sábado, 1 de noviembre de 2014

Recuerdos de Emmanuel Carballo

1/Noviembre/2014
Laberinto
Beatriz Espejo

Resulta muy difícil hablar de un hombre con el que se ha vivido cuarenta años en un matrimonio estable y cuya muerte fue tan contundente como su misma prosa. Sin lugar a réplicas. Varias veces estuvo antes al borde de la muerte y varias veces logramos salvarlo; pero no cuando sonó la hora terrible del silencio. En el corto tiempo transcurrido he tratado de juntar la memoria de nuestra unión, casi siempre feliz.

Ya he contado cómo lo conocí y cómo dejamos de vernos años. Nuestro encuentro definitivo ocurrió casualmente, así suceden los acontecimientos importantes. Yo era Jefe de Acción Educativa del Departamento Central y una tarde Enriqueta Ochoa me llamó para decirme que acababa de escribir un largo poema y necesitaba mi opinión. Fuimos al restorán cercano y quedé sorprendida. Se trataba de “El retorno de Electra” que posteriormente dio nombre a un libro. No siempre se llegan a esas alturas. Al día siguiente volvió a buscarme con la parte final, tan buena como la primera. Ahora en mi casa. Mi mamá nos invitó a merendar y, en la sobremesa, Enriqueta dijo que Emmanuel estaba hospitalizado por una úlcera reventada y que debía llamarlo porque siempre me había querido mucho. Dudé. Hablé a la oficina y me contestó con su voz de locutor que esa enfermedad había sido falsa alarma engordada por los periódicos. Me invitó a cenar, a comer, a desayunar. Por fin acepté tomar té. A partir de entonces nos vimos frecuentemente. El día de su cumpleaños, 2 de julio, llegué con una botella de champán sobrante de mi primera boda. Él tenía otra abierta enfriándose. Me propuso matrimonio y volvió a insistir hasta que pidió mi mano con mi madre como si yo fuera aún una niña que sale a casarse. El lujo de la ceremonia era mi traje azul de Givenchi. Ambos habíamos dejado partidos excelentes y no teníamos un centavo. Su talento y mi trabajo nos ayudaron. 

Ya había fincado su Editorial Diógenes y mi interés era comprar casa lejos de la ciudad para vivir en paz sin alumnos y admiradores que lo hostigaban sin parar. Ambos conseguimos nuestros propósitos. Escribimos libros, casi nunca nos leíamos entre sí, ganamos premios, recibí un doctorado y asistimos a numerosas fiestas y celebraciones. Leí su último libro cuando ya no estaba en este mundo. Me pareció excelente, casi perfecto. Debí decírselo de viva voz. Hoy se lo digo con el alma.

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