sábado, 19 de abril de 2014

Prodigio de inagotable realidad

19/Abril/2014
Laberinto
Jorge Bustamante García

No me apena confesar que fui un lector tardío de las novelas de García Márquez. Me resistía al embrujo que causaba entre mis amigos y coterráneos, aunque desde mi adolescencia en Zipaquirá leía sorprendido sus singulares artículos en revistas y periódicos colombianos que mi padre, mis hermanos mayores y mis amigos me compartían. Tras la publicación de Cien años de soledad, a sus cuarenta años, se volvió un escritor tan famoso y reconocido, que los jóvenes y muy jóvenes lectores colombianos se vieron fascinados e intimidados por su poderosa escritura e imaginación. Mi resistencia se doblegó con la lectura de El coronel no tiene quien le escriba, en una vieja edición argentina, cuando ya me encontraba en Moscú. Fue una verdadera conmoción para mí en el pleno invierno moscovita de 1975. Desde esa lectura supe que la ficción, la creación, la invención, la recreación por medio de la literatura es, tal vez, el camino más corto y seguro para tocar el alma humana. Al año siguiente me mandaron de Colombia El otoño del patriarca, publicada por Sudamericana, pero me decepcionó un poco. Sus escasos puntos seguidos o aparte y su singular forma me marearon y, aunque me esforcé, no logré terminarla placenteramente. Sin duda a eso me condujo mi propia incapacidad lectora, hecho que retrasó varios años la lectura de otras de sus novelas.


Cuando ya era un viejo de 32 años, decidí por fin enfrentármele a Cien años de soledad, un año después de que su autor recibiera el Nobel. La leí en un pueblo de Jalisco, en un campamento geo- lógico, y ya no me pude sobreponer a tanto gozo de imaginación. Quedé magníficamente derrotado y enriquecido por ese prodigio de inagotable realidad y portentosa ficción, alelado hasta tal punto que mis compañeros de trabajo notaron mi estado de ausencia y me cubrieron generosamente para que no me corrieran del trabajo. Al año siguiente, en marzo de 1984, me ocurrió un hecho afortunado. Fui al DF a la presentación de un libro de un paisano y después del evento nos fuimos a celebrar al bar La Ópera, en la esquina de las calles Filomeno Mata y 5 de Mayo. Éramos cinco colombianos aprendices de escritores, algunos ya habían publicado algún libro, tal vez el narrador Óscar Castro, el ensayista Fabio Jurado, especialista en Rulfo, el poeta Ricardo Cuéllar... Bebíamos cerveza en una mesa y en esas vimos llegar a García Márquez acompañado de su mujer y una joven. Óscar lo conocía y se acercó a su mesa, regresó casi al instante sonriendo, diciendo que el Nobel vendría a acompañarnos. Y así lo hizo. Se sentó entre nosotros, se sintió cómodo, tomó cerveza y conversó alegremente por casi dos horas. Se interesó y preguntó a cada uno de qué lugar de Colombia venía. Cuando llegó mi turno, le dije que de Zipaquirá y de inmediato le brillaron los ojos. Comenzó a preguntarme, a darme nombres y apellidos por si conocía a alguien, indagaba sobre muchos detalles e hizo énfasis en al menos dos muchachas y familias que había conocido durante su estancia en el Liceo Nacional de Zipaquirá. Pero solo coincidimos en el nombre del maestro Guillermo Quevedo Zornosa, compositor y prohombre de la ciudad, director eterno de la banda municipal, que daba retretas domini- cales en el parque principal después de misa y a las que el escritor acudía puntualmente, como yo lo haría también veinte años después. “Nunca supo el maestro (Quevedo Zornosa), ni me atreví a decírse- lo, que el sueño de mi vida de aquellos años era ser como él”, escribió el Nobel en Vivir para contarla. García Márquez pagó nuestra cuenta esa noche y al despedirse nos dijo, con ligera sorna, que nosotros le recordábamos cuando él era feliz e indocumentado. Acompañado de su mujer lo vimos salir de La Ópera y perderse por las calles del centro.

Desde ese momento leí sus otros libros, uno tras otro, y casi siempre experimentaba una cierta inquietud al terminarlos. Era una sensación de tristeza por que el libro se acabara y los personajes y las historias se quedaran reverberando durante semanas en la imaginación. Todos eran muy divertidos, no quería dejar de leerlos, que no terminaran y cuando llegaba el momento solo quedaba el silencio y la soledad. Me pasó con La increíble y triste historia de la cándida Eréndira..., con El amor en los tiempos del cólera, con Crónica de una muerte anunciada y Memoria de mis putas tristes. Sin embargo, creo que mi lectura de El general en su laberinto subió un tono más mi escala de desasosiego. La leí en un viaje de varios días entre Morelia y Arcelia. La terminé en esta última localidad, encerrado en un hotelucho sórdido y sofocante, lleno de mosquitos y zancudos que no daban tregua. Me imaginé que así, cercado por un mísero ambiente, iba Bolívar de regreso por el río Magdalena hacia la costa, traicionado y decepcionado, directo a la muerte, después de liberar cinco naciones. En la madrugada, bajo la luz amarilla de una bombilla donde revoloteaban sin descanso los pesados zancu- dos repletos con mi sangre, arribé al final del libro y no pude contener mi llanto al imaginarme a Bolívar cruzado de brazos, escuchando “las voces radiantes de los esclavos cantando la salve de las seis en los trapiches, y vio por la ventana el diamante de Venus en el cielo que se iba para siempre, las nieves eternas, la enredadera nueva cuyas campánulas amarillas no vería florecer el sábado siguiente en la casa cerrada por el duelo, los últimos fulgores de la vida que nunca más, por los siglos de los siglos, volvería a repetirse”. Y hoy, cuando supe a través de mi hijo que el escritor había muerto, se me anegaron de nuevo los ojos al pensar que el escritor que nos obsequió con tanto oro y tanto deleite, no vería ya florecer las campánulas amarillas el sábado siguiente, ni contemplaría los últimos resplandores de la vida que nunca jamás volverán para él a repetirse.

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