de enero, a dos o tres semanas de la muerte del actor, nos reunimos la familia y los amigos en la casa de Armendáriz en la avenida Contreras. Sobre una mesa había una gran foto de Pedro, y allí la urna con sus cenizas, un paquete de sus eternos cigarros Camel, una botella a medias de Macallan, como él la dejó. Por toda la sala, en los muros, sobre los muebles, había fotos de Pedro en familia y con los amigos. Allí estaban sus cuatro hijos, su hermana, varias mujeres a las que amó, los amigos. Sumando a los actores, arquitectos (Pedro era arquitecto y entre 1962 y 1964 trabajó en la edificación del Museo Nacional de Antropología), cineastas, un sacerdote jesuita, escritores, éramos cerca de un centenar de personas. Recordábamos, volcábamos la pena en la conversación.

2. En la década de los años noventa y hasta el primer lustro del siglo XXI, Pedro, Vicente Leñero, Felipe Cazals y yo nos reuníamos con frecuencia, casi siempre en la casa de Pedro, a comer, a beber whisky, a conversar. El gran Petróvich Armendáriz era un infatigable contador de anécdotas del cine. Aunque debutó en nuestro cine en 1965 (en el filme Fuera de la ley, dirigido por Raúl de Anda hijo), desde muy pequeño había frecuentado los escenarios acompañando a su padre. Le gustaba contar cómo en 1946 asistió en Cholula a la filmación de una escena de la película Enamorada. En ella el general José Juan Reyes, interpretado por Pedro Armendáriz padre, recibe un par de bofetadas de la hermosa Beatriz Peñafiel (María Félix) y el general acaba diciendo: «Con esa mujer me voy a casar». El niño miraba a su padre, miraba a la actriz que más allá repasaba las líneas del libreto, a la gente que tiraba de los cables y trasladaba la cámara, al director y el camarógrafo que conversaban apartados de los demás, a los extras vestidos de revolucionarios. Vivía el momento en un mundo fascinante que poco más tarde sería el suyo.

En el año 1969, John Wayne —gran amigo de su padre— invitó a Pedrito a participar en el filme Los invencibles (dirigido por Andrew McLaglen). Wayne era un coronel unionista y Rock Hudson uno confederado; Pedro hijo interpretó al bandido Escalante, que amenaza a los coroneles. Y contaba Pedro: «En mi primera escena, a caballo, tenía de frente a mi izquierda a John Wayne y a mi derecha a Rock Hudson. Y, la verdad, me estaba meando del susto. Wayne me dijo: “Tranquilo, Pedrito”. Y en eso dieron la claqueta y mi caballo se puso nervioso, respingó y me desbarajusté todo. Logré controlarlo y Wayne quedó impresionado porque no me salí del personaje y dije bien mi texto». En la escena, Wayne acaba desenfundando y despacha al otro mundo al bandido. Y para Pedro Armendáriz hijo era motivo de orgullo que alguna vez lo hubiese matado John Wayne, aunque fuera en una película.

Pedro y Vicente Leñero sin parar desgranaban historias al calor de los whiskies. Vicente, subdirector por entonces de la revista Proceso, era de muy amplio registro y lo mismo abordaba temas políticos que cuestiones de teatro, literatura, cine. Cómo se inició en el teatro gracias a unos títeres de barro y trapo que él y sus hermanos compraban en el mercado Miraflores de San Pedro de los Pinos. Cómo preparaban escenografías de cartoncillo. Cómo compraban muebles y utilería en miniatura. Cómo representaban cada sábado un par de obras. Cómo cosecharon éxitos domésticos con la puesta en escena del Tenorio y de Las calaveras del terror, obra adaptada por su hermano Armando a partir de los episodios fílmicos. Cómo redactaban a máquina el periódico Mariposa que daba cuenta de la suerte de las obras y de la vida y milagros de los títeres actores. Cómo ingresó al cine. Cómo obtuvo en 1963 el premio Seix-Barral. Cómo…Cómo… Cómo…

La entrada de Armando en la juventud —contó Leñero— dio al traste con el juego teatral. Como él era el alma de las escenificaciones y de la elaboración del periódico, su renuncia puso fin a nuestra actividad de titiriteros. Cambiamos el teatro por el beisbol, regresamos a la lectura obsesiva de Julio Verne y Salgari y un día metimos en un cajón los títeres, las escenografías y el mobiliario y enviamos nuestros juguetes a los niños pobres.

De una cosa estaba seguro Vicente: quería escribir, ansiaba ser escritor, ver sus poemas reverenciados, publicados sus cuentos y novelas, sus obras de teatro representadas. Y si Vicente Leñero quería escribir, si desde niño lo dominaba la pasión de la lectura, si adaptaba historias propias y ajenas para los títeres, si redactaba artículos y editaba periódicos domésticos, si lo entusiasmaba escribir cuentos y poemas que seguían sin encontrar destinatario, si tenía clarísima la vocación, ¿por qué decidió estudiar ingeniería?

De lo expresado en una entrevista parece desprenderse que eligió los estudios de ingeniería como complemento o como apéndice de la aspiración de convertirse en escritor. «Al escribir —dijo—, el autor se asoma a muchas historias y muchas vidas. Eso me gustó desde joven, y la ingeniería me enseñó a ordenar y estructurar mis ideas». La verdad es que eligió la carrera porque era muy bueno para las matemáticas, tenía facilidad, contó en otra ocasión.

Una vez contó una historia espeluznante, un episodio que sus amigos pensábamos que jamás iba a publicar. Finalmente lo hizo en el número conmemorativo de los 30 años de Proceso en noviembre de 2007. Se trata del relato terrible de las amenazas que, hacia 1984, contra la integridad física de Leñero y su familia lanzó José Antonio Zorrilla, titular entonces de la Dirección Federal de Seguridad, a fin de impedir la publicación de un artículo que comprometía a Manuel Bartlett, secretario de Gobernación. Zorrilla había hablado con Julio Scherer, quien se negó a dar marcha atrás. Le preguntó entonces a don Julio quién era su hombre de confianza en Proceso y sin titubeos dijo Scherer: «Leñero». Zorrilla lo sabía.

El director de la DFS se sentó a hablar en privado con Vicente, frente a una mesa en la que pusieron vasos de agua. «Mire, Leñero, yo sé muy bien dónde vive usted, a qué escuela van sus hijas, a qué horas entran y a qué horas salen. La vida es difícil, Leñero, muy difícil».

—Y tomó el vaso —dijo Vicente, lo fue arrastrando hacia la orilla y lo dejó caer. El vaso se hizo pedacitos.

«Piénselo bien, Leñero —siguió Zorrilla—, hable con Scherer, dígale que no publique ese artículo».

—Así que hablé con don Julio, le dije de las amenazas a mi familia. No publicamos el artículo.

En esas tan añoradas (y ya imposibles) reuniones, Felipe Cazals y yo éramos más bien escuchas, aunque de vez en vez lanzábamos frases lapidarias.

3. La relación de amistad estaba subrayada por sólidos lazos profesionales. El actor Armendáriz trabajó en filmes dirigidos por Cazals como El tres de copas (1986) y Su alteza serenísima (2000). Interpretó papeles escritos por Leñero, como el muy importante del Tarzán Lira, del filme Cadena perpetua, dirigido por Arturo Ripstein, que en 1978 obtuvo el Ariel a la mejor película. «Es uno de los mejores libretos que he escrito para el cine», acota Leñero. Aparte, Vicente y yo escribimos casi todos los libretos de la serie Tony Tijuana, con el personaje protagónico interpretado por Pedro.

Con Felipe Cazals, Leñero tuvo mala suerte. Allá por el año 2000 le encargaron un guión basado en la novela El crimen del padre Amaro. El filme lo iba a dirigir Cazals, y cuando el guión estuvo listo se lo entregaron a Alfredo Ripstein, quien se lo llevó a su casa, lo leyó con calma, lo reflexionó. Al otro día los citó en su oficina.

—Yo no puedo hacer esta película —dijo—. Soy judío, los católicos me van a matar. Perdón, pero no la voy a hacer.

Felipe Cazals —contó Leñero— se levantó profiriendo palabrotas y se fue, furioso con Ripstein. Y pasado el tiempo un día Alfredo Ripstein dijo: «Ahora sí quiero hacer El crimen del padre Amaro».

Ya se le había pasado el susto. Pero no llamó a Cazals sino a Carlos Carrera. El guión se fue casi intacto en su segunda versión.

Años después hizo para Cazals un guión de narcos titulado Tierra Blanca, sobre un narco, casi el Güero Palma. El filme no se realizó. Mala suerte.

A mí me fue mejor con Felipe. En tiempos de Margarita López Portillo, cuando el cine fue abandonado y muchos cineastas se refugiaron en la televisión, escribí para Cazals lo menos cien programas (por cierto, el jefe de producción era Pedro Armendáriz). Luego colaboré con el realizador en el guión de la película Kino (1992) y en el guión Los niños de Morelia, Premio Guión Inédito en el Festival Cinematográfico de La Habana 1997. La película nunca se hizo.

4. Con Vicente Leñero sostuve una relación larga, productiva, enriquecedora. Nos conocimos a finales de los años sesenta mediante José Agustín (los dos trabajaban en la revista Claudia) y desde el principio sostuvimos jugosas conversaciones sobre el arte de narrar. Habíamos leído, cada uno por su lado, La hora del lector (1957), un ensayo de José María Castellet que defendía un realismo crítico que se apoyaba en técnicas narrativas como los relatos en primera persona, el monólogo interior y las narraciones objetivas. A los dos, cada uno por su lado, nos fascinó el libro y en nuestras obras nos preocupamos por aplicar tales o cuales fórmulas. Esos caminos anduvimos largo rato.

En los años ochenta un grupo de escritores nos reunimos con la idea de escribir una novela colectiva. Tocó a Vicente escribir el primer capítulo y los demás lo seguimos por veredas tortuosas. El resultado fue El hombre equivocado (Mortiz, 1988). Nada del otro mundo, un jueguito inocuo y simpaticón.

Dos años después, como ya se ha dicho, Leñero y yo emprendimos la factura de guiones para la serie Tony Tijuana, protagonizada por, ¿quién más?, Pedro Armendáriz. Y en el año 2005 perpetramos una antología de cuentos, poemas, obras de teatro y crónicas de beisbol, en la que incluimos nuestros textos. Leñero la bautizó Pisa y corre y la publicó Alfaguara.

5. Cosa de treinta años después de la publicación de La hora del lector, Vicente Leñero y yo recordamos ese libro que, confesamos, tanto había influido en nuestro quehacer literario y nos preguntamos si habrían envejecido las ideas de Castellet. Ni él ni yo conservábamos el librito publicado por Seix Barral, pero Vicente se enteró de que en España había una nueva edición y pidió al corresponsal de Proceso que le consiguiera dos ejemplares. Llegaron y cada quien se quedó con uno. Días más tarde nos vimos y comentamos el texto. A mí me había parecido dogmático.

—Me decepcionó —dijo simplemente Leñero.

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