lunes, 18 de agosto de 2014

La oportunidad periodística

Agosto/2014
Nexos
Roberto Pliego

Sabemos que Józef Teodor Konrad Korzeniowski abandonó la casa familiar el 14 de octubre de 1874 antes de tomar el tren en Cracovia para dirigirse al puerto de Marsella. Tenía 16 años y el deseo inconfesable de ser capitán de barco. Apenas con una pequeña maleta de mano, unos meses después abordó el Mont Blanc, y tomó rumbo a Martinica. Por un lapso de casi 20 años experimentó las veleidades del mar; trabó amistad con oficiales, vagabundos, nobles, coristas; deambuló por las calles laberínticas de Constantinopla y durmió bajo la luna de Haití; conoció los esplendores musicales de Offenbach y los abismos del alma siguiendo el curso superior del Congo; gastó la fortuna que no tenía, obtuvo favores que nunca pidió y más de una vez jugó a los dados con la muerte.
Sabemos que la escritura hizo su aparición una vez que renunció al mar. Conrad publicó La locura de Almayer, su primer libro, en 1895, poco después de que emprendiera sus últimos viajes como primer oficial del buque Torrens. Desde entonces, y hasta su muerte el 3 de agosto de 1924, vivió como un nostálgico de la aventura, entre cuatro paredes. Fue un padre ejemplar, un marido caprichoso, un cascarrabias cada vez más acostumbrado a la soledad. Curiosa paradoja: el hombre de mar Joseph Conrad escribió sus grandes novelas y relatos cuando aceptó convertirse en un hombre de tierra.
Por las memorias de su esposa, Jessie Conrad, sabemos asimismo que era impulsivo, colérico, sin pasatiempos ni gusto por los deportes al aire libre, más polaco que inglés. Si Balzac padeció por su adicción al café, Conrad sufrió por consumir cantidades pantagruélicas de carne roja. En su ambivalente biografía —por nómada e igualmente sedentaria— hay la naturaleza a sus anchas y reveses del destino, hay la iluminación crepuscular del rayo verde y la pregunta sombría acerca de lo que significa olvidarse de uno mismo, hay actos de valentía e incluso un sospechoso intento de suicidio, y hay, como para recordar que el heroísmo toma en muchas ocasiones un aspecto prosaico, ataques de gota. De esas embestidas, que podían traducirse en fiebre y delirio, durar una tarde o hasta seis semanas, Conrad obtenía la fuerza de voluntad necesaria para cumplir su tarea. Conrad no es pues sólo el mar; es también la gota.
Quiero suponer que de la gota, del mal humor, provienen sus escasos y muy recientemente revalorados artículos periodísticos. Si algo prevalece en la obra y el temperamento literario de Conrad es la experiencia individual. No dudo que el lector de este tiempo sienta un aguijón de extrañeza ante las nociones de “sentimientos y conducta adecuados”, “responsabilidad personal”, “valor”, “gratitud”, “genuino decoro”. Pertenecen a un tiempo anterior a las trincheras que abrió la Primera Guerra Mundial; llevan consigo la dignidad de un mundo de ayer. Al pensar la experiencia individual como una “vigilancia sin tregua”, Conrad sugería que un hombre entre los hombres no debía rendirle cuentas a la Historia sino a sus propios actos. No es de extrañar, por tanto, que en 1881, mientras iniciaba su aprendizaje de las aguas del Pacífico Sur, desdeñara la sugerencia de su tío Tadeusz para que escribiera sobre las convulsiones políticas en Polonia. ¿La actualidad? Mejor el individuo a la hora en que no puede permitirse errores.
Ya era un narrador a quien Henry James, George Bernard Shaw, André Gide y toda clase de peligrosos desconocidos querían conocer cuando, abrumado por las penurias económicas, dejó atrás sus reticencias y escribió en una carta dirigida a un fiel admirador: “Al fin y al cabo mi trabajo consiste tan sólo en arrojar palabras a un pozo sin fondo. Parece sencillo pero resulta verdaderamente agotador. Por eso he comenzado a escribir en la prensa”. Sin embargo, continuaba, “me he librado de la degradación del periodismo diario”. The Outlook era un semanario de corte literario aunque su dueño, un tal Percy Herd, no ocultaba sus aviesas intenciones políticas. Conrad publicó ahí unos cuantos artículos: “algo sobre un francés ya fallecido y, por lo tanto, inofensivo”, críticas apenas medianas, un acercamiento a Kipling. Fue un amargo debut y casi una despedida.
Tiempo después, en 1910, recibió otra invitación para ejercer el periodismo. El Daily Mail ofrecía cinco guineas por columna. Conrad podía dedicarle un día entero sin descuidar la escritura de la colección de cuentos titulada Entre la tierra y el mar. Renunció después de cuatro entregas, dolido porque la redacción dejó su siguiente artículo en el cajón. Del mismo Daily Mail provino el agravio casi definitivo. Era domingo y Conrad trabajaba a marchas forzadas. No llegaba aún el mediodía cuando un mensajero llamó a la puerta: tenía la encomienda de llevarlo a la población más cercana, donde aguardaba una conversación telefónica. Conrad debía enviar un reportaje a contrarreloj acerca de las aficiones literarias de un asesino que esperaba condena en prisión. Colgó el teléfono luego de que una voz al otro lado de la línea dijo que 20 libras por un reportaje, aun con la firma de Conrad, era “un poco excesivo”.
De dónde si no del mar, y sus infidelidades, pudo venir la gran oportunidad periodística. Para 1912 Conrad tenía, según el juicio de unos de sus contemporáneos, una disposición al silencio, la ironía y el coraje hacia la vida. Una pizca de esa disposición quedó atrás una vez que tuvo a mano los detalles del hundimiento del Titanic. Desde la prensa, Conrad fustigó los excesos de la prensa. En mayo publicó “Algunas reflexiones sobre la pérdida del Titanic” y, unos meses más tarde, “Ciertos aspectos de la admirable investigación sobre la pérdida del Titanic” en The English Review; guardaban un duro reproche a “la excesiva confianza que la humanidad deposita en sí misma”, y, sobre todo, una condena al sensacionalismo.
Conocemos de sobra los pormenores. La madrugada del 15 de abril de 1912 el Titanic, un buque de pasajeros de 40 mil toneladas, chocó por la popa con un iceberg mientras iba camino a Nueva York a una velocidad cercana a catorce nudos por hora. Se hundió después de dos horas y media de conmoción y espanto. Murieron mil 517 pasajeros y tripulantes, la mayoría por falta de espacio en los botes salvavidas. Sabemos, en cambio, muy poco de las investigaciones aparentemente encaminadas a establecer responsabilidades. La Cámara de Comercio del Reino Unido exculpó a la compañía naval, a los ingenieros, armadores y consultores. Del otro lado del Atlántico, el senador por el estado de Michigan, William Alden Smith, encabezó una comisión que ni siquiera podía explicar la diferencia entre los términos “timón al medio” y “viraje”.
Conrad estaba facultado para escribir acerca de calderas, compartimentos estancos, planchas de acero, grosor de los baos, grúas mecánicas y naufragios. Sus conocimientos técnicos, sin embargo, no empañaron la hondura moral de sus argumentos. Donde todos vieron la voluntad divina, Conrad observó el rostro marmóreo de la rapiña comercial. ¿No fue ese rostro, preguntaba, el mismo que ofrecieron los publicistas y periodistas que, seducidos por el tamaño del Titanic, propagaron la certeza de que se trataba de un buque insumergible? Ocurrió, sin embargo, que el tamaño fue justamente la causa que impidió una maniobra limpia de evasión. “Me resultaría mucho más sencillo creer”, concluye, “que existe un buque insumergible de tres mil toneladas que uno de 40 mil toneladas”. Uno no puede menos que imaginarse en el papel del oficial de guardia intentando maniobrar a una monstruosidad de tal peso.
Conrad no pasó tampoco por alto la fatuidad de los millonarios: aspiraban a ocupar un faraónico hotel flotante —orgulloso de su café francés, su gimnasio, su salón de baile y su alberca— “para lograr la ovación de dos continentes”. Y luego estaba la fatuidad de los especialistas, directores y vendedores de pasajes. Conrad cita la declaración de uno de esos ministros del desarrollo a quienes tanto aborrecía: la catástrofe no dejó lección alguna; si acaso, debía aceptarse que si una falla podía atribuirse a la manufactura del Titanic era que ¡transportaba demasiados botes salvavidas!
El estilo de Conrad es mordaz y renuncia a tocar las fibras del corazón. Es racional en su método de exposición y ético en el alcance de sus conclusiones, sobre todo porque aspira a despojarse de la “vestimenta romántica” con la cual la prensa cubrió el hundimiento. “No soy un bobo humanitarista a la moda”, dice Conrad. Y no lo es, decimos cien años después, porque, en medio de una atmósfera de sentimentalismo edificante, de gritos falsos de alarma que salían “de debajo de las pelucas ceremoniales”, reconoció al verdadero enemigo, el mismo que nos llena de horror en El corazón de las tinieblas: la fe ciega en el progreso, esa bestia que, en vista de su escandaloso tonelaje, no puede “variar ligeramente de rumbo”. A la fe ciega en el desarrollo científico, a la falsa indignación ante la pérdida de cientos de vidas, a la “errónea búsqueda del éxito”, Conrad contrapuso el temple del hombre de mar, que a veces llega a quebrarse pero que es más resistente que “ese maravilloso fino acero del que están hechos los costados y mamparos de nuestros modernos leviatanes”.
Otro hundimiento, el del Empress of Ireland, atrajo la atención de Conrad, quien en 1914 publicó “La protección de los transatlánticos” en el Illustrated London News. “Podemos sentir pena”, escribió, “pero no indignación”. ¿Un accidente de un barco presuntuoso? No: la constancia de que “los resentidos dioses del mar no duermen jamás, ni jamás se cansan”. Conrad invoca las reglas de navegación y los problemas de maniobra de un transatlántico que se topa de frente con un carbonero en medio de la niebla sólo para hacer la apología del verdadero hombre de mar, hecho para la vigilancia sin tregua y no para actuar como “un tonto excitable”. Igual sentido común prevalece cuando sugiere utilizar una vulgar defensa de cuerda o un humilde y feo “cabezal de pura red, lleno de desperdicio y más grueso en el centro que en las puntas” para proteger la proa y los costados de un barco. A quién diablos, termina preguntando, le importan las maravillas científicas o las necesidades estéticas cuando se trata de salvar vidas. Y remata, como si quisiera elevar sus opiniones a un plano moral: “en general, a un transatlántico lo hunde un barco mucho más pequeño que él”.
Hacia 1916, Conrad miraba con resignación cómo su mundo se venía abajo. Su hijo mayor combatía al ejército alemán, sus viejos amigos morían en paz. De la aristocracia del espíritu no quedaba sino un recuerdo harapiento. Pero, aunque fuera por un corto periodo, Conrad tuvo al menos el consuelo de servir a las órdenes del Almirantazgo durante la Primera  Guerra Mundial. De esta experiencia nació uno de sus últimos artículos periodísticos, “Confianza”, que apareció en el Golden Daily Mail en 1919. Qué podía esperar el lector de un antiguo marino, oficial y capitán de buque. Sólo el mar bajo sus pies. Conrad ofrece un tributo a los hombres del servicio mercante británico. Tomaron las armas, dice, confinando el horror dentro “de las normas rígidas de su conciencia profesional”. Respondieron simplemente a las enseñanzas de un pasado a un tiempo cercano y remoto. No tenían, pues, motivos para cambiar, y no los tenían además porque sabían que el pecado venial de todo marino “es estar seguro de su posición”.
En La línea de sombra, una de sus novelas tardías, Conrad captura el momento en el que la existencia se reconoce en sus leves variaciones: el entusiasmo, la valentía, el sacrificio, pero también la mudanza, el pesimismo, la derrota. En otras palabras, eso que llamó el corazón del hombre permanece inmutable, a pesar de los vuelcos de la realidad exterior. El reticente Conrad periodístico volvió una y otra vez a esta intuición novelística, no tanto por un nostálgico sentido del heroísmo sino porque, como escribió en una carta fechada en 1916: “La excelencia, aunque sea en forma de rebaño de cabras, sobrevive. La excelencia es esotérica, simbólica, profunda y cómica, pero sobrevive”.

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