lunes, 25 de junio de 2012

Sólo por molestar

Junio/2012
Nexos
Antonio Ortuño


Soy inmune a las proclamas estéticas. Las preceptivas literarias me parecen innecesarias. Tienen un aire inocultable de frigidez. Son el futbol contado por los árbitros. Me aburre teorizar sobre lo que escribo y me aburre más hacerlo sobre lo que escriben otros. Soy un mal lector de teóricos y, me temo, incluso un pésimo nativo del siglo XX: soy incapaz de interesarme por las explicaciones de los textos más que por los textos mismos.

Suscribo aquella vieja frase de Evelyn Waugh: las explicaciones las dan los impotentes a las chicas, porque si algo funciona no hay nada que explicar. Ya sé que Evelyn Waugh, católico y derechoso, es una cita suicida, pues se espera que un joven bien peinado cite a Derrida. Pero no soy un joven bien peinado. Ni siquiera tengo cabello para peinar.

La mejor función que reconozco a la literatura es la de antídoto contra el tedio. Nunca leo un libro aburrido por disciplina. La disciplina es un valor de cadete naval. Por ello mismo, el principal motivo que tengo para escribir es divertirme. Escribo en un estilo que para algunos resulta virulento y para otros irreflexivo. Es decir, no arguyo supercherías teóricas para justificarme.

Nunca he amanecido a la espera de que las estructuras semánticas me emancipen. Soy, se están dando cuenta, deliberadamente grosero al hablar de literatura. Odio las languideces; odio la repetición de lugares comunes como “la novela ha muerto” o “un automóvil en movimiento es más bello que la Victoria de Samotracia”. Son frases que fingen resignación pero en realidad lindan con el despotismo. Frases histéricas de beato.

No hago una proclama en favor de la brutalidad ni aspiro a demoler la inteligencia. Sólo razono que la incomodidad con las formas narrativas que movía a las vanguardias y ciertas escuelas críticas ha pasado de subversión a canon, de secta iluminada a iglesia con santos, mártires y Evangelio. Una iglesia que reclama libros cada vez más estériles, estilos cada vez más sofocados y autores cada vez más reticentes a lo que signifique, siquiera por reflejo, vitalidad.

Han dejado de ser respetables para cierta crítica y, peor, para ciertos creadores, los personajes, porque a los personajes generalmente les suceden cosas. No: se preconizan discursos en los que no sólo no suceda nada sino que renieguen de la posibilidad misma de acción. La vida, después de todo, es una quieta tortura que toleramos con grandes esfuerzos, esfuerzos que agotan. Agarrotados por ese veneno que la maldita cobra nos inyecta desde el parto, sólo somos capaces de lanzarle los minúsculos suspiros de nuestro abatimiento. Liquidamos sus facturas de maldad con depósitos de languidez.

Ay de quien ose reírse: la carcajada es demolida con el simple levantamiento de una de las augustas cejas de la teoría. Que se rían los payasos y los tontos. El humor, faltaba más, consiste en esbozar una sonrisa que haga parecer a la Gioconda un gato de Cheshire con tétanos: la crítica mide el tamaño de esa sonrisa con la cinta métrica de la severidad y descarta a quien supere los pocos milímetros. No, señores: el arte se trata de expresar el malestar, la sinrazón de la existencia, los infinitos quebrantos que nos inflige este mundo pestilente.

Hemos, quién lo dijera, acabado por coincidir en esa actitud vigilante y delatora con los padres de la Iglesia, alcanzándolos en el purgatorio de la ortodoxia a través de la estrecha y maloliente vía de la crítica. Se trata de reflejar el malestar que sentimos todos —quien ría, incluso parcialmente, se ha autoexcluido de la especie.

Qué bello, señores, el dolor que enloquece. ¿No se colgó del pescuezo acaso todo un David Forster Wallace? Las letras, hoy más que nunca, celebran a sus practicantes más llorones y quejosos.

Lamento disentir. No me interesa el culto de la parálisis ni suscribo su catecismo. Odio la languidez; la melancolía, como motivo artístico, me aburre. Si la única función del arte consiste en la repetición cada vez menos reveladora de la sentencia del tigre Hobbes (“La vida es horrible y entonces te mueres”), habrá que buscar lo que necesitamos del arte en tiempos menos extenuados.

Yo sostengo que la Victoria de Samotracia es cada vez más bella que los puercos automóviles. Sostengo que la literatura, y en especial la veta de ella que ha significado el humor negro, es un juego muy placentero de jugar.

Como sé que me reprocharán la falta de nombres ilustres que apoyen mi tesis, tendré que citar algunos. Aquí van: Marcial, Petronio, Bocaccio, Quevedo, Shakespeare, Schopenhauer, Celine, Bulgakov, Waugh, Vian, Borges, Nabokov, Ibargüengoitia, Roth, Banville, Fonseca. Puedo remitir por correo una bibliografía completa al interesado. Pero la verdad es que no me interesan los listados de nombres ni las fichas sinápticas. Tampoco me interesa hablar de música, videoinstalaciones multimedia, internet, las generaciones de jóvenes talentos ni mucho menos de quienes piensan y escriben solamente si una mano encumbrada les arroja un cheque a las fauces.

Sólo me interesa, se han percatado ya, reírme. Y, ya que estamos en estas, molestar. 

Carlos Fuentes: El largo viaje

Junio/2012
Nexos
Héctor Aguilar Camín
 
Creo que fue Gabriel García Márquez quien dijo que Carlos Fuentes se imaginaba el cielo como una reunión de escritores.
 
Y que si al llegar al cielo descubría que los escritores estaban en el infierno, preferiría el infierno. Era una manera de decir que Fuentes obtuvo un placer mayor de la lectura y la compañía de sus contemporáneos. Y que la envidia, pasión profesional de todos los oficios, no tocó el suyo. En la mirada de escritor de Fuentes se cumplía con feliz indulgencia el dicho de uno de los Plinios, según el cual no hay libro tan malo que no tenga algo bueno. Leyendo a sus contemporáneos Fuentes descubrió, a principios de los años sesenta, la potente sintonía de obras y autores que terminó siendo el boom.

Mi primera impresión personal de Carlos Fuentes viene del domingo del año de 1964 en que dio en la Casa del Lago de la ciudad de México la conferencia anticipatoria del boom. Alguien había dicho célebremente, para la historia: América, novela sin novelistas. Quería decir que había en este continente historias extraordinarias que nadie sabía o se atrevía a contar. Alguien más, José Eustasio Rivera, al final de una novela, había descrito el destino inevitable de los habitantes de su historia: Se los tragó la selva.

Fuentes vino a decir aquella mañana de domingo a un grupo de escuchas entusiastas, que América ya tenía novelistas y que a sus personajes, como a los latinoamericanos todos, no se los había tragado la selva, la naturaleza indescifrada de sus exóticos países, sino que estaban, como nosotros, vivitos y coleando en las páginas escritas por un conjunto de autores, hijos novísimos de la ciudad, no de la selva, que vivían en París y Barcelona, habían leído a Faulkner y a Joyce, y eran el principio de una nueva sensibilidad de las letras españolas, comparable sólo a la que medio siglo antes había desatado el modernismo.

Fuentes esperaba a la entrada de la sala, conversando con Juan García Ponce, los brazos cruzados sobre los papeles de su conferencia, enfundado en un blazer azul marino que cubría una camisa azul siena, y una corbata roja de nudo cómodo y ancho. Miraba pasar a la multitud de ochenta personas y reía satisfecho bajo un elegante y alborotado bigote juvenil. Alguien dijo, mi amigo José María Pérez Gay que me arrastraba a la conferencia:
—Fuentes es el Cordobés de la literatura mexicana.

Se refería al torero de ese apodo que entonces arrebataba a la afición de México y llenaba cada domingo la gigantesca plaza de la ciudad, la Monumental Plaza México. Algo había de la espectacularidad del torero de moda en este hombre guapo y risueño, de piel bronceada y primeras canas en las sienes, que a la vez leía y actuaba su texto con ritmo y gestos de director de orquesta, dando paso a su alegato con largas y elocuentes citas de las novelas que venía a presentarnos, subrayando con sus énfasis vocales la calidad física, musical, de aquellos pasajes, sorprendentes y novísimos, de novísimos y sorprendentes autores de la lengua llamados Carpentier, Cortázar, Vargas Llosa, García Márquez (García Márquez llegó a este discurso después, pero ahora sería una mentira mítica decir que no estaba desde el principio).

Los acudientes a la buena nueva estábamos ya, incondicionalmente, bajo la influencia de Fuentes y empezaba a estarlo en esos años la literatura toda de lengua española, sacudida por originalidad de estas novelas y estos novelistas que le ponían nombre por fin a la América inenarrable.

Fuentes era comandante y vocero, autor y lector de aquellas obras, a la manera del guía y descubridor de un nuevo continente literario, radical y moderno, venido de Lima y Buenos Aires, de Bogotá y La Habana y de la ciudad de México, lugares todos posteriores a la selva, a la vez cosmopolitas y autóctonos, equivalentes absolutos en la literatura a la novedad absoluta de la política que era en esos días la Revolución cubana.

Repito aquí lo que he dicho en otra parte:
Como muchos otros mexicanos de mi generación, al menos los que nos aglomeramos ese día en la sala de la Casa del Lago, yo había empezado a leer a Fuentes a principios de los años sesenta con un fervor adolescente, iniciático. Quizá no exagere si hablo en plural y digo que nos deslumbraba de Fuentes no sólo la audacia pirotécnica de su prosa, sino también el personaje imantado que emitía aquellas luces y gritaba a los cuatro vientos: “Soy escritor y no hay nada mejor en la vida que serlo”.

Antes que ningún otro en México, antes que Octavio Paz o Juan Rulfo, Alfonso Reyes o José Revueltas, Carlos Fuentes fue la encarnación creíble de un escritor profesional en el doble sentido del término: su único trabajo era escribir y no requería sino de sus escritos y de su condición de escritor para vivir. En realidad, para vivir sobrado: mejor y más libremente que sus pares.

Los escritores mexicanos de entonces, como sus colegas latinoamericanos, combinaban todo tipo de oficios subsidiarios para sostener su vocación de escritores. Escribían textos alimenticios, artículos de primera necesidad, como bautizó Luis Cardoza y Aragón a las cuartillas apresuradas que se mandan a periódicos y revistas para comer más que para honrar la vocación. Se enganchaban a la ilusión de holganza del oficio diplomático, escribían discursos en altas y bajas esferas políticas o despintaban el escritorio de sucesivos empleos burocráticos o escolares. Eran todos náufragos de un medio cultural raquítico, donde había tantos autores como lectores y donde agotar ediciones de dos mil ejemplares en cuatro años podía celebrarse como una hazaña de ventas y aceptación del público.

Durante la década de los sesenta, de La muerte de Artemio Cruz a Cambio de piel, pasando por Cantar de ciegos, Cumpleaños, la crónica del mayo francés y La nueva novela hispanoamericana, Carlos Fuentes fue para mí el escritor por excelencia, el ejemplo, como el boom todo después, de una vocación asumida cuyo ejercicio indeclinable había sido premiado con el éxito. Algo más, y más preciado también: Fuentes era en esos años uno de los pocos escritores mexicanos en verdad independiente de las sujeciones económicas y mentales de su medio. Desafiaba nuestro provincianismo con una solvencia cosmopolita y una flagrancia sardónica que irritaban tanto como atraían, porque daban rienda suelta a uno de los artistas menos reconocidos de los muchos que confluyen en Fuentes: el dipsómano del kitsch y el esperpento.

Fuentes estaba en el mundo como un prestidigitador que mezclaba con libertad eléctrica la ficción y el ensayo, la pasión por el cine y por la fama, la libertad de costumbres y el brillo de la celebridad, la elegancia cosmopolita y el slang del barrio, la vulgaridad y el refinamiento, la alta y la baja cultura, mezclado todo en un lenguaje incandescente y desafiante, libre de toda contención, vecino del exceso y la desmesura, capaz de la exactitud naturalista y el impulso lírico, y de alcanzar una visión.

Éste es el Fuentes que busqué y hallé siempre, en distintas medidas, en el resto de sus libros, en el contexto de una obra torrencial, cuya cúspide inabarcable es Terra nostra, pero cuya geografía restante es tan plural, antojadiza, visionaria y ambiciosa como la primera gran salida al público que tuvo el autor con La región más transparente, summa de estereotipos y escenarios de una ciudad que antes que en la realidad existió en ese libro.

En la geografía de la ficción de Fuentes están las grandes alturas de La región más transparente, La muerte de Artemio Cruz, Cambio de piel, Cristóbal nonato, Los años con Laura Díaz, La voluntad y la fortuna. Están luego los valles intermedios, menos imponentes pero más que hospitalarios, suficientes para consagrar a cualquier otro escritor: Las buenas conciencias, Una familia lejana, Diana o la cazadora solitaria y la colección extraordinaria de Constancia y otras novelas para vírgenes. Sigue la variedad de parajes y escenarios rurales, míticos o citadinos de sus cuentos, Cantar de ciegos, Agua quemada o La frontera de cristal. Las estaciones históricas, de Gringo viejo, El naranjo o La campaña, y la tentación fantasmal sembrada en todo lo alto desde el arranque de su obra en Aura. Por toda esa geografía cruza y deja su huella un pintor de paisajes proclive a la metáfora extrema, el esperpento y la caricatura, y un contador de historias sacrílego y desmandado cuyo lenguaje sólo sabe correr riesgos mayores aun si el precio es una caída mayor. No hay control flaubertiano en esta prosa que se dispara en todas direcciones. Hay electricidad, abundancia, libertad y riesgo.

Conectado vitalmente, pero muy distinto del territorio torrencial de su ficción, es el mundo ensayístico de Fuentes, tanto en el orden histórico como en el literario. Incluye la visión anticipatoria de La nueva novela hispanoamericana, que organiza y crea a la vez su materia, la materia del boom, y sus sucesivos acercamientos al Territorio de la Mancha, esa comarca del idioma español que puede incluirlo todo, puesto que todo lo sembró en su lengua Cervantes, como Shakespeare en la suya. Del ensayista histórico, autor de El espejo enterrado, no hay que decir sino que es el edificio racional y luminoso, correspondiente al mundo oscuro y metafórico de Terra nostra. El espejo enterrado es quizá el ensayo más incluyente y enriquecedor de la tradición ibérica y su trasplante americano.

Finalmente hay el Fuentes político, el escritor metido en las circunstancias de su tiempo, y de su tiempo mexicano, el hombre de izquierda socialdemócrata, cuyo eje de certidumbres públicas y lealtades históricas cifran un puñado de personajes: Lázaro Cárdenas y Franklin D. Roosevelt, Felipe González y François Mitterand, William Clinton, Ricardo Lagos y Barack Obama.

Escribo esto al día siguiente de la muerte de Fuentes, una muerte sorpresiva, que lo tomó en unas horas, sin aviso previo. Una imprevisible hemorragia abdominal le quitó en unas horas, primero el conocimiento, y después la vida. Fuentes era una presencia tan cierta y necesaria, tan continua y familiar en el espacio público mexicano, y tan activa y lúcida, que parecía inamovible. Estaba en plenitud de sus facultades, con la única prisa de bendecir y aprovechar el día. Al final de una cena reciente en su casa, con un grupo de puertorriqueños harvardianos que lo habían acompañado a Xalapa, Ángeles Mastretta le dijo:
—Carlos, nos vas a durar cien años.

Y él respondió:
—Conque dure mañana. Le doy la bienvenida a cada día.

En estas horas posteriores a su muerte inesperada han ido cayendo en mí, poco a poco, imágenes del Fuentes que traté en estos años, del que vi recibiendo premios en España y Holanda o dando conferencias en Río de Janeiro y Nueva York. Del Fuentes aterido y estoico, vuelto un solo dolor contenido con Silvia Lemus en distintos momentos de enfermedad y agonía de sus hijos Carlos y Natasha, el Fuentes que escuchó en vida elogios que la vida suele otorgar sólo a los muertos. De todo lo que pasa por mi cabeza en estas horas de sorpresa y luto, lo que se acaba imponiendo es una imagen trivial, de hace unos años, en el aeropuerto de Houston. Fuentes entra al aeropuerto delante de nosotros jalando una maletita para tomar un avión. Es el principio de uno de sus agotadores tours de conferencias por distintas ciudades de Estados Unidos. Venimos juntos al aeropuerto pero él va a un lugar y nosotros a otro. Lo vemos seguir rumbo a su puerta de embarque, solitario y con prisa juvenil, imantado y dispuesto al viaje, con la prestancia de un muchacho de setenta y cinco años, los que tiene entonces. Esa imagen trivial de repente cifra para mí la verdad profunda de la vida de Fuentes, un escritor que viajó como pocos por su imaginación y la de otros, por ciudades y países, por otras lenguas y otras literaturas, siempre imantado y dispuesto a moverse, a explorar, a probar lo distinto, leer lo nuevo, fecundarse de lo inesperado.

No va a descansar en paz. 

domingo, 24 de junio de 2012

Poemas que son plegarias

24/Julio/2012
Jornada Semanal
Jair Cortés


Para mi Suky y mi Kaiser, estas palabras sin correa…
En mi época universitaria trabajé como mesero en un restaurante (propiedad de unos tíos, quienes me dieron casa y alimento los cinco años que duró la licenciatura en Literatura Hispanoamericana).  En todo momento me sentí adoptado por la generosa familia Ordóñez Brasdefer, que me veía como a un hijo. Sin embargo, fueron tiempos difíciles porque mi madre trabajaba en el norte de México para poder financiar parte de mis estudios, y los de mis hermanos, a quienes extrañaba profundamente. También sentía nostalgia por los amigos de aquel puerto tropical donde había transcurrido parte de mi infancia y adolescencia.  Me mantenía firme gracias a las cartas de mis seres queridos, es decir, gracias a las palabras que venían del corazón y la mente de aquellos a quienes yo amaba, y de los libros que iba encontrando en el camino o que amigos míos ponían frente a mí, para la nostalgia:  Li Po; para comprender los excesos de la libertad: On the road, de Jack Kerouac; para la melancolía adolescente y la idea de resurrección: Oscura palabra, de José Carlos Becerra; para asuntos filiales y el infierno de la burocracia:  Franz Kafka.
Creo que una de las lecciones más reveladoras acerca de la fuerza de la palabra poética fue cuando Manuel (amigo y compañero mesero) me mostró una hoja que guardaba en su cartera y que tenía escritos a mano los siguientes versos:  “…soy otro cuando soy, los actos míos/ son más míos si son también de todos,/ para que pueda ser he de ser otro,/ salir de mí, buscarme entre los otros,/ los otros que no son si yo no existo,/ los otros que me dan plena existencia,/ no soy, no hay yo, siempre somos nosotros”.  Le pregunté si sabía de quién eran esos versos.  “No son versos, es una oración que rezo todos los días”,  me respondió tajante.  Supe que este fragmento de  “Piedra de sol”,  quizá uno de los poemas más famosos de Octavio Paz, había trascendido el territorio de la literatura para incrustarse en el de la vida espiritual de un hombre, borrando títulos y autores. Dejé las cosas como estaban; aunque yo supiera de quién se trataba, no era yo el  “maestro”  si no la poesía que me enseñaba lo que era sobrevivir día a día.
Ahora, con más lecturas en mi vida, tengo un conocimiento mayor acerca de obras, autores y corrientes literarias, pero sigo pensando en muchos poemas como plegarias personales, conjuntos de palabras que,  al estar unidas, generan energía más allá de la razón y el entendimiento, como aquellos versos de un poema de Leonard Cohen, contenidos en su maravilloso libro La energía de los esclavos, que recuerdo siempre y son mi fortaleza y fe en días aciagos (como estos días en que escribo estas líneas):  “Yo no me maté cuando las cosas me fueron mal/ no me dediqué ni a las drogas ni a la enseñanza./ Intenté dormir, pero cuando me di cuenta que no podía dormir/ aprendí a escribir./ Aprendí a escribir/ cosas que pudieran ser leídas/ en noches como ésta/ por gente como yo.”

martes, 19 de junio de 2012

El verbo tallerear

19/Junio/2012
Milenio
Cristina Rivera Garza

Para Karen, Oriana, Ari, Juan Carlos,
Erika, Lucrecia, Ana, Marina y Gaby

En Cartas a Alice cuando empezó a leer a Jane Austen, la novela epistolar que la neozelandesa Fay Weldon publicara en 1984, le recomienda a una sobrina con aspiraciones de convertirse en escritora (la Alice del título) que se lo pensara muy bien antes de dar sus manuscritos a leer a ojos ajenos. A final de cuentas, así iba el argumento, la única palabra que realmente contaba era la del editor —quien decidiría si apostaba o no por un texto por razones que bien podían ser literarias o de otro tipo. Todo lo demás, decía la autora y tía, no pasaba de ser o bienintencionado intercambio de ideas o inútil parloteo entre conocidos.
Es un tanto paradójico repetir las palabras de Feldon justo cuando comienza un taller, pero lo hago de todas maneras. No es del todo descabellado recordarnos a todos los participantes que, cualquier cosa que acabemos por decir en las largas y muy personales sesiones, poco o nada podrá contra la última palabra: un contrato con una editorial. Mi intención no es invalidar el intercambio de ideas, sino invitarnos a poner los pies sobre la tierra: lo que estamos haciendo ahí, todos juntos alrededor de una mesa, es comentar de manera detallada y consciente, de manera rigurosa y civil, ciertas interpretaciones de lectura. Nada más. Pero tampoco nada menos.
La verdadera estrella de un taller literario no es la escritura sino la lectura. Volver explícito el papel del lector, su función como generador de texto, es tal vez el elemento más relevante y productivo de un taller. No es del todo raro que los que escriben suelen no ver claramente la serie de decisiones que han tomado respecto y con el lenguaje para producir una experiencia única en el lector. Ya sea porque se inscriben en tradiciones literarias con apariencia de ser universales o únicas, o ya porque denominan como inspiración u oficio al arduo trabajo de decisión que conlleva todo proceso creativo, el escritor suele escribir automáticamente. Lo que un taller hace es, a menudo, enseñar al escritor a ver críticamente lo que hace mientras toma decisiones en el proceso de escritura.
Por eso es que en la mayoría de los talleres de escritura que funcionan no sólo se omite la voz del autor del texto en turno sino también cualquier posibilidad del lector de preguntar directamente al autor sobre sus intenciones o, en su caso, sobre su acierto o no como lector. En lo que concierne al verbo tallerear, el autor no está presente o, incluso, es una función vacía, mientras se comenta su texto. Un buen lema en estos asuntos es que, si no está en el texto, no existe. Otro buen lema es: no hay mala lectura o lectura equivocada del texto. Independientemente del autor o, tal vez con mayor precisión, más allá de ella, la soberanía le pertenece de entrada al lector que revisa, para volverlas explícitas, las reglas con las que un texto funciona o no.
Por eso es que suelo iniciar mis talleres recordándonos a todos que no estamos ahí para decir si algo nos gusta o no —asunto del todo personal, sino es que hasta metafísico, que de poco o nada sirve a la escritora. Si algo nos gusta o no, o nos provoca tal o cual reacción, lo mejor es, sin duda, volver al pasaje en cuestión y, a través del comentario puntual, hacer visibles tanto para lectores y escritores la serie de decisiones respecto al lenguaje que funcionan ese escrito. ¿Es una puntuación entrecortada que en mucho reproduce las emociones de la trama? ¿Es la repetición de ciertos sonidos que, encadenados con cierto patrón, producen un ritmo especial de lectura? ¿Es una ausencia total de adjetivos que, al desnudar al sustantivo, coloca al lector frente a frente con los aspectos más sólidos del mundo? ¿Es la repetición de un “que” informándonos que estamos escuchando algo indirectamente, con la voz baja del rumor o el chisme? Antes de utilizar cualquier juicio de valor (esto es magnífico o débil o espantoso), siempre es necesario aclarar qué en el lenguaje produce ese efecto en el lector.
Los egos de los escritores y los aspirantes a convertirse en escritores son legendarios. Tal vez no haya ejercicio más relevante para ambos en este sentido como re-escribir los textos que se ofrecen para su revisión y comentario. Después de todo ¿qué lectura es más radical y cuidadosa que la escritura misma? Limitar los comentarios del taller a las escrituras intervenidas, y descartar la de los textos “originales”, nos recuerda que toda escritura es, en realidad, una escritura intervenida. También nos recuerda que, seamos conscientes de ello o no, siempre escribimos en colaboración con otros. La escritura no es una práctica aislada sino una tarea comunal. Comentar la intervención como si fuera “el original”, tratar de descubrir las reglas de ambos procesos escriturales sin tener del todo claro qué pertenece a quién, suele recordarnos también que nuestro colega, el que se sienta a mi lado como mi próximo y mi prójimo, es ante todo un lector —de libros, sí, pero también de seres, procesos, almas.
No es extraño que los talleres de este tipo produzcan comunidades equilibradas y lúdicas, deseosas de experimentar más, y no menos, con todas las herramientas a la mano, o de inventar, si el caso lo requiriera así, las que están un poco más allá de esa mano, no del todo visibles aún pero sí ya divisables desde la algarabía del que descubre y, por descubrir, explora y, por explorar, se pierde. Tengo la impresión de que es entonces, y sólo entonces, que estamos por fin escribiendo.

lunes, 18 de junio de 2012

En busca de la historia formativa de Monsiváis

18/Junio/2012
El Universal
Yanet Aguilar Sosa

Carlos Monsiváis fue dos veces becario del Centro Mexicano de Escritores (CME). En ese espacio de formación de literatos donde Juan Rulfo terminó de escribir “Pedro Páramo” y “El llano en llamas”, Vicente Leñero construyó “Los albañiles” y Juan García Ponce puso punto final a “La casa en la playa”, Monsiváis fue becado para trabajar tres libros de ensayos; sin embargo, ninguno de esos trabajos vio la luz durante su estancia en el CME.
Monsiváis quiso con ese par de becas tener tiempo y holgura económica para escribir tres obras ensayísticas: una sobre la historia de las ideas en México; otra sobre la generación de Los Contemporáneos: Jorge Cuesta, José Gorostiza, Xavier Villaurrutia, Carlos Pellicer; y una más de los subgéneros literarios: western, horror, novela rosa, cuento de hadas y cómic.
A dos años de su muerte -que se cumplen mañana-, revisamos el expediente de Carlos Monsiváis en el Centro Mexicano de Escritores; allí, entre notas periodísticas que dan cuenta de su ascenso como intelectual vital de la sociedad mexicana, de su conciencia luminosa y su ejercicio en diarios y revistas de circulación nacional, están las propuestas que hizo el cronista y ensayista mexicano nacido el 4 de mayo de 1938, para acceder a las becas, también están los contratos y diversos documentos sobre su paso por ese espacio que durante más de cinco décadas fue el epicentro de la literatura mexicana de la última mitad del siglo XX.
Se trataba desde entonces de un hombre con una vitalidad a toda prueba y en esa vitalidad una enorme capacidad creativa que lo hacía moverse en muchos planos y variadísimos proyectos; en ese momento lo mismo ejercía el periodismo en revistas, diarios y en la radio, que dictaba conferencias, editaba, daba clases y por supuesto escribía libros y concursaba para becas.
El arte de ensayar
A los 24 años, “Monsi” ya se sabía ensayista, pero era consciente de que requería una formación con mayor solidez. En su carta de motivos para acceder a la beca en el ciclo 1962-1963, escribe: “Mis intereses inmediatos fundamentalmente están en dos aspectos. El primero es la adquisición de una amplia base cultural, y el segundo, la obtención de un aparato óptico, de un método de investigación. Al poseer ambas condiciones, condiciones que sólo pueden ser obtenidas a través del estudio, podré superar la superficialidad y el impresionismo crítico que caracteriza mis actuales trabajos”.
En esa carta que el joven ensayista dirige a Margaret Sheed -norteamericana fundadora del CME y su presidenta vitalicia-, Monsiváis asegura que esa beca, necesaria en el “movimiento de aprendizaje y formación en que me encuentro”, le permitiría dedicarse en forma íntegra a la confección de dos libros de ensayos y al mismo tiempo prescindir de “una serie de trabajos eventuales que me llevan la mayor arte del tiempo y que tienen más que ver con el periodismo que con la literatura”.
Los dos libros de ensayo de los que habla Monsiváis tienen que ver con Los contemporáneos y con los subgéneros literarios. En el primero, pretendía examinar en alrededor de 250 cartillas, el panorama de la literatura mexicana y el ambiente cultural y social en el que surgieron Carlos Pellicer, José Gorostiza, Xavier Villaurrutia, Salvador Novo, Jaime Torres Bodet, Gilberto Owen, Jorge Cuesta y Bernardo Ortiz de Montellano.
En el segundo proyecto pretendía “analizar su valor intrínseco y su proyección social” de subgéneros literarios como la literatura del oeste o western, la novela rosa, la literatura de horror, el cuento de hadas y el cómic, el folletín y la novela de aventuras, la ficción científica y la literatura policial; esto en alrededor de 300 cuartillas.
El cronista de la Portales finalizaba su plan de trabajo con una sentencia: “La terminación de ambos libros, para los cuales llevo adelantados notas y bosquejos, será el compromiso que contraiga con el Centro Mexicano de Escritores, en caso de obtener la beca” . La realidad es que obtuvo la beca pero no concluyo las obras.
Incluso, en el Expediente Carlos Monsiváis que se encuentra en la Caja 17 del Archivo del Centro Mexicano de Escritores que está a resguardo del Fondo Reservado de la Biblioteca Nacional, hay copias de varias cartas fechadas en 1963 enviadas al escritor por Felipe García Beraza, secretario del Consejo de administración del CME, solicitándole razones de sus ausencias, llamándolo a dar informes de sus trabajos o reiterándole su compromiso con entregar la obra.
En el expediente consta también el telegrama original en el que Carlos Monsiváis, fue avisado el 14 de agosto de 1962 y se le concedía la beca entre agosto de 1962 y agosto de 1963. “Felicitaciones. Ruégasele presentarse mañana cinco tarde”, fimada por Margaret Sheed.
En esa primera solicitud de beca, Carlos Monsiváis anexó un listado con 25 momentos de su ejercicio profesional hasta el momento; entonces destaca su actividad como profesor de literatura mexicana en la Escuela Nacional preparatoria o de materias culturales en la Casa de la asegurada, cuando tenía alrededor de 30 años; su gestión como director del Departamento de Voz Viva de México y supervisor literario de Radio Universidad -donde tuvo varios programas- y secretario de redacción de revistas como Estaciones, Letras nuevas, Medio siglo y Nuevo cine.
Segunda oportunidad
El afán de Carlos Monsiváis por los proyectos ya era entonces abrumador y su personalidad dispersa, trabajaba al mismo tiempo en sus libros y en muchas otras cosas; ejercía el periodismo y tenía programas en Radio Universidad donde además producía programas para niños y sobre cine.
En medio de esas labores, en 1967 Carlos Monsiváis solicitó una renovación de su beca en el Centro Mexicano de Escritores, ahora para escribir el libro de ensayos “Hacia un panorama de la cultura mexicana en el siglo XX”, de 300 páginas aproximadamente y dividido en 18 capítulos, en el que abordaría la historia de las ideas en México desde Alfonso Reyes y José Vasconcelos hasta los Siete sabios y el Hyperión.
En su solicitud de beca recuerda la beca que se le concedió entre 1962-1963, acepta no haber terminado ese proyecto pero dice que le sirvió como “esquema y esqueleto al prólogo de la Antología de la Poesía y como material básico para diversas labores ensayísticas. Debo reconocer también el enriquecimiento crítico que obtuve gracias al método de trabajo en común que norma la relación del Centro con sus becarios”.
En esa misma carta de motivos, Monsiváis esgrime razones de fondo para que le renueven la beca y fundamenta su petición en sus aspiraciones como escritor, allí señala: “Dada la pobreza de la crítica y el ensayo literario en México, pobreza que encuentra su génesis en la carencia de escuelas o núcleos formativos, mis aspiraciones como escritor se centran ahora, de modo primordial, en la tarea de resolver o remediar mis deficiencias de formación”.
A Carlos Monsiváis le renovaron la beca en el periodo 1967-1968, pero el libro de las ideas que planeaba escribir no lo terminó en tiempo y forma. El expediente de su paso por el CME incluye notas periodísticas de cuando ya era el gran intelectual, también contiene una carta firmada por su madre, Esther Monsiváis, del 17 de julio de 1971 donde envía los datos de su hijo no mandaba al CME.

domingo, 17 de junio de 2012

Elogios forzados

Junio/2012
Letras Libres
Enrique Serna


En teoría, los cenáculos presididos por grandes figuras de las letras o el pensamiento deberían estar a salvo de la mediocridad, pues el líder exige a sus miembros un alto grado de excelencia que automáticamente cierra el paso a los buscadores de prestigio. Pero en los cenáculos monárquicos suele haber también lacayos, pajes, chambelanes, ayudas de cámara, y más de una vez ha ocurrido que en el séquito de un intelectual prestigioso desempeñen estas funciones escritores de poca monta en busca de relumbrón. Frente al público y frente al resto de la comunidad cultural, un cenáculo influyente y poderoso se debilita cuando admite en su seno, por conveniencias del monarca, a la servidumbre que hace el trabajo sucio y, a cambio de ese servicio, pretende haber obtenido laureles imperecederos. Sin embargo, por comodidad, vanagloria o cálculo mezquino, algunas figuras literarias prefieren devaluar las condecoraciones que otorgan para conservar un séquito servicial y obsequioso. En el ensayo La escuela romántica, Heinrich Heine acusó a Goethe de haber incurrido en esa falta de ética: “Los aristócratas intelectuales de Alemania tenían sobrados motivos para desconfiar de Goethe. Temía a todo escritor independiente y original y elogiaba a todo espíritu mediocre e irrelevante. Llegó tan lejos por ese camino que acabó siendo sello de medianía recibir un elogio suyo.”
La confusión que genera el favoritismo doloso de una autoridad cultural tiene consecuencias en todo su ámbito de influencia, no solo entre los miembros de su séquito. Si los elogios de Goethe perdieron credibilidad entre la élite literaria alemana, como afirma Heine, seguramente no se devaluaron ante los esnobs, que debieron de haber aceptado a ciegas sus bendiciones papales. Una figura de la talla de Goethe puede salir indemne de estas prevaricaciones, pero con ellas deja de cumplir su principal responsabilidad social: orientar con franqueza y honradez al lector común. Por supuesto, no todas las alabanzas falsas obedecen a un maquiavelismo calculado. Algunos escritores las prodigan por debilidad de carácter, confiando en que la gente no les dará crédito. Obligado a elogiar por compromiso a muchos escritores de la nobleza, el doctor Johnson hizo un deslinde sanitario para que sus amigos íntimos pudieran separar el oro del cobre: “Cuando elogio un libro sin que me hayan pedido mi opinión, es un elogio honesto, en el que se puede confiar –advirtió en una charla recogida por Boswell–. Pero si un autor me pregunta si me gusta su libro y yo le digo algo parecido a un elogio, no deben considerarlo mi opinión verdadera” (34). Como solo un reducido número de literatos conocían esta clave secreta, y Johnson escribió cientos de elogios forzados, el público seguramente los tomaba por buenos.
Cuando la valoración del talento se convierte en un secreto reservado a una minoría selecta, la única que sabe leer entre líneas, porque así lo exigen las conveniencias sociales, la familia literaria genera dos clases de prestigios: uno de bisutería, en el que el público ingenuo cree, y otro, el de verdaderos quilates, que los miembros del cenáculo atesoran a espaldas de los incautos. Esta situación confunde a la gente y beneficia más aún a los buscadores del prestigio ilegítimo, pues nadie puede ya desenmascararlos después de otorgarles un certificado de excelencia. Sin embargo, la minoría enfrascada en este juego tortuoso confía en que las falsedades que se ha visto obligada a difundir tarde o temprano caerán por su propio peso. Así ocurrió, por ejemplo, con los elogios y los prólogos que Rubén Darío escribió a regañadientes para complacer a cientos de admiradores. En su época todavía se estilaba que los poetas escribieran versos laudatorios en los álbumes de las damas de sociedad con veleidades literarias, y como Darío era un galante caballero, jamás les negó un cumplido. Tampoco podía lastimar a los poetastros que le pedían opiniones sobre sus obras, menos aún cuando traía algunas copas de más. De tanto prodigar elogios, logró devaluarlos a tal extremo que ya nadie los tomaba en serio. Ernesto Mejía Sánchez, editor de Darío y gran conocedor del modernismo, creía que el poeta usó esta estrategia para defraudar a quienes creían que el prestigio se puede endosar como un cheque. Sin duda dio gato por liebre a la gente que lo asediaba, pero quizá el público le habría agradecido que hiciera recomendaciones genuinas, en vez de someterse una y otra vez a la dictadura de los buenos modales. La injusticia en la valoración del talento se traduce tarde o temprano en una pérdida de poder cultural efectivo, porque la credibilidad de cualquier árbitro sufre una merma considerable cuando engaña al público sistemáticamente. Por desgracia, esta tradición sigue viva en la república literaria de hoy. Mientras la crítica esté sometida a los sagrados deberes de la amistad, nunca podrá frenar ni contrarrestar a la mercadotecnia editorial.

Poesía y dignidad

17/Junio/2012
La Jornada Semanal
Juan Domingo Argüelles


Hace poco, con motivo del asesinato del poeta y traductor Guillermo Fernández, rescaté una entrevista que le hice en 1989, y pude observar que todo lo que él dijo hace más de dos décadas sigue vigente. Pero en especial revaloré tres afirmaciones cuyo sentido ético y poético es necesario reiterar.
Guillermo Fernández (1934-2012) fue un crítico certero del poder, y jamás se anduvo por las ramas en este tema. Él sabía, y decía, que quien pacta con el poder o se deja manipular por él se vuelve menos poeta, o bien se niega por completo (se anula) en el momento mismo en que usa la poesía para cantar y elogiar al poder y a los poderosos. La poesía, por dignidad y congruencia, no puede reconocer otro poder que no sea el de la ética poética donde confluyen la inteligencia y la sensibilidad, el arte y el bien.
Hace veintitrés años el autor de Bajo llave dijo:  “El poeta debe vivir con el mínimo de indignidad, aunque a muchos esto parece preocuparles muy poco.” Esta es una lección que Fernández aprendió de Cernuda, aquel Cernuda que, como nos lo recordó José Emilio Pacheco en uno de sus recientes  “Inventarios”,  sentenció lo siguiente: “No creo en nada, no quiero nada, no espero nada.” El poeta no vive para las recompensas del poder ni para las celebraciones del éxito. Si estas son sus metas, más que poeta es un esclavo o un bufón.

Otra afirmación contundente de Fernández es consecuencia de la anterior:  “No amo el poder en ninguna de sus formas; me repugna, me parece vomitivo. No basta con pensar que hay gobiernos aún peores que los nuestros. Yo creo que todos son igualmente abominables.” Pecar de ingenuos frente al poder es lo que más se nos da a los poetas. Una cosa es que el poder te use sin tu consentimiento, pero otra muy distinta es que te dejes usar a sabiendas de que te están usando, pero que lo haces porque la simple promesa de la recompensa pecuniaria o prestigiosa te hace agua la boca.
La tercera afirmación no es menos severa:  “Me molesta el hecho de que la gente se deje pisotear, manejar, conducir. Me irrita la vocación de los esclavos.” Para Fernández sólo los ilusos no saben que viven constantemente en “libertad condicional”, y justamente éste es el título de uno de sus poemas que dice así: “No te hagas ilusiones/ Alguien –¿a quién y desde cuándo?–/ algo pidió a cambio de nosotros/ Por eso abrimos nuestros día tras día/ y empezamos puntual y ciegamente/ a girar sobre el eje de su máquina/ Algunos de nosotros/ los más dóciles/ vivimos más o menos satisfechos/ en libertad condicional:/ purificamos nuestro espíritu en la jaula/ de caracoles puestos a purgar."
La poesía, si lo es, siempre resulta un ejercicio de la dignidad crítica y no únicamente de la canción celebradora del mundo. Esta también es una lección de un poeta grande como Ezra Pound, quien en cierta ocasión escribió que sólo los poetas pueden juzgar a los poetas, porque quien no entiende la poesía está imposibilitado para tener una mínima noción de la profundidad y la superficie. Los poetas, cuando lo son, tienen la capacidad de distinguir una cosa de otra y, además, de salir del fondo más oscuro de la tiniebla humana y continuar viviendo como peatones comunes y corrientes. Mal cuento, por supuesto, para quienes creen que son poetas hasta cuando obran en su acepción más digestiva.
Nicanor Parra escribió:  “Me da sueño leer mis poesías/ y sin embargo fueron escritas con sangre.” Luego dijo: “Me defino como hombre razonable/ no como profesor iluminado/ ni como vate que lo sabe todo./ Claro que a veces me sorprendo jugando/ el papel de galán incandescente/ (porque no soy un santo de madera)/ pero no me defino como tal./ Soy un modesto padre de familia,/ un fierabrás que paga sus impuestos./ Ni Nerón ni Calígula:/ un sacristán/ un hombre del montón,/ un aprendiz de santo de madera.”
He ahí una declaración de la dignidad poética o de la poética de la dignidad. En un mundo donde la poesía es lo menos importante, estamos hablando de excepcionalidad. Excepcional es el poeta que sabe que la poesía no se rinde jamás frente al poder (cualquier poder), como lo dijo también, en otro poema, Guillermo Fernández:  “Pierdes el tiempo triturándome los huesos/ Escupiendo mi taza de café pierdes el tiempo/ Pierdes el tiempo estrangulándome los huevos:/ los tienes en tus manos pero pierdes el tiempo.”
Todos los poetas que se respeten son excepcionales, no necesariamente en cuanto a la calidad de su poesía, sino sobre todo y por principio porque, por su misma individualidad y su propósito, se apartan de la uniformidad, de la manada.

Monsiváis o la cornucopia de un cronista

17/Junio/2012
La Jornada Semanal
Abelardo Gómez Sánchez

Esta entrevista, totalmente inédita durante veinticuatro años, se verificó en junio de 1988: aires de campañas presidenciales electrizaban el ambiente: las de Clouthier, Salinas y Cárdenas. Celebrada en aquel año clave –del neocardenismo y un neopanismo con Clouthier a la cabeza–, si bien es una crónica conversada de los acontecimientos políticos y culturales de la década, también es un breve pero ilustrativo y convincente itinerario periodístico y literario del siglo XIX y aún más sobre el siglo XX desde las órbitas temáticas distintivas del escritor Carlos Monsiváis: la crónica de la crónica, la ironización del poder y la clase política, las culturas populares (las tradicionales y la industrial), la crítica a las izquierdas desde la izquierda, la sociedad civil, el feminismo y las minorías sexuales, la tolerancia, los movimientos políticos y culturales todos: casi desde el Éxodo de Moisés a la Perestroika. Así era Monsiváis. Su inconfundible estilo, que aquí actúa oralmente, es garante de la amenidad de esta conversa. Está comenzando febrero, Víctor Ronquillo y yo platicamos en el tercer piso de la Torre Latinoamericana y caemos en la cuenta de que este año Monsiváis cumplirá cincuenta de edad. “Estaría bien hacerle una larga entrevista acerca de toda su trayectoria.” “Yo se la hago”, dije. “Ora, para México en la Cultura, yo le digo a Taibo II”, dice Ronquillo. “Sale.” Comienzo a diseñar la entrevista y a recopilar materiales. Ya estamos en marzo y le hablo a Monsiváis. “¿Una entrevista sobre qué? ¿Quién la va a publicar?” “Taibo II, pero quiero una entrevista larga, necesito dos sesiones.” “¿Por qué no mejor me explicas bien qué quieres hacer?”, dice, y me cita en su casa en una semana. Llego preparado para la entrevista. “¿Cuál es la idea?” Quiero hacer una retrospectiva de tu actividad periodística, política, cultural y literaria.” “No, no, no.” Lo discutimos brevemente y se niega: “No, no tiene caso.” Entonces me dice que acaba de publicar dos libros: Entrada libre y Escenas de pudor y liviandad y que hablemos de eso, me los da y me dice: “Léelos por favor y me llamas.” La entrevista se va hasta junio. Llega el día, nos sentamos en el sector principal de su biblioteca: siete mil libros. “Te pareces a los de Televisa”, me dice. “¿Por qué?” Me saco de onda porque estoy participando en la campaña de Cárdenas, a quien ya se sumó Heberto Castillo. “Porque usan libretita y grabadora, chambean con las dos.” Se ríe. “Sí. Es necesario.” “Soy todo oídos”, me dice. Y no me lo repite, enciendo la grabadora y agarro mi “libretita”.

–En la mayoría de tus textos hay constantes temáticas; una de ellas es la indagación, el acoso y la visión humorística de los mecanismos del poder en México y de sus personajes más representativos. ¿Por qué?
–Si intentas hacer crónica en México, el poder es inevitable porque ha ocupado casi todo el espacio de atención; con una sociedad civil tan débil, tan atomizada y tan carente de vías orgánicas de expresión, lo natural es que el poder ocupe vertiginosamente todos los espacios. Un poder tan difícil de examinar como es el pri, que por una parte representa la estabilidad y, por otra, la corrupción y el aplastamiento de las voluntades, la imposibilidad de la justicia social, entonces para mí entender el poder ha sido una tarea básica; uno nunca lo logra del todo, pero va consiguiendo así formas, fragmentos, jirones de ese tropel, a la vez tan congelado y tan en desbandada que llamamos el poder en México; creo que no se puede entender el desarrollo de la sociedad sin el PRI.
–¿Cuál es la tradición en México de la indagación del poder?
–Hay una tradición y la hay de muy distintas maneras. No es lo mismo la actitud de Novo después de la época de Cárdenas ante el poder, que la actitud de Elena Poniatowska, pero lo cierto es que siempre ha llamado la atención el México de la estabilidad. Los cronistas del siglo XIX no narraban el poder, se enfrentaban a la historia; el concepto que a ellos les importaba no era el poder sino el modo en que las acciones serían vistas por un juez implacable que era la historia, eso es lo que anima Memorias de mis tiempos, de Guillermo Prieto, la historia, y se enfrentaban a la sociedad que estaba surgiendo y a la que había que rodear, examinar, juzgar, ponderar, de diversas maneras pero, a partir del momento en que el PNR se convierte en la fuerza dominante de la conducta política, y en el orden dispensador de bienes y de males, creo yo que la atención al poder está en muchísimos escritores. Ciertamente quien comercializó e industrializó esa atención fue Luis Spota en su casi incontable serie de novelas sobre la conducta presidencial y los poderosos, pero no creo yo que Spota examine tanto los verdaderos mecanismos del poder como la anécdota y el rumor en torno al poder. Spota lo que hace es novelar el chisme, lo que está en los cafés, en las columnas políticas, etcétera; no se acerca al mecanismo real, sino a lo que está visible, el modo en que ese mecanismo encarna en las apetencias, las intrigas, las discordias, los golpes bajos, de un grupo de gente en la cúspide, que me parece que sólo es una parte, la más degradadamente visible, de los mecanismos del poder.
–¿Por qué la parodia o la caricatura prosística a propósito del poder y no explotar lo trágico? El tema tiene un amplio filón trágico.
–Sí, pero eso es cuestión de temperamentos. Yo, como buen paranoico, carezco de temperamento trágico; vivo tan a diario la tragedia que me agobia y que me acecha, que en el momento de escribir no pienso en ella porque ya está subsumida en la teatralización cotidiana, y mi perspectiva es la parodia y me gustaría que fuese la ironía, porque es el modo en que me entiendo más fácilmente, desde el punto de vista temperamental, con los fenómenos; no creo que esto sea una receta o vía única, simplemente creo yo que dentro de todo, la parte risible, grotesca, onerosamente humorística en las distintas formas del poder es tan vigorosa que uno no puede desperdiciarla.
–Tú has dicho que en México cada escritor inventa su tradición…
–Eso lo dice todo mundo…
–¿Eso fue lo que hiciste en tu antología A ustedes les consta?
–Aquí es inventar cada quien. Pero no, esa es una parte donde está una parte de la invención que me interesa, pero es una tradición más vasta como la de todo escritor. Rulfo se inventa la tradición del suizo Ramuz, de Faulkner, de José Guadalupe de Anda, la tradición oral de Jalisco, y selecciona de ahí lo que le interesa, y uno juzga muchas veces la tradición de Jalisco a partir de Rulfo y acaba siendo Rulfo precursor de aquello que lo antecedió. Yo pienso que Novo recurre mucho a Bernard Shaw, a Oscar Wilde, a Charles Lamb, que son gente que le entrega las técnicas, que son visiones de la prosa y concepciones del modo en que se puede verter lo que a él le interesa, y con eso está eligiendo una tradición. En mi caso, con la modestia debida, elegí una tradición que es muy diversa porque ya correspondía que lo fuera, no es únicamente literaria sino cinematográfica, radiofónica, con elementos del cómic, de la canción popular, porque ya era otro momento cultural; yo no podía ignorar a la Familia Burrón, tampoco a Wilde, a Shaw o Twain ni a Novo, ni a Guillermo Prieto ni a José Tomás de Cuéllar; entonces parece que es una tradición tan vasta que además se modifica tanto, que no tiene mucho sentido seguir hablando de las influencias; es un mundo demasiado complejo y animado como para fijarlo en dos o tres nombres. 

–¿Cuál fue entonces el criterio de selección en la antología de crónica?

–Bueno, los que me parecían importantes; es un criterio histórico, es una antología que pretende ser histórica; entonces estaban ahí los que me pareció que habían sido importantes, como formas, como autores, como estilos. Después de hacer la antología descubrí que había cometido varias injusticias y sobre todo que conocía, muy parcialmente, a algunos autores; después leí ya completa la crónica de Altamirano y descubrí que es mucho más compleja y variada de lo que yo presento; he leído después a José Tomás de Cuéllar, ya casi exhaustivamente y lo mismo me sucede; creo que la falta de disponibilidad de algunos materiales me hizo verlo como menos rico y menos importante de lo que es, y en lo que se refiere a las nuevas generaciones, algunos de los que incluí ya han dejado de trabajar y han surgido otros sorprendentes; en estos momentos la mejor crónica la hace Fidel Samaniego con la campaña de Carlos Salinas.
–Y por qué el corte en la generación liberal, en Manuel Payno y no incluir a grandes escritores como Cervantes de Salazar o Balbuena…
–No, porque me propuse que fuera la crónica de México como nación, en ese sentido la Colonia, con ser culturalmente muy importante como ya se ve, tenía que dejarla fuera, porque era la nación independiente lo que yo estaba estudiando, y en el virreinato a nadie le constaba lo que hacían los cronistas. Era una sociedad expulsada de la posibilidad del punto de vista.
–En la antología aparece Renato Leduc, quien en su “Advertencia” de Historia inmediata, al parecer menosprecia la labor periodística y también la crónica cuando dice que al género “le falta profundidad y le sobra superficialidad”; tú planteas lo contrario: a pesar de su condición efímera, puede ser literatura, no es subliteratura…
–Bueno, yo creo que Renato Leduc se menosprecio a sí mismo de un modo absurdo, como parte de su profundo antiintelectualismo; era tan antiintelectual que nada, de lo que tuviera que ver con las llamadas Bellas Artes y Humanidades, le parecía digno de consideración; la vida estaba en otra parte: en los cafés, en las corridas de toros, en la Revolución, en las prostitutas impetuosas, en el modo en que los políticos, los toreros y los cantantes y los periodistas embonaban y armonizaban entre sí, eso es la vida para él, él se veía como un fruto de la calle, como un producto de la vitalidad no amortizada, no degradada ni castrada por el intelectualismo. Entonces no le dio importancia a su poesía, que era excelente, y no le dio importancia a su crónica, que fue excelente en momentos; si bien Leduc escribió un periodismo muy banal y al final muy recurrente, tuvo grandes momentos de cronista; están en Historia inmediata, pero podrías hacer una serie con todo lo que él no recopiló. De manera que ahí hay una injusticia de alguien, que depende de la injusticia general con que ve el trabajo intelectual. Yo pienso que mucho de la crónica no es literatura por la rapidez; en el caso de Altamirano tú te encuentras ya muchísimo datado, fechado, pero encuentras páginas extraordinarias. De lo que se trata es de seleccionar y esto además le pasa a cualquiera, a novelistas, cuentistas, poetas; un autor se salva por las páginas fundamentales, no por el conjunto de su producción. Don Alfonso Reyes, que es uno de nuestros grandes escritores, cometió el inmenso error de proyectar sus obras completas, que siguen erigiéndose como la Muralla China entre él y sus lectores. No creyó en la antología, en la selección que le hubiere permitido llegar a las obras completas, pero el carácter totalizador de la propuesta, las obras completas, donde incluye la historia documental de sus libros, impide que en este momento sea el autor leído que debería ser por su originalidad, su prosa extraordinaria, su información, su amenidad, su elocuencia graciosa. Todo esto no está casi al alcance de los jóvenes por el epitafio marmóreo de las obras completas.
 

sábado, 16 de junio de 2012

El negocio de las conferencias

Junio/2012
Letras Libres
Gabriel Zaid

Hay quienes se reúnen a conversar con amigos, y se alegran de verse y de participar en las noticias, ocurrencias y opiniones que van tejiendo la conversación. No fácilmente admiten a desconocidos, y menos aún si llevan algún propósito. En una tertulia, el fin de la reunión es la reunión.
Pero las reuniones pueden mediatizarse con fines ulteriores: que las buenas ideas y los buenos amigos y los buenos oficios tejan algo más que una conversación: redes de relaciones y de ascenso. Las reuniones, entonces, no son tertulias, sino paréntesis de respiro y planeación de los trepadores on their way up.
También pueden mediatizarse hablando ante desconocidos, como sucede en las mesas redondas. La reunión es entonces la producción de un espectáculo, no una conversación. El pretendido diálogo puede reducirse a que cada participante lea en voz alta el texto que llevó. También puede intentarse algo más parecido a una conversación, pero conducida por un moderador.
Las conferencias individuales son actos públicos asimétricos, donde un solista se manifiesta ante el público. No alterna el uso de la palabra con otros conferenciantes, como sucede en una conferencia telefónica, en una mesa redonda o en las tertulias. Dicta una lecture, como en la tradición medieval del lector que lee una lección desde el estrado. Esto lo pone por encima del auditorio: los estudiantes que van tomando apuntes o el dictado completo.
En comparación con la tertulia de amigos o la lectura de un lector solitario, las conferencias son de poca eficacia comunicativa. Es absurdo recorrer media ciudad congestionada para llegar a tiempo y leer de oídas (que es difícil) un texto mal dicho o, peor aún, que no tiene nada que decir; y del cual no es posible saltarse las partes vacuas o el texto completo, que luego se publicará. Las conferencias pueden ser eficaces, pero con fines distintos a la comunicación de contenidos.
En los Estados Unidos del siglo XIX hubo circunstancias propicias para el desarrollo de las conferencias como negocio. La dispersión del público en un gran territorio, cuando no existían la radio ni la televisión. El prestigio de Londres y de sus escritores, aumentado por el desarrollo de la prensa masiva. La tradición democrática de hablar en público y recorrer el país en busca del voto. El nomadismo de los circos y otros espectáculos. El surgimiento de empresarios que contrataban giras de artistas extranjeros. Todo esto favoreció la creación de un mercado de celebridades literarias exhibidas de ciudad en ciudad ante públicos provincianos. Los lectores de Dickens (y los sabedores de su fama, aunque no lo hubiesen leído) estaban dispuestos a pagar el boleto para decir que estuvieron ahí: No te imaginas qué sencillo es. Era como viajar a las pirámides de Egipto.
Hoy abundan las agencias que ofrecen (por lo general en exclusiva) una cartera de celebridades disponibles para actos públicos. Tienen catálogos descriptivos, fotos y videos. Aprovechan YouTube. Se afilian a la International Association of Speakers Bureaus y participan en sus congresos. Las celebridades mismas pueden aprender del negocio en libros como Lecturing for profit, How to be booked by speakers bureaus o World class speaking: The ultimate guide to presenting, marketing and profiting like a champion.
La demanda de celebridades que cobran por presentarse en actos públicos (y hasta en actos privados de quienes pueden darse el lujo) creció porque fue aumentando la población no lectora de buen nivel social, así como el presupuesto de las instituciones millonarias que se adornan ofreciendo espectáculos académicos.
Significativamente, las universidades que publican revistas no están dispuestas a pagar por un artículo (ya no se diga un poema) ni la décima parte de lo que están dispuestas a gastar para que el autor tome el avión, vaya a un hotel, sea agasajado y lo lea personalmente ante un público menor que el de sus lectores en la revista, aunque la entrada sea gratuita. Lo que interesa de las conferencias no es, en primer lugar, el contenido de los textos, sino la presencia personal.
Las conferencias son ante todo ceremonias: actos superfluos (por lo que hace a la transmisión del contenido) cuya producción teatral es necesaria para las cámaras, las constancias curriculares y la comunicación social. Lo bueno de las conferencias no es el milagro ocasional de que alguien tenga algo importante que decir, lo diga maravillosamente y (de pura casualidad) lo escuchen quienes deberían escucharlo. El verdadero mensaje de una conferencia es que la hubo, como diría McLuhan.
Las conferencias son media events relativamente baratos. Producir y difundir veinte segundos de un comercial cuesta infinitamente más. Naturalmente, los actores y otros participantes en la producción de una conferencia pueden tener cosas que decirse de verdad; pero lo hacen fuera de las cámaras: antes, después o al margen del espectáculo.
Gracias a las conferencias, las instituciones pueden anunciar que existen y están haciendo cosas admirables. Si se dividiera el costo de las conferencias entre el número de asistentes (peor aún: entre el número de los que fueron espontáneamente, no por compromiso), el boleto de entrada (aunque no lo pague el público) resultaría escandaloso, comparado con el precio de un ejemplar de la revista donde se publique el texto. Pero ese no es el cálculo correcto: hay que dividir entre el número de personas que se enteraron de la conferencia. Así, el costo por millar de impactos publicitarios baja a niveles aceptables.
La publicidad beneficia también al conferenciante. Se vuelve un nombre conocido, aunque sus textos no se lean. Además, puede cobrar el texto dos veces: leyéndolo y publicándolo. Y, si pertenece a una institución, gana puntos de cumplimiento: contribuye a las cuentas gloriosas que necesitan los administradores para justificar el presupuesto. Aunque no haya dicho nada o lo haya dicho en una sala vacía. ~