lunes, 3 de noviembre de 2014

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2/Noviembre/2014
Jornada Semanal
Ana García Bergua

Antes de que  termine el año en que Gabriel García Márquez nos dejó para irse a vivir en sus novelas, esta persona quiere confesar que en el año de 1985, mientras trataba de escribir una pieza teatral, leyó El amor en los tiempos del cólera y sintió una necesidad de narrar parecida a un río desbocado. Y que esa necesidad la poseyó como una especie de demonio del amor, con resultados irregulares, y que ese demonio no la ha soltado hasta ahora. Y que en esa primera narración que produjo como poseída campearon ángeles y seres fantásticos, debido a la influencia que esa novela y los demás libros de Gabriel García Márquez habían ejercido en su manera de leer y de escribir. Esta persona confiesa que un poco más tarde viviría el peso de tan laureado escritor como un conflicto pues pensaba, al igual que otros de su generación, que era necesario pasar a otro capítulo y abandonar la corriente de esa prosa que todo lo permeaba, ese realismo mágico que muchos copiaban con gran facilidad y sin ninguna vergüenza, en el que muchos como ella se sentían sumergidos y que en el fondo, lo que provocaba como una especie de tornado, eran unas ganas enormes de contar sin tregua, desmenuzar historias familiares y mezclarlas con historias que no lo fueran en absoluto, con sueños y alucinaciones y maravillas. Y esta persona se confiesa embebida desde la adolescencia en el relato de un náufrago, en la historia del ángel que llega a las playas de un pueblo tropical y en los funerales de la mamá grande y en la cándida Eréndira y su abuela desalmada y por supuesto en Macondo y el comienzo prodigioso de Cien años de soledad: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.” Y esas frases “el día en que…”, o “aquella tarde en que” que son tan de García Márquez y nos meten de cabeza en la narración y también son de los demás que hemos comenzado nuestras cosas con esa tarde o ese día verosímiles y enloquecidos en que las vidas se ramifican y la realidad se trastoca. Esta persona escuchó hace unas semanas decir a otro escritor hijo de Gabo, el indoinglés Salman Rushdie, que los lectores, cuando escuchan la expresión “realismo mágico”, atienden a lo mágico, pero que en realidad la clave del realismo mágico es el realismo. Y lo mismo pensaba quien escribe, aunque no supo expresarlo de manera tan paradójica y por lo mismo admirable, que en realidad ese género –si se puede llamar así, aunque convendría quizá rebautizarlo como gabismo mágico– entrevera o borda lo inusitado en la realidad y le da otro sentido, pero la realidad debe estar como la tela sobre la que se pinta, porque sin la realidad esta literatura se cae o se convierte en pura literatura fantástica y hay a quien le pasa que pierde el interés.
Y confiesa esta persona que leyó la autobiografía de García Márquez con el mismo placer con que leyó sus novelas o sus Doce cuentos peregrinos y sintió la misma sed de contar cuando vio cómo Gabo, en Vivir para contarla desmenuzaba su infancia y juventud en el pueblo de Aracataca y la presencia de la American Fruit Company y sus comienzos en el periodismo en Bogotá y su llegada a México con Mercedes y todo ello le parecía parte del telón realista del que se desprendería después lo maravilloso. Y también quiere compartir el hecho de que una vez, hace pocos años, se encontró a Gabo en un Sanborns acompañado por Álvaro Mutis y sus respectivas esposas y le dijo de quién era hija y le recordó que él y Mutis iban a su casa cuando era pequeña. Y él evocó unas fiestas domingueras en casa de los padres de quien esto expone hasta con nostalgia y se despidieron y quien esto escribe se quedó pensando por qué no le había confesado a Gabo que también por haberlo leído escribía novelas. Y esta persona se imaginó que eso le dirían a Gabo todas las personas todos los días, que por él escribían, imaginaban o habitaban novelas, propias o ajenas, que la corriente de su fabulación ha sido tan fundamental como la de Homero, si es que Homero existió, y que quién sabe, en realidad, qué se le hubiera podido decir a García Márquez o a Mutis que ellos no supieran. Y entonces quien esto escribe regresó tranquila a su casa a seguir escribiendo unas novelas y luchando porque ya no se parezcan a las de García Márquez, aprendizaje muy difícil en el que ha pasado un par de décadas, no por nada en especial, sino porque si no, nomás no avanzamos.

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