lunes, 31 de octubre de 2011

Biblioteca de Alí Chumacero

31/Octubre/2011
El Universal
Yanet Aguilar Sosa

El espíritu de Alí Chumacero habita cada rincón de la casa en la que vivió 45 años; allí permanece su esencia en los más de 40 mil libros que atesoró durante casi ocho décadas; sus huellas están en la máquina Remington, donde escribió, seguramente, Páramo de sueños, Palabras en reposo e Imágenes desterradas; también en la pequeña pero emblemática cantina que aún permanece dispuesta.

A un año de su muerte, ocurrida el 22 de octubre, víctima de neumonía, la biblioteca del poeta, editor, redactor y corrector sigue en su lugar, conviviendo con óleos, dibujos, grabados y esculturas de artistas como Joan Miró, Juan Soriano, Rufino Tamayo, Carlos Mérida, José Chávez Morado, David Alfaro Siqueiros y Luis Ortiz Monasterio.

Luis Chumacero, uno de los cinco hijos y herederos del poeta nayarita, el que heredó su pasión de bibliófilo -posee una biblioteca de unos 12 mil ejemplares- y que conoce como nadie ese reservorio de libros, habla con EL UNIVERSAL sobre las tertulias que había en casa, los festejos de cumpleaños de su padre, los amigos que los visitaban y los orígenes de esta rica colección de libros.

“Esta biblioteca empieza a hacerse a finales de los años 20; las primeras lecturas de mi padre fueron los libros verdes que hizo Vasconcelos, Los Evangelios, Plotino, Platón, el Fausto, de Goethe, La Divina Comedia; luego mi padre se fue a vivir a Guadalajara, a donde lo mandó a estudiar mi abuelo, allí conoció a un maestro que le enseñó a acercarse a la literatura y empezó a hacer una biblioteca”, asegura el narrador.

El fondo bibliográfico del poeta que fue miembro de la Academia Mexicana de la Lengua desde 1964 y hasta su muerte, es rico en libros sobre culturas de la antigüedad, literatura, historia, antropología, psicoanálisis, ciencias sociales y espiritismo; destacan facsímiles de códices, obras sobre arte y escuelas artísticas de varias países.

Los 50 mil volúmenes -10 mil de ellos, revistas- han sido adquiridos por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta) en 24 millones de pesos como parte de la política de adquisición de bibliotecas personales que han comenzado a instalar en la Biblioteca de México dentro del proyecto “La Ciudadela: Ciudad de libros”.

La biblioteca Alí Chumacero se sumará a los fondos bibliográficos José Luis Martínez (ya abierta), Antonio Castro Leal y Jaime García Terrés (ambas en proceso); mientras eso ocurre -la apertura está prevista para mediados de 2012- los libros aún están en la casa de la colonia San Miguel Chapultepec, como la dejó el poeta .

El paraíso está hecho de libros

Entrar allí, a la biblioteca que desbordó la casa de Chumacero y acaso respetó la cocina y el baño, es como estar dentro del alma del poeta, de sus gustos personales, de los libros que sus amigos le dedicaron, de sus anotaciones hechas al margen o en papelitos que sobresalen entre los libros. “En esta casa se hablaba de literatura, de política, de historia, de la situación del país y de América Latina”, señala Luis.

Andar por la biblioteca de Chumacero y cruzar de la cocina al comedor es casi como recuperar el andar literario del poeta que en una entrevista con Jorge Luis Espinosa, cuando tenía 85 años, dijo: “He escrito muy poco. No me arrepiento. Es mejor dejar una línea perdurable que un grupo de libros que se tiran al cesto de la basura. Quiero algún día hacer un poema que quede dentro del idioma, tan vivo, como cuando lo sentí al escribir. Algún día lo lograré. Todavía soy joven y soy fuerte. Todavía estoy luchando, leyendo muchos libros. Todavía estoy en el juego y estaré hasta el último momento”.

Con ese espíritu reunió más de 40 mil libros de las más diversas ciencias y que a decir de su hijo, quien asegura que la biblioteca está organizada de una manera sencilla, por países. “El primer libro que mi padre puso fue La Biblia, a partir de allí están los árabes, egipcios, sirios, parte de África; luego viene la parte mediterránea, los griegos con la Teogonía, de Hesíodo hasta los poetas del siglo XX. De ahí se brinca a la parte romana, desde sus inicios hasta lo más actual, Magris y Baricco”.

Luis conoce la biblioteca como ninguno de sus hermanos, conoce el orden que le dio su padre, la forma en que fue ocupando todas las habitaciones y fue tomando el jardín interior; de esa ampliación sólo queda un “viejo” árbol, una especie de laurel que en el nuevo espacio de la Biblioteca de México, diseñado por el arquitecto Jorge Calvillo, será símbolo del Fondo Bibliográfico Alí Chumacero.

Aunque es Luis el que habla de la biblioteca, rica en literatura europea, inglesa y francesa, con un buen número de libros de autores estadounidenses y con una amplísima colección de literatura mexicana, otros dos de sus hermanos: María y Alfonso -quien es el vivo retrato de Alí- también están en casa.

La pasión bibliófila

Su padre le enseñó a no sólo ver el libro “sino ver quién lo hizo, cómo se publicó, qué editorial, en qué año, el tiro del libro, si era una edición limitada o no; también me enseñó a ver la composición, ver cómo es la caja, si lleva medianiles o márgenes, el tipo de papel, la importancia que pudo tener el libro. Eso es lo que hace un bibliófilo y él lo era”.

Aunque la biblioteca de Alí Chumacero es muy rica en primeras ediciones, obras raras y ejemplares autografíados, el poeta tenía un apartado con libros más queridos. Cuenta Luis que entre sus favoritos estaban dos ediciones del siglo XVIII de San Juan de la Cruz, una de 1703 y otra posterior; algunos libros de Quevedo del siglo XVIII, obras de Guillermo Prieto y algo de la Linterna Mágica de José Tomás de Cuéllar.

“Tenía una primera edición de Altazor de Huidobro, algunas cosas de Neruda, pero sobre todo muchas de México, admiraba mucho a Azuela y entonces tenía ediciones raras de Azuela y de Martín Luis Guzmán, primeras ediciones de Alfonso Reyes, de José Vasconcelos y Julio Torri, por su puesto de Amado Nervo, que era su poeta consentido”, dice el hijo del poeta.

“Mi padre inclusive sabía y recordaba muy bien los tiros de los libros, decía: ‘es una edición muy rara que se hizo en mil novecientos veintitantos, de tal autor y se hicieron 500 ejemplares’”.

Cada puerta que abre Luis Chumacero o cada librero del que saca un ejemplar -casi siempre encuadernado pues dice que su padre los mandaba encuadernar para darle “chamba” a esos oficiantes- es otro pedazo del mundo que descubre de Alí Chumacero, ese bibliófilo que armó su biblioteca en las librerías de uso, mal llamadas de viejo.

Buena parte del fondo bibliográfico del editor y corrector es sobre literatura mexicana, desde los escritores del grupo de Contemporáneos, la generación de Taller, Siglo XIX, primeras ediciones de Guillermo Prieto.

“Ahora que vine a poner un poco de orden me encontré la edición original del proceso a Maximiliano, que se publicó en 1906”, señala el profesor de la Escuela de Escritores de la Sogem.

El hijo que heredó la pasión bibliófila, busca en los libreros que llegan hasta el techo, quiere encontrar las joyas de su padre, mueve fotografías, como aquella en la que sus padres son anfitriones de Octavio y Marie Jo Paz o esa otra en la que está Alí en su casa, ya enfermo, acostado en una cama de hospital, rodeado por sus hijos y su biblioteca.

¿Cómo recordar al que fue amigo de Ricardo Martínez, Juan Soriano, José Clemente Orozco, Olga Costa, José Chávez Morado, José Luis Martínez, Andrés Henestrosa, Juan Gelman, Abel Quezada, Carlos Fuentes, Augusto Monterroso, Ramon Xirau, Jaime García Térres, Salvador Elizondo y Eduardo Lizalde, entre muchos más?

Tal vez como él quería: “Quiero que cuando me vaya con mi música a otra parte me recuerden como un hombre venido de un pueblecito pequeño llamado Acaponeta, de un estado pequeño llamado Nayarit, que llegó al Distrito Federal y dijo: ‘Señores, yo también soy un humano capaz de dejar sobre la conciencia de los mexicanos un sentimiento, un reflejo de lo que es la vida”.

sábado, 29 de octubre de 2011

Cuarenta años de Plural

En octubre de 1971 apareció el primer número de una de las revistas culturales más influyentes en la órbita hispánica de la segunda mitad del siglo pasado. Este paseo por sus poco menos de cinco años de vida bajo la dirección de Octavio Paz arroja un balance sobre el lugar que ocupa en nuestros días.

29/Octubre/2011

Laberinto
José María Espinasa

Al empezar la década de los años setenta, en la cultura mexicana había un panorama más bien desolador, muy distinto del que imperó diez años antes. De las publicaciones notables que había en los años sesenta, muchas habían desaparecido y otras agonizaban. La represión del 68 fue un golpe muy duro para el país, y de manera subrayada para el arte y la literatura. Sin embargo, en ese aparente páramo, en octubre de 1971 aparecería el primer número de la revista Plural, dirigida por Octavio Paz, cuya figura intelectual y calidad literaria crecían cada vez más.

Plural, se vio desde el principio, estaba llamada a ser una de las publicaciones más importantes de la lengua española. Revisarla a cuarenta años de su aparición no deja de ser significativo. Lejos de la parafernalia del diseño al que hoy nos tiene acostumbrados la nueva tecnología, la revista, financiada por el periódico Excélsior, se nos muestra al inicio sin alardes en su producción, que incluso podríamos calificar de modesta —papel apenas mejor que el de los periódicos, formato oficio, 40 páginas sin grapa, incluido un suplemento, se permitía como único lujo el uso de dos tintas y viñetas de José Luis Cuevas—. El cabezal: un sucinto Plural. Crítica y literatura. Y el directorio, en la página 16, además de indicar la dirección de las oficinas —Paseo de la Reforma 12, 505—, el director del periódico, Julio Scherer, y su gerente general, Hero Rodríguez Toro, así como los antecesores en dichos cargos, sólo exhibía un escueto “Director: Octavio Paz”. Precio: 5 pesos. Periodicidad: mensual.

Su índice no tenía desperdicio, atento a lo que sucedía en el pensamiento y la creación en México (colaboraciones de Elena Poniatowska y Gastón García Cantú) y en otras partes del mundo (un texto de Henri Michaux sobre los ideogramas en China, el extenso encarte Kenko: el libro del ocio, un ensayo del antropólogo Claude Lévi-Strauss sobre la América precolombina, uno de Harold Rosenberg sobre el arte actual en Latinoamérica, otro de Xirau sobre Lezama Lima y poemas de Roberto Juarroz).

Entre los textos llama la atención, porque marca una actitud de la revista, la transcripción de una mesa redonda, llevada a cabo en El Colegio Nacional, en la que participaron Carlos Fuentes, Juan García Ponce, Marco Antonio Montes de Oca, Gustavo Sainz y Octavio Paz, sobre las ideas que este último había expuesto en una serie de conferencias. El título: “¿Es moderna la literatura latinoamericana?” Esa modalidad —mesa redonda destinada a ser conversación pública— era más bien rara en las revistas mexicanas.

En ese primer número participan también el poeta Tomás Segovia, quien traduce el texto de Henri Michaux; el pintor Kazuya Sakai, que traduce —del japonés— Kenko: el libro del ocio y Héctor Manjarrez a Harold Rosenberg. La costumbre de incorporar suplementos —cuyo objetivo era publicar textos extensos— tenía ya antecedentes muy afortunados: es el caso de S.nob, la revista de Salvador Elizondo a principios de los años sesenta. Pero Plural los llevará a un grado sorprendente de calidad, ofreciendo una variedad fascinante de temas y autores.

El segundo número mostraba modificaciones formales importantes: el diseño —de Vicente Rojo y Kazuya Sakai— era mucho más llamativo, con un cabezal que haría historia, con portada en color y —muy importante— anuncios, uno de la UNAM y otro de la Lotería Nacional, de una plana, más otro en la página final, del periódico Excélsior, con una boleta de suscripción. Además, 48 páginas, ocho más que el primer número. Eran signos suficientes para suponer que la revista había sido bien recibida no sólo por el diario y su director, sino por la comunidad de escritores, por la cultura y el público en general. Pero lo más importante: junto a la figura del director se anunciaba la del secretario de redacción, Tomás Segovia, y las de los diseñadores.

Su estructura era prácticamente igual a la del primer número, con textos de escritores mexicanos, latinoamericanos y de otras lenguas, así como ensayos sobre artes plásticas y política (extraordinario el de Daniel Cosío Villegas). Abre con un cuento de Cortázar —“Verano”— e incluye colaboraciones de Guillermo Sucre y José Bianco entre los latinoamericanos. Bianco, como sabemos, fue en buena medida el artífice de Sur en su mejor época, una revista que Paz admiró y en la que colaboró. Llama también la atención la entrega de Félix Grande, poeta español hoy injustamente poco leído. Se incluye también un ensayo de Roger Munier, poeta francés, traductor de Paz que, al terminar la primera década del siglo XXI, es un completo desconocido en Francia y en México. El suplemento ofrecía La caza del Snark de Lewis Carrol, en traducción de Ulalume González de León.

Por los mismos implicados sabemos de las dificultades que tuvo la revista —todos ellos insisten en la ejemplar actitud de Julio Scherer García al defenderlos y apoyarlos sin pedir nada a cambio y sin meterse en la línea editorial— y de la conformación de un grupo alrededor de Octavio Paz. En 2001, ya muerto el poeta, el FCE publicó un folleto testimonial de homenaje por los 30 años de Plural. En él destaca lo señalado por Juan García Ponce, Tomás Segovia y Gabriel Zaid: había un clima irrepetible para que esa revista se hiciera posible. Los jóvenes que la frecuentábamos entonces la leíamos como lo que creo que era: una revista de izquierda, que defendía la libertad de pensamiento y la creación.

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Además del ambiente que privaba en ella, otra cosa esencial para el éxito de Plural fue la lenta maduración de los propósitos de Paz, uno de cuyos puntales era la independencia; otro, la necesidad de alcanzar un público más numeroso del que tenían tradicionalmente las revistas literarias.

Paz sabía que la independencia y la pluralidad implicaban riesgos en una sociedad tan vertical, manipulable y manipulada como la mexicana. Y sabía también que había que defenderlas ejerciéndolas. Plural fue necesaria para el país —por sí sola elevó la calidad de la cultura mexicana varios grados en esos primeros años setenta—. Qué sería de nuestra cultura sin los textos que tradujo, sin los autores que dio a conocer, sin las nuevas maneras de ver la literatura, sin el tejido que propuso entre distintas geografías de la lengua.

A partir de su número tres, la revista empieza a publicar la sección “Letras, letrillas, letrones”, de comentarios breves y noticias, sin firma, con cierto humor, sobre la vida cultural. En números subsecuentes incorpora a autores más jóvenes, como Gustavo Sainz, y establece una cierta articulación con el suplemento cultural del diario que la cobija, Diorama de la Cultura, dirigido por Ignacio Solares. Al terminar el primer año el balance es espectacular.

Otra cosa que llama la atención en los primeros números de Plural es que participan pocas mujeres —salvo Elena Poniatowska, no hay colaboradoras frecuentes— y aunque luego se incorporarán Ulalume González de León, Esther Seligson y Julieta Campos, su condición siempre será minoritaria. No había ocurrido la gran explosión de escritoras y artistas que hubo más tarde, pero no deja de extrañar que Josefina Vicens, Guadalupe Dueñas, Rosario Castellanos, Amparo Dávila, María Luisa Mendoza e Inés Arredondo no estuvieran más presentes.

Una de las tareas de una revista es, sin duda, conformar un contexto en el que la obra de los autores pueda leerse adecuadamente. No es raro que las brillantes colaboraciones de Levi-Strauss complementaran la tarea de exégesis que Paz hacía por aquella época del pensador francés o que apareciera un extenso y hoy ya clásico ensayo de Roman Jakobson sobre Pessoa. En pocos casos, como en el de Octavio Paz, puede decirse que la obra editorial forme parte de la obra creativa.

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Para el segundo año la revista consolida su visión con colaboradores como Tomás Segovia, Emir Rodríguez Monegal, Damián Bayón, el propio Paz —con la sección “Corriente alterna”— y la continua labor de traducción.

Puede decirse que revistas como Plural tienen una influencia muy visible e inmediata en la cultura de un país, pero que también tienen otra más secreta, en cierta forma subterránea, que resulta igual de importante. Por ejemplo, frente a la celebrada, abundante e internacionalizada figura de José Emilio Pacheco, “la fama subterránea” de un poeta minoritario como Gerardo Deniz es un factor de contrapeso y equilibrio, que en buena medida debemos a Plural. Igual pasó con la narrativa. En un momento en que todo era boom y realismo mágico, dio espacio a relatos de muy distinta intención y factura.

Otro elemento importante: el factor hispanoamericano. Plural fue una de las últimas revistas que intentó con éxito la circulación de nuevas propuestas entre los países de habla española (véase, por ejemplo, el número 24, dedicado a la literatura española). Paz había manifestado en varias ocasiones la necesidad de reconstruir la lengua como patria y reconectar a España con Latinoamérica, contacto interrumpido casi en su totalidad después de la guerra civil de 1936 y la dictadura de Franco.

En el número 20 se incluye un dossier sobre la nueva literatura mexicana, que va de José Agustín, cuyo debut literario había ocurrido diez años antes, hasta el muy joven José Joaquín Blanco. Vale la pena detenerse en el número. La selección es más que afortunada. Incluye a Carlos Montemayor, Esther Seligson, Carlos Isla, Raúl Garduño, Alejandro Aura, Ulises Carrión y Joaquín Xirau Icaza, y, salvo los dos últimos —muertos muy jóvenes—, con abundante obra pero diferente destino editorial. Los dos primeros, por ejemplo, bien publicados por el FCE. De Carlos Isla, en cambio, no hay una poesía reunida.

El número incluye a varios narradores de la Onda o cercanos a ella —Juan Tovar, Gustavo Sainz, Ignacio Solares, Roberto Páramo— y a otros de clara línea arreolana, como Hugo Hiriart o Jorge Arturo Ojeda. La mayoría de ellos fueron publicados en Mester. La imagen retrospectiva del número, más allá de los avatares posteriores de cada quien, es muy representativa de la época. Digno de elogio es que además muchos de ellos no representaban la estética imperante en la revista.

Importa señalar que a partir del primer número del segundo año —el 13— Tomás Segovia ya no aparece como jefe de redacción sino Kasuya Sakai, apoyado por Ignacio Solares, que funge como redactor. Segovia seguirá colaborando abundantemente como autor y traductor. Y para el 24, número del segundo aniversario, la revista cuenta ya con casi el doble de páginas respecto a su primer número (68, contando anuncios). En una entrevista aparecida en Excélsior un par de meses antes, Paz señalaba que la revista estaba abierta a los jóvenes. Sin embargo, el núcleo duro se había conformado en la práctica. Además de Segovia y Sakai, lo formaban Elizondo, José de la Colina, que también había asumido la jefatura de redacción, García Ponce, Alejandro Rossi y Gabriel Zaid. Fueron los que lo constituyeron formalmente cuando apareció el consejo de redacción en el número 42.

Lamentablemente, Plural no tuvo verdaderos interlocutores: éstos, más que discutir sus propuestas, buscaban ningunearlas —una estrategia que Paz ya había descrito—. Hubo poca polémica y muchas descalificaciones. Es sabido que tras el golpe a Excélsior en 1976, que originó la salida de Julio Scherer y buena parte de su equipo, la revista fue utilizada para descalificar a Paz. No existían publicaciones con las cuales dialogara —el Diorama de la cultura o la revista Diálogos estaban demasiado cerca— y las consecuencias del 68 (y del jueves de Corpus en 1971) hicieron que la izquierda tradicional se dogmatizara y simplificara aún más sus argumentos. Esto tuvo graves consecuencias. Sólo el suplemento La cultura en México de la revista Siempre! mantuvo una posición polémica.

Hasta entonces, en general, las revistas literarias o culturales mexicanas habían servido para difundir, entre unos pocos, la obra de quienes las hacían. El sentido era crear una comunidad, y esa fue la virtud de Contemporáneos, Taller, El hijo pródigo e incluso la Revista Mexicana de Literatura. Si conseguían llegar más allá de esa “inmensa minoría”, para usar la expresión de Juan Ramón Jiménez, dependía más de los tiempos que de la calidad misma. Dicho de otra manera: Contemporáneos era tan buena en 1930 como en 1980, pero en esos cincuenta años había pasado de ser una curiosidad a ser un clásico. Plural, en cambio, nació como un clásico; se dirigía no a una comunidad sino a un público, aspiraba no sólo a crear obras duraderas sino a influir en su entorno inmediato (Diálogos lo planteó un poco antes; por eso pienso que la revista de Ramón Xirau fue la primera publicación moderna del siglo XX). Este proceso es natural y hasta deseable en la evolución de una sociedad. No está, sin embargo, exento de peligros. Contemporáneos quería dar a conocer una literatura, una idea de la creación y sus resultados concretos, y nada más. Plural, en ese mismo intento, descubrió al monstruo: hacer una buena revista daba adicionalmente poder. Primero desconocía al príncipe (se ignoraban mutuamente), después se daba a conocer ante sus ojos y en una tercera etapa se ponía a su lado. No creo que esto pudiera evitarse. Los muralistas y los novelistas de la Revolución ya lo habían hecho años antes.

El descubrimiento de ese poder fue paulatino y se concretó justamente con la desaparición de la revista que, mientras tanto, hizo todo lo posible para que ese peligro no devorara lo mejor de sí misma. Pongo un ejemplo. Frente a los textos de historiadores, sociólogos y especialistas en política —como Cosío Villegas o Rafael Segovia— se incluían también textos de unos muy jóvenes Carlos Salinas de Gortari y Manuel Camacho Solís. Ya conocemos el destino político de ambos. Los independientes eran los viejos; los jóvenes, más que el futuro, eran el presente del PRI. Paz, no hay duda, tenía buen ojo. Evidentemente, Plural respondía al 68: lo personal (la creación) es político, lo político es personal.

La literatura más específicamente “literaria” (perdón por el pleonasmo) tuvo menos presencia pública. Muchos de los poetas que allí aparecieron nunca fueron editados en libro, o debieron esperar para más tarde. Fue una lástima y es algo que no acabo de entender, incluso si se esgrimen las razones de una ofer- ta y demanda cultural que se autorregula, y que da por un hecho que quien quiera leer a escritores casi secretos tendrá que aprender el idioma en que escriben, pues no es rentable traducirlos y editarlos.

En ese camino vuelvo a insistir en los extraordinarios suplementos incluidos en la revista, y, a partir del número 29, por partida doble: uno de artes plásticas y otro de literatura. Estos últimos son un verdadero tesoro para el lector; lástima que nadie se haya animado a agruparlos en forma de libros. Cito algunos de mis preferidos: los de Cummings, Ramón Gómez de la Serna, Rene Char, Lewis Carroll, Picasso, Mallarmé. Ojalá que para celebrar los 40 años de la aparición de Plural se hiciera una edición digital de la revista, pues muchos de los actuales lectores no la conocieron y ni en las librerías de viejo más exigentes ni a la venta en la red se consiguen ejemplares.

Lo normal es que con la aparición de Plural hubiera otras revistas, ya existentes o nuevas, que elevaran la calidad promedio. Eso no ocurrió. Las razones hay que buscarlas por debajo de la superficie, en la dolorosa inercia que provocó el 68 y en la desconfianza reinante en que eso que se hacía en Plural no fuera un espejismo o, peor aún, un señuelo. El gesto creador de Paz y su grupo, no sólo en lo personal sino en lo colectivo, social y civil, defendió un espacio de reflexión que, a pesar de su condición de David ante el Estado Goliat, supo imponerse incluso ante las tentaciones radicales de los jóvenes y el vacío lenguaje de izquierda de los licenciados en el poder. Ya se sabe que la cólera de los regímenes autoritarios la puede provocar más una revista con apenas algunos miles de lectores que un canal de televisión con millones de audiencia. Es lógico: al segundo le cortan la luz o lo bombardean; a la primera, no saben qué decirle, no la entienden.


Los falsificadores de clásicos

29/Octubre/2011
Laberinto
David Toscana

Buena parte de los clásicos de la literatura son obras del dominio público. Por eso algunos editores sin alma se han dado a la tarea de tijeretearlos, modificarlos y resumirlos para poder dar a los lectores gato por liebre, sin que en ninguna parte del libro aclare que se trata de una versión mocha. De una vil falsificación.

El trabajo que hacen es de tal pillería, que nada sobrevive del alma del autor. Las ideas están mal dichas, o se borran por completo para favorecer a la acción.

Podemos encontrar Los miserables con la mitad o un tercio de páginas. Lo mismo pasa con Los hermanos Karamazov. De Guerra y paz, mejor ni hablar. A veces del pollo entero nos dan una pata.

Hay versiones del Cantar de Mio Cid más breves que un Pedro Páramo; Condes de Montecristo de doscientas páginas.

Y la lista de falsificaciones es larga. A veces son publicaciones de editoriales patito; a veces son de transnacionales con cara de seriedad.

A El país de nieve, de Yasunari Kawabata, le mondaron casi todas las referencias a una cultura que el editor no acabó de entender, le trozaron un capítulo entero y, encima, la traducción se hizo desde el inglés.

Tengo en mis manos un Crimen y castigo digno de echarse en la basura. Cada vez que Raskólnikov quiere expresar una idea, desaparecen las líneas. Además se cambia el sentido de algunas frases.

En la mera entrada, lo que a Dostoievski le toma una página, el editorzuelo lo resume en este torpe párrafo:

“Tuvo la suerte, al bajar la escalera, de no encontrarse a su patrona, que habitaba en el piso cuarto, y su cocina, cuya puerta estaba casi constantemente sin cerrar, daba a la escalera”.

¿Se puede ser más torpe? En una misma frase mete dos ideas independientes. Ya no sabemos si había de toparse con la cocina, si ésta es de él o de la patrona, y lo que en una versión correcta es “casi siempre abierta” aquí dice “casi constantemente sin cerrar”. Una aberración. De este modo el editor se va encargando de desbaratar lo que con tanto esmero y pasión Dostoievski se dedicó a componer.

Tendría que existir una sociedad protectora de los clásicos.

A los maestros hay que pedirles que al solicitar libros no lo hagan por mero título, sino que precisen alguna de las ediciones fieles al original.

A los libreros hay que exigirles que destierren esos libracos de sus estantes. Esto va incluso de acuerdo con sus intereses de vender, pues a la larga los clásicos mochos sólo alejan a los lectores.

Si un joven lee esa pésima edición de Crimen y castigo, acabará por decir: “Yo no sé qué tiene Dostoievski de grandioso”, y ninguna gana le quedará de volver a la librería por otra de sus obras.

A los lectores avezados les pido que denuncien estos libros. Los lleven al vendedor y le expliquen que comerciar con esa basura equivale a cometer fraude.

Las autoridades de cultura habrían de vigilar la existencia de estas versiones adulteradas; obligar a que incluyan un aviso en portada: “Ojo: este libro es una porquería”.

Si el autor, por los años de muerto, perdió ya su derecho de autor, hay que hacer valer el derecho de lector.

Hay libros que sí merecen la hoguera.

La muerte soñada

“Es más fácil soportar la muerte sin pensar en ella”, escribió el filósofo francés Blas Pascal. Contraviniendo esta máxima, hemos invitado a cinco escritores a que imaginen, o intenten representar, su propia muerte. Acompañamos estos textos con las opiniones de Richard Ford y Martin Amis.

29/Octubre/2011

Laberinto

Muerte en vilo

Jorge F. Hernández

Hubo una época larga en la que soñaba que la muerte ideal sería a consecuencia de una cornada en la femoral, en pleno centro del ruedo de la Monumental Plaza de Toros México y como colofón a una de las más bellas faenas en la historia de la tauromaquia. Luego, al paso de las canas y la llegada de las lonjas, la muerte idealizada se volvió nefasto anhelo de gloria literaria: morir con la Mont Blanc congelada en la mano —en un rigor mortis que complicaría mucho la labor de quien quisiera zafarla de mis dedos fríos— y allí sobre el último pliego una postrera frase ya inmortalizada en medio de un charco de tinta morada.

En realidad, el garlito de una muerte ideal se filtra en el ego con una engañosa saliva de querer trascender y no irse del todo, pero no deja de ser un engaño más de la vanidad engreída. En realidad, llega la muerte y no da tiempo de considerar todas las circunstancias ideales —preparar debidamente su mis èn scène— para que el desahucio resulte perfecto. Lo digo porque me consta.

Sucede que hace poco más de una década, un cáncer amenazó con aliviar al mundo de mis necedades y su posible idealización se redujo a la profunda y convencida desolación al ver que mis hijos eran demasiado pequeños y aún nos quedaban muchos libros por leer... y hace poco más de cuatro meses sobreviví a un infarto mayúsculo que estuvo a punto de dar conmigo el punto final. Me salvé de milagro y escribo estas líneas en la perfecta soledad a la que he vuelto con la callada resignación de que a nadie preocupa ya si estuve tan cerca de irme, y a solas... pero el cornadón al miocardio sirvió para dejar de fumar de una vez por todas (y al parecer, esas tres cajetillas de tabaco ya no me hacen falta para mi insomnio) y se supone que he de bajar de peso para siempre. En realidad, por encima de todo, el infartazo me permitió leer en vida mi obituario, ver en vivo los verdaderos afectos y amistades que me son incondicionales y vivo hoy cada minuto de cada día con la convencida intención de estar a la altura de tanto amor y tanta vida que se me concede con cada abrazo y buen deseo de los demás; vivo también con la convicción que he de superarme y quizás incluso, escribir mejor, aunque lo más seguro es poder volverme mejor lector... y así, entonces: la muerte ideal es esta vida que vivo hoy. Ya veremos cuánto dura la eternidad feliz de esta nueva oportunidad... ¡algo que en realidad no había ni soñado!

El dios de mi infancia

Jennifer Clement

“No saldrás con vida de esta vida”, me decía mi padre y a veces alargaba la frase de este otro modo: “No saldrás con vida de esta vida, mi vida”.

Desde niña pensé que nunca nos decimos con cariño “mi muerte”.

Como narradora, tengo que pensar en las muertes de mis personajes dentro de las novelas que escribo. A veces estas muertes las invento, pero pueden también ser reales. En mi libro El veneno que fascina, en el coro que cierra cada capitulo, retraté asesinas verdaderas, reales. Ahí describí cómo Lizzie Borden mató a su familia con un machete; cómo Delfina y María de Jesús González (Las Poquianchis) enterraron a sus víctimas en el patio de su casa; o cómo Dhanu mató a Rajiv Gandhi cuando dejó estallar un cinturón de explosivos amarrado alrededor de su cintura. En esta misma novela, llena de muertes históricas, escribí la muerte inventada de una huérfana que pierde su vida por las quemaduras que sufre en la explosión en una refinería de Pemex. El hogar de esta niña estaba muy cerca del incendio. Para mí, como escritora, la muerte siempre está dentro del lápiz.

Me gusta ir a los panteones y caminar entre las sepulturas y leer los nombres en las piedras. A lo largo de los años he escrito sobre tumbas que me cautivan, por ejemplo sobre la tumba del periodista Víctor Noir en el Pere Lachaise de París. La sepultura de Noir es una escultura de bronce, de tamaño natural. En ella, los labios brillan porque muchos de los visitantes, fascinados por su belleza, los han besado. En el Panteón del Tepeyac me asombra siempre ver que Xavier Villaurrutia está enterrado a unos cuantos pasos de Antonio López de Santa Anna. La muerte produce unos raros compañeros de sueños y de cama.

También he escrito sobre la tumba de Isabel I de Inglaterra y María Tudor, que comparten sepulcro. En la base del mausoleo dice: “Compañeras en trono y en tumba, aquí dormimos, Isabel y María, hermanas, en la esperanza de la resurrección”. La tumba de la familia Brönte me conmueve también, porque Emily y Charlotte comparten la misma tierra. Me gusta pensar que los huesos y el polvo se confunden.

¿Cómo imagino mi muerte?

Me imagino que en la muerte le llamaré al Dios de mi infancia, el que conocí de niña, cuando creía en Dios.

No moriré en París

Sandra Lorenzano

“Moriré en París con aguacero, un día del cual tengo ya el recuerdo”, escribió César Vallejo. Y así fue.

Las palabras tienen el extraño poder de convocar realidades. Hace poco más de cinco años comencé a escribir una novela que sé que nunca terminaré. La escena inicial mostraba a una mujer de alrededor de cincuenta años tomándole la mano a su madre enferma, y recordando la vida de ambas, en la última noche que podrían compartir. Algunos meses después de que escribiera ese inicio de relato, a mi madre le descubrieron una enfermedad terminal y murió sin darnos tiempo suficiente para despedirnos con el cuidado y la prolijidad con que sí lo hacía la protagonista que no existió.

No nací en México, y aunque siento que me he “mexicanizado” en muchas, muchísimas cosas, aún me resulta imposible burlarme de la muerte. Así que mi primer intento de responder a esta invitación con un relato juguetón acorde a las fechas, murió —permítanme decirlo así— ante mi azotada y omnipresente relación con la parca.

¿Puedo, entonces, de verdad escribir algo sobre mi propia muerte? Me gustaría imaginar una muerte que no fuera el final de nada, sino un simple cambio de “estado”, por decirlo de alguna manera. Como personaje de Rulfo, claro, o de Edgar Lee Masters, en la maravillosa Antología de Spoon River. Pero tengo demasiadas dudas sobre la existencia de un más allá como para confiar en ese futuro tan incierto.

Lo que sí sé es que difícilmente muera en París, con o sin lluvia, ni en Comala, ni en Illinois. Aunque ¿quién sabe? El azar tiene caminos que la razón (incluso la más cercana para mí: la razón poética) desconoce.

¿Cómo te gustaría que fuera tu propia muerte?, me preguntan. Aquí entre nos: no me gustaría que fuera. De ninguna manera. Yo paso, quisiera responderles. No juego. Pero dado que la vida no nos deja otra opción (bueno, aunque aparentemente hay otras opciones, cercanas a la ciencia ficción, evadirla, lo que se dice evadirla, no lo lograremos nunca. Recuerdo la fascinación que nos causaba a mi hermano Pablo y a mí, el relato que nos hacía mi padre del cuerpo congelado de Walt Disney), aquí me tienen intentando imaginar lo inimaginable: mi propio fin.

¿La imagen ideal? En la cama, tomada de la mano de mi gente querida. Como en esa novela que ya nunca podré escribir. Y eso sí: muy, muy vieja.

Ante la inminencia

Andrés de Luna

La muerte es compañera fiel. Asoma su huesa en algunos momentos de la existencia, en tanto en otros mantiene una actitud desinteresada. Pensar en un final posible es elección interesante. ¿Cómo se acabará la vida?, ¿cómo concluirá este tránsito necesario e irremediable a la vez? El cuerpo, al paso de los años, queda a merced de un Cronos iracundo que devasta todo, que hace estragos en los organismos y los confina a la decadencia. Por esa razón, en mi caso personal, nunca pensaría en terminar mis días en una cama en plena cópula, en un acto erótico que podría parecer adecuado, pero que en realidad y en la práctica sería horrible, sobre todo porque a nadie le gustaría tener en su lecho a un muerto con gesto babeante y rictus de aparente placer, que estaría confinado a la máscara grotesca. ¡Nada de eso! Una muerte semejante sólo es posible con la prestancia de la juventud o de una madurez temprana al estilo del actor y director cinematográfico Max Linder, quien se suicidó en su cama al lado de su esposa después de un encuentro sexual. Para mí una muerte soñada estaría ligada a
una audición musical, la escucha de unas composiciones de música predilecta a lo largo de los años. Algo de Bach, una obra coral de las muchas que escribió, o algo del Clavecín bien temperado, aunque también podría ser el segundo quinteto de Fauré o algo de Don Giovanni de Mozart. Esto constituiría un momento grato que me conduciría con euforia por los caminos misteriosos de la Parca. Esto supone terminar sentado en un sillón y que, de pronto y sin más, irrumpiera un infarto al miocardio. Esa sería la muerte soñada, pero la que se convertiría en franca pesadilla es la de una enfermedad que me convirtiera en un estorbo, en un ser dependiente que se viera imposibilitado para realizar las funciones indispensables sin la ayuda de los otros. Entonces, creo, la obligación sería quitarse la vida con una sobredosis de algún medicamento; sin que esto fuera una tortura, más bien algo sereno y exento de complicaciones como para sobrevivir ante dicha experiencia. Debo decir que el suicidio está fuera de mis preferencias, sólo acudiría a él en un momento extremo, como una caída al abismo.
Uno navega en la esperanza, siempre absurda, de que la muerte llegará con toda la dignidad posible y nos conducirá por sendas afelpadas. También hay quienes hablan de ese final mientras se duerme; yo preferiría que viniera la muerte cuando estoy despierto, que llegara con su rayo fulminante. Alguna vez soñé que la muerte era un desprendimiento, veía que mi cuerpo flotaba; el espíritu, o lo que sea, se elevaba cual si se tratara de un globo de gas. La sensación tuvo algo de beatífica y la percibí con esa realidad que abruma. Luego de esto nunca volví a percibir ese estado. Fue tan real la experiencia que durante años pensé que de esa forma se llevaría a cabo el paso de la vida a la muerte. Ahora, más que nunca, creo que esto fue un error craso. Por lo pronto me quedo con Bach, Mozart o Fauré. Lo demás vendrá a su debido tiempo.

Post scriptum

Ana Clavel

Cada cual contenía su muerte,
como el fruto su semilla.

Rilke

Se me olvidaba decirte que, a pesar de todas mis muertes, todavía te sueño. Claro, en un mensaje de tan pocas líneas donde imaginaba mi nueva muerte, es difícil dar cabida a las turbulencias que aún provoca tu imagen. Pero cuando te sueño no te pareces. En cada sueño eres alguien diferente. No sé cómo es que a la postre termino por entender que siempre se trata de ti.

Por ejemplo, el sueño donde te creí mi padre que consigna exactamente una de las maneras en que todavía me gustaría morir. Íbamos por el sendero de arena que conducía al arroyo. Las hormigas se me subían a las chinelas que él me había regalado en otra muerte cuando era niña. Me retrasaba el cosquilleo y papá regresaba su mirada paciente a mis pasos. Entonces me subía en sus hombros y mi cuerpo era una sonrisa que florecía en cada milímetro de la piel. Llegábamos por fin a la orilla. Mis chinelas eran barquitos de seda china que me hacían flotar en el agua. Papá me las quitaba para que me hundiera mejor. Abajo del agua, su rostro ya no era el que yo conocía. Ahora era un rey tritón con sus barbas cuajadas de perlas y corales. Me daba un peine de ámbar para que le desenredara cada hilo. Al hacerlo una música desconocida se desprendía de sus barbas. Y cada acorde era una vibración que se acomodaba en mi costado haciéndome cosquillas. “Detente, papá”, le decía adolorida por tanto goce. En respuesta, papá se transformaba en un pez de escamas azules que nadaba a mi alrededor con suaves coletazos. Me decía en una voz de ecos abisales que no sé cómo conseguía yo entender: “Súbete a mi grupa”. Al obedecerlo y sentir la piel jabonosa entre mis flancos, me daba cuenta de que no se trataba ya de mi padre. Boca sin labios, ojos membranosos e hipnóticos, cabalgadura a prueba de princesas… entonces me percataba de que en realidad eras tú.

O la vez que te confundí con la vendedora de flores, con mi prima Teresa que acababa de dar a luz, con el gato del vecino francés que nunca aprendió a hablar bien español aunque llevaba treinta años de vivir en México, con el joven terrateniente de una película que muere en un torbellino de éxtasis y delirio en un bosque de abedules —y que es otra de las formas en que me gustaría morir…

Pero este dilatado post scriptum no es sino el recuento de mi reincidencia. Ahora que el día comienza a hendir espadas de fuego, sé que dejaré para después este mensaje perenne dirigido, en el sentido más literal, al hombre de mis sueños —que es, por supuesto, otra manera para referirme al hombre de mi vida, que es, ¿necesito insistir?, el hombre de mi muerte—. Siempre deseé morir y que mi muerte no fuera sino un río desbocado hacia tu reencuentro. El epitafio perfecto sería ese que escribí alguna vez en una novela, uno que dijera de mi muerte rilkeana, única y personal: “Su cuerpo no la contiene”. Así, incontenible, voy a despertar para encontrarte. ¿Cuál será ahora tu nuevo rostro en fuga?


Una parte de la vida*

RICHARD FORD

Claro que he pensado en la muerte... Tengo 67 años y no quiero que me sorprenda. No la veo con miedo, sino como algo interesante a lo que no hay que temer.

Muchas personas están aterrorizadas ante la idea de la muerte; no se sienten capaces de aceptarla cuando llegue el momento. Pero otras la miran como una parte de la vida. Para mí es eso: una parte de la vida. No tengo hijos ni padres, pero sí una esposa con la que llevo una vida intensa. Hemos estado juntos por casi cincuenta años, la conocí cuando ella tenía 17 y yo 19. Cuando vives con una persona durante tanto tiempo, te preocupas por ella, temes que le pase algo y te quedes completamente solo si ella se va. Salvo por eso, no le temo a la muerte.

Una ocasión especial*

MARTIN AMIS

¿Me preguntas si he pensado en la muerte? Sí, por supuesto. Tengo 62 años.

Mi forma ideal de morir es mientras duermo. Recuerdo que una vez estaba haciendo un cocktail, uno fuerte, y mi esposa me preguntó “¿Qué estás haciendo?”, porque yo no bebo. Le dije que era una ocasión especial, y ella contestó: “El día de tu muerte será una ocasión especial”.

¿Ha imaginado su funeral?

—No me interesa, que hagan lo que quieran. Cuando estaba a punto de morir, mi padre decía: “Métanme en el ataúd más barato que encuentren, entiérrenme y no digan nada”.

*Entrevistas realizadas por Alicia Quiñones durante el Hay Festival Xalapa 2011

jueves, 27 de octubre de 2011

Esteban Maqueo Castellanos, escritor olvidado

27/Octubre/2011
El Universal
Yanet Aguilar Sosa

Dentro del panorama de la literatura de la Revolución, la obra de Esteban Maqueo Castellanos (Oaxaca, 1871-Ciudad de México 1928) es singular, no sólo por su brevedad -apenas escribió una novela, dos poemas y algunos ensayos-, sino también porque es un autor olvidado, “un autor prácticamente borrado de la historia”, como señala en entrevista el ensayista Jorge Aguilar Mora.

Pocos saben de la existencia de Esteban Maqueo Castellanos, que fue abogado y ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y que ejerció la literatura casi como pasatiempo; menos saben que escribió La ruina de la casona una novela que para muchos es tan significativa como Los de abajo de Mariano Azuela, Cartucho de Nellie Campobello e incluso Se llevaron el cañón para Bachimba de Rafael. F. Muñoz.

Ese autor en el olvido, escribió una novela de cerca de 600 páginas que en 2010 fue reeditada por la Dirección de Publicaciones del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta), después de 90 años de su primera y única edición. Su novela es una suerte de crónica de hechos, una narración que comienza con las fiestas del Centenario, en septiembre de 1910, y concluye con la entrada de los Constitucionalistas a la ciudad de México, en 1914; vista desde los habitantes de una casona muy cercana al centro de la ciudad.

Una novela que para Jorge Aguilar Mora es importante porque “Esteban Maqueo Castellanos va de vuelta al origen de todos los problemas de México y muestra cómo la legitimidad del poder es un problema persistente a lo largo de la historia de nuestro país; también tomó como protagonistas a una franja social, la clase media baja”.

¿Quién es Maqueo Castellanos?

La pregunta va ligada a otra ¿Por qué fue borrado de la historia, aún cuando el escritor Álvaro Enrigue asegura que “no es el peor novelista de la Revolución Mexicana, por mucho” y sin embargo “está ausente del canon”.

Enrigue concluye que hay una razón fundamental: “Todas las novelas de la Revolución son antirevolucionarias, pero la suya (la de Maqueo Castellanos) es directamente reaccionaria”.

Y aun cuando Jorge Aguilar Mora en el prólogo, a su cargo, de La ruina de la casona dice que “es un autor prácticamente borrado de la historia”, en entrevista vía telefónica desde Estados Unidos, afirma que no cree que haya habido una intención contra él, más bien responde al momento histórico.

“El problema es que se escribieron cerca de 300 novelas sobre la Revolución, ¿de cuántas no sabemos nada de ellas? Están olvidadas, es casi el destino de este género de novelas”, dice.

Lo cierto es que Esteban Maqueo fue un “celoso latifundista y juez de lo penal”, un hombre que en 1912 parece haber dejado el cargo para asumir las funciones de senador felicista, es decir, partidario de Félix Díaz, el sobrino de Porfirio Díaz.

Álvaro Enrigue, quien propuso reeditar La ruina de la casona cuando era editor de la Dirección de Publicaciones, dice que no se necesita una gran calidad moral para escribir una novela “sobran casos y uno de ellos es el de Maqueo Castellanos, que entre los buenos, los malos y los peores de la Revolución siempre estaba con los peores ¡y muy activamente!”.

El narrador recuerda que Maqueo Castellanos participó en el asesinato de Jesús Carranza, fue antimaderista radical y huertista famoso. Dice que después de su exilio en Cuba, donde terminó de escribir “La ruina de la casona”, regresó perdonado por Álvaro Obregón y tuvo una carrera de funcionario de medio pelo de un Poder Judicial que “era oscuro de verdad”.

“Era mal bicho, pero escribió una novela más que competente, al menos en mi opinión y la de algunos otros lectores a los que respeto --a otros no: sé que, por ejemplo, a José Emilio no le gusta”, dice Enrigue.

La riqueza de una novela

En el prólogo-ensayo de esa novela que Aguilar Mora ha incluido en su libro El silencio de la Revolución y otros ensayos (Ediciones Era, 2011) asegura que literariamente La ruina de la casona está en deriva de Los de abajo, Tribulaciones de una familia decente y Domitilo quiere ser diputado de Mariano Azuela.

“Recuerda mucho escenas de Los bandidos de Río Frío, de estas vecindades; la diferencias es que Maqueo Castellanos solamente se concentra en la clase media baja de la ciudad de México y eso es muy importante. Lo que es notable en este autor es que por más que él quiera imponer una visión muy conservadora de la historia de México, el comportamiento y la conducta de sus personajes terminan por romperle todo el esquema; es decir, sus personajes terminan por vencerlo a él”, señala Jorge Aguilar Mora.

Álvaro Enrigue asegura, por su parte, que “(Maqueo Castellanos) tiene una mirada muy vasta que a mí me interesa mucho: ve todo el cuadro en una novela de aliento muy largo, que además, curiosamente, se afinca en una vecindad de la ciudad de México”.

E incluso, dice en entrevista vía correo electrónico, que contrario a todas las novelas de la Revolución Mexicana que ven al mundo del campo a la ciudad La ruina de la casona está estructurada al revés: “ve al país sólo desde el DF, esa peculiaridad me parece suficiente para interesar a los lectores”.

Agrega: “Castellanos es más batallón, con una mirada propia, tal vez no tan refinada como la de Azuela, ni tan honesta como la de Muñoz, pero no escandalosamente inferior. Y su punto de vista de verdad es original -es de los pocos novelistas, por ejemplo, que insisten desde temprano en la posición del trabajo organizado dentro de la revolución, un tema muy urbano”.

Jorge Aguilar Mora afirma que al igual que Mariano Azuela, Esteban Maqueo Castellanos tiene muy buen oído para las voces de los personajes. pero que el autor de La ruina de la casona hizo hablar a sus personajes aún cuando no los entiende por su condición social.

“Mariano Azuela tiene una visión muy darwinista de ver a los personajes de las clases bajas como animales, algo que no hace Maqueo Castellanos, para él es muy importante la clase social, él los asume como gente que no entiende, desprecia a los indios, pero no los ve como animales, sino como seres que no va a entender nunca, claro que los expulsa, pero no los concibe como animales, como el caso de Azuela”, dice Aguilar Mora en la entrevista.

Reconoce que Los de abajo no es un elogio a los de abajo, sino al contrario, “la visión de Azuela es más pesimista y mucho más antipopular que la de Esteban Maqueo Castellanos”.

Jorge Aguilar Mora conoció la novela a mediados de los años 80, cuando estaba haciendo una investigación sobre la Revolución Mexicana, entonces trató de leer todas las novelas inspiradas o que daban datos de esa época; desde ese momento La ruina de la casona le pareció una novela muy interesante.

Recuperación de una literatura

La reedición de La ruina de la casona de Esteban Maqueo Castellanos se hizo dentro de la colección “Singulares”, delineada y coordinada durante su primera época por el escritor Mario González Suárez, con la finalidad de “hacer un rescate literario y editorial”.

De los 12 títulos que propuso González Suárez se han publicado Tadeys de Osvaldo Lamborghini; Cuentos (casi) completos de Calvert Casey; La zapatería del terror de Pedro E. Miret; Camaradas/Soledad de Rubén Salazar Mallén y Aquí abajo de Francisco Tario.

Mario González Suárez dice en entrevista que La ruina de la casona ya no fue su propuesta sino de Álvaro Enrigue. “Debo confesar que yo no la conocía, me parece una novela muy interesante, sin ir más allá”.

Por eso, lo que al escritor le parece importante es que mantengan esta colección que desde que la propuso, externó su interés de hacer recuperaciones para la literatura mexicana “estamos muy acostumbrados al texto oficial de Mariano Azuela, Martín Luis Guzmán, Alfonso Reyes y otros escritores de la Revolución”.

Al respecto, Álvaro Enrigue afirma que al final, La ruina de la casona tiene lo que todas las novelas que a muchos les parecen que deben ser leídas: “Esteban Maqueo Catellanos podía contar una historia y su prosa esa única y característica. Y hay una originalidad en el sitio desde el que cuenta que me parece -y le pareció a los comités- que ameritaba el rescate. Y así se hizo”.

martes, 25 de octubre de 2011

Cuando el poder se sirve del carisma

25/Octubre/2011
El Universal
Yanet Aguilar Sosa

Para el historiador Enrique Krauze, la sola idea de redimir políticamente implica la toma del poder. “El poder lo buscaron Lenin, Trotsky, Stalin, Castro, lo buscaron los sandinistas. Todos los que se meten al camino de la revolución o la defienden, están buscando que la revolución triunfe y lleguen al poder, y desde allí, instaurar un régimen nuevo”.

Esa es la idea central de su libro Redentores. Ideas y poder en América Latina (Debate, 2011), en el que al más puro estilo de Isaiah Berlin, congrega 12 ensayos biográficos de “redentores” latinoamericanos como Hugo Chávez, Samuel Ruiz, el Subcomandante Marcos, José Martí, Ernesto Che Guevara, Octavio Paz, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa y José Vasconcelos.

En entrevista con EL UNIVERSAL, el historiador y ensayista habla sobre poder, revolución, democracia, redención, neoliberalismo e ideas políticas encarnadas en seres humanos que persiguen el poder, pues dice que “la figura del redentor, en el sentido específico de vincular la doctrina con el culto a la personalidad, indefectiblemente entra en conflicto con los ideales de la democracia”.

El director de Letras Libres y Clío, asegura que las pasiones y las creencias que tuvieron los redentores que estudió no se mueven dentro de parámetros democráticos; opina que sólo en el caso de Mario Vargas Llosa y Octavio Paz éstos “desembocaron o redescubrieron la democracia liberal como el mejor sistema que los humanos hemos inventado para vivir”. No cita en ese caso a García Márquez.

¿Redención y democracia? La redención está peleada con la democracia?

Así se llamó el primer número de Letras libres y tenía a Samuel Ruiz en la portada. Yo creo que el impulso redentor por más generoso y genuino que sea es una intromisión del universo religioso en la vida cívica y social, y que esa intromisión siempre es negativa, a menos de que tenga límites muy precisos y claros.

Por ejemplo, Javier Sicilia no se siente un redentor porque no busca el poder, quiere mejorar la vida cívica y darle voz a las víctimas, es un movimiento que tiene inspiración religiosa pero sirve a la democracia. Sin embargo, en América Latina ha habido muchas figuras que han tenido la misma inspiración religiosa pero buscan el poder, esa es una utilización del carisma, de la fe de las personas y del culto de la personalidad para la búsqueda del poder.

Hay dos elementos que son peligrosos, las bodas del dogmatismo ideológico y el culto a la personalidad. Si una persona tiene esas dos cosas, estamos en problemas. Por eso en este libro lo que yo estoy objetando son las bodas siniestras entre la doctrina y el culto al caudillo, bodas que se resumen en la palabra redentor.

¿América Latina es un continente de redentores?

El tema de la persistencia de la idea literaria en América Latina, pero sobre todo de su historia, me ha interesado mucho, creo que además la vinculación de la doctrina revolucionaria y del culto a la personalidad produce esas figuras redentoras.

Este es un libro que no fue planeado a la manera académica, sino que salió de mi propia voluntad de crítica, que me fue llevando de atrás para adelante a estudiar varios personajes; creo que hay una hilación entre ellos y que muchos temas que aparecen al principio van a tener ecos, sutilmente, en las vidas posteriores; es decir, lo que se plantó a principios del siglo XX se cosechó al final de la centuria.

Son 12 redentores con orígenes y pensamientos muy diversos

Hay poetas, novelistas, revolucionarios, guerrilleros, presidentes, sacerdotes, ensayistas, pensadores, educadores, pero en todos existe o existió en mayor o menor medida la llama de la revolución, algunos se volvieron contra ella, otros persistieron en ella hasta el final, algunos la criticaron, otros la defendieron con sus obras, con sus vidas, con sus escritos, pero aunque sean muy disímbolos, esa diversidad de personajes en el libro es deliberada, yo quise presentar un mural biográfico representativo. Además, creo que para otras culturas interesadas en América Latina era necesario dar una visión que retratara la heterogeneidad de personajes en la que esta pasión encarnó. Claro que me pueden decir que podría haber otros personajes, pero este es mi elenco y un escritor tiene derecho a formar su elenco.

¿Por qué escribir sobre poder y redención en estos tiempos?

El libro se empezó a hacer curiosamente de atrás para adelante. En los años de Letras Libres fui escribiendo diversos ensayos biográficos, críticos, analíticos, de historia de las ideas y de biografía entorno a personajes como Samuel Ruiz, como el Subcomandante Marcos, el Che Guevara, Eva Perón, Hugo Chávez y de escritores como Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, en cada caso hubo un disparador.

La persistencia de la rebelión zapatista explica mi interés por Ruiz y Marcos, que eran muy importantes a finales del siglo XX y principios del XXI; luego este revivir de Eva Perón y el Che Guevara en el cine y la literatura que sobrevino a principios del siglo XXI; después, la autobiografía de García Márquez, luego La fiesta del chivo, el libro de Vargas Llosa, y finalmente, la radicalización creciente del régimen venezolano.

Frente a todos estos fenómenos literarios, mediáticos, guerrilleros, revolucionarios y políticos, Letras Libres como órgano liberal y yo mismo en mi obra, reaccioné escribiendo con el tipo de instrumento y enfoque que acostumbro. En el caso de Chávez escribí un libro completo.

¿Todos con distintas maneras de entender la revolución?

Martí no era un escritor tan revolucionario, su utopía era crear una constelación de repúblicas liberales y democráticas en América Latina, aunque para liberar a su país, sí pensó en una revolución de independencia.

Vasconcelos fue un protagonista, mientras que Paz fue hijo de la Revolución Mexicana, él jamás renegó de la Revolución, como sí lo hizo de cierta forma Vasconcelos, aunque siguió siendo maderista, recordemos que México vivió muchas revoluciones.

Sí, son distintas formas de entender este fenómeno de la revolución como un advenimiento de violencia social que promete cambiar de una vez por todas la vida de los países, pero que en general resulta contraproducente porque no sólo no la cambia, sino que la empeora y acaba instalando una dictadura peor que la que removió.

Por eso siempre he sido un convencido de que la mejor ruta para estos países es la vía de reformar las vidas social, política y económica de manera pacífica y esto sólo se logra dentro de instituciones democráticas, como las que la mayoría de los países de América Latina llevan 20 años ensayando, creo yo, con bastante éxito.

Octavio Paz es el centro de este libro pero ¿por qué aún muerto sigue protagonizando polémicas?

Octavio Paz está en el centro de esta historia porque está en el centro de la historia política e intelectual de América, porque su vida y la de su abuelo y la de su padre son emblemáticas del larguísimo arco que va del mundo liberal al revolucionario mexicano y la vuelta de Octavio Paz a las ideas liberales de su abuelo.

Claro que he defendido y sigo defendiendo a Paz, no porque lo necesite, Paz se defiende solo por su obra, pero hay que defenderlo de dos infundios: que era un hombre de derecha y que fue servil o que se supeditó al gobierno de Carlos Salinas de Gortari.

Octavio Paz jamás fue un hombre de derecha, nunca abrazó el ideario neoliberal, ni Letras Libres ni Vuelta abrazaron nunca el ideario neoliberal. Yo jamás he creído en el neoliberalismo como solución.

Octavio Paz no estaba con la Iglesia, ni defendía la plutocracia, ni tenía ideas neoliberales; la palabra derechista nunca le quedó, era un hombre de izquierda, crítico de la izquierda, quería cambiar la mentalidad de los intelectuales, los periódicos y los académicos de México, esos eran sus interlocutores.

El segundo infundio es que Octavio Paz fue servil o se supeditó a algún gobierno, en particular al de ese ex presidente cuyo nombre no voy a decir, pero que ahora se empeña en seguir escribiendo tabiques para ganar una credibilidad que el pueblo mexicano ya le negó para siempre.

Octavio Paz creyó un tiempo en ese régimen porque tuvo aspectos positivos en su comienzo y porque implicaba reformas económicas que eran necesarias, pero se decepcionó profundamente del modo en que monopolizó la política, y de la corrupción que finalmente caracterizó ese gobierno.

Paz jamás se supeditó ni a ese ni a ningún otro gobierno, nunca aceptó dádivas, puestos de ninguna índole; cuando estuvo en el servicio diplomático lo hizo con enorme dignidad y sin detrimento de su conciencia crítica, de modo que 13 años después de su muerte he querido salir en defensa de ese mexicano que considero el más extraordinario de toda nuestra historia literaria y el escritor más notable; un hombre de una rectitud sin tacha.

¿A partir de Paz reunió a estos otros redentores?

Para eso me metí a estudiar su biografía, que está hondamente arraigada en el siglo XX e incluso en el XIX y una vez terminado eso me pregunté ¿atrás de Paz quiénes son las figuras del pensamiento latinoamericano y del nacionalismo iberoamericano más representativas? y me pareció que estaban esos cuatro profetas, esos cuatro Josés: Martí, Rodó, Vasconcelos y Mariátegui, que cada uno de distinta manera ejemplifican rasgos de la historia, la idea y de la pasión revolucionaria en América Latina.

domingo, 23 de octubre de 2011

José Vasconcelos: apóstol del sentimiento de inferioridad

23/Octubre/2011
Jornada Semanal
Jair Cortés

José Vasconcelos, considerado personaje clave de la educación en México, es una de las figuras centrales de los festejos que la Secretaría de Educación Pública (SEP) ha preparado para conmemorar noventa años de haber sido creada. Sin embargo, más allá de las actuales grietas y fallas en los cimientos del sistema educativo en nuestro país, creo que el culto que se le rinde a Vasconcelos evidencia un hecho irremediable: los mexicanos no leen.

En su libro El perfil del hombre y la cultura en México (1934), Samuel Ramos señala que el mexicano experimenta un profundo sentimiento de inferioridad (lo cual no implica que sea realmente inferior) reflejado en la imitación de lo extranjero. José Vasconcelos fomenta ese mismo sentimiento cuando afirma: “Un hombre que sólo sepa inglés, que sólo sepa francés, puede enterarse de toda la cultura humana; pero el que sólo sabe español, no puede juzgarse, ya no digo culto, ni siquiera informado de la literatura y el pensamiento del mundo.” Resulta indignante saber que la cita proviene de su prólogo a las Lecturas mexicanas para niños (1924), dirigido a las nuevas generaciones de estudiantes de aquel entonces.

En nuestro país la historia siempre es oficial: se erigen estatuas en plazas públicas mientras se ocultan y disimulan a los hombres y sus obras. ¿Cómo puede venerarse la figura de un hombre cuyo libro más famoso, La raza cósmica (1925), revela un profundo odio al pasado indígena y africano?: “Comienza a advertirse este mandato de la Historia en esa abundancia de amor que permitió a los españoles crear una raza nueva con el indio y con el negro; prodigando la estirpe blanca a través del soldado que engendraba y la cultura de Occidente por medio de la doctrina y el ejemplo de los misioneros que pusieron al indio en condiciones de penetrar en la nueva etapa, la etapa del mundo Uno.” Haciendo a un lado lo contradictorio de su amor/odio por lo español, lo que Vasconcelos llama “esa abundancia de amor” no es otra cosa que el horror de la Conquista que experimentaron los pueblos prehispánicos, un intento por justificar siglos de opresión y exterminio, como en estas otras líneas: “los muy feos no procrearán, no desearán procrear, ¿qué importa entonces que todas las razas se mezclen si la fealdad no encontrará cuna?”

Se relaciona a Vasconcelos con el fomento a la lectura pero, bien visto, ¿no será que su amor a los libros es un amor a la propaganda, al libro no como espacio para la reflexión y la crítica sino para la doctrina? Las acciones de José Vasconcelos parecen loables en un país que recién emergía de un proceso revolucionario, pero se tornan sospechosas en el momento mismo en que acudimos a su sustento ideológico. Entonces, pregunto, ¿noventa años de qué?.


sábado, 22 de octubre de 2011

El predicador Yépez

22/Octubre/2011
Laberinto
José Antonio Lugo

Cuando Heriberto Yépez afirma que Manual del distraído de Alejandro Rossi es “pre-texto para pulir parrafísica”, que es un “ensayo a punto de renunciar a la idea” y que “coronó la distracción”, el autor demuestra que no ha leído a Sterne y a su Tristam Shandy, ni a Jacques el fatalista, expertos en la distracción. “¿Cómo se habían encontrado? Por casualidad, como todo el mundo. ¿Cómo se llamaban? ¿Qué os importa? ¿De dónde venían? Del lugar más cercano. ¿A dónde iban? ¿Es que uno sabe a dónde va? ¿Qué decían?” (Diderot).

Nuestra visión de la realidad no se traza con dogmas ni con líneas de frente. Juan García Ponce tituló Diagonales a su revista y Marc Cheymol Alfil a la suya, que durante unos años editó el IFAL. Pero las miradas oblicuas y diagonales no pertenecen al mundo de las certezas en las que habita el predicador Yépez.

Sí, nuestro colega pertenece a esa raza de seres que se creen poseedores de la verdad y la enarbolan como bandera (o banderola, en su caso). Le haría bien leer menos a Sartre y a Saramago, grandes predicadores, y más a Camus, otro escritor distraído que tenía más preguntas que respuestas, cuestionamientos en los que brilla el fuego de la inteligencia, que se interroga, al tiempo que se ríe de los demás y de sí misma. Los predicadores pertenecen, por el contrario, al mundo de los agelastas —de los que nos prevenía Kundera en su discurso al recibir el Premio Jerusalén, incluido en El arte de la novela— (publicado originalmente en Vuelta, por cierto), el mundo de “los que no saben reír”, porque se creen poseedores de la verdad.

El señor Yépez afirma que Alejandro Rossi no es escritor sino “tipógrafo” y que escribe “ensayos sobre la nadería”. Ante afirmaciones de esa envergadura, pronunciadas desde el púlpito de su columna, no me queda más que bostezar con tedio. ¡Qué lejos estamos de los dardos afilados e inteligentes de Sainte-Beuve, o de Karl Kraus, a quien tanto admiraba Canetti! Pero los dardos de Yépez son malvaviscos que pretenden encajarse en el tablero, carecen de ironía y hablan más de la personalidad y de los alcances de su autor que de lo que afirman.

Bueno, en la República de las Letras caben todo tipo de ejemplares. Sin embargo, hay que decirlo, comparar la “limpieza” de la Plaza por Díaz Ordaz con la “limpieza” de la prosa por parte de Vuelta es, simplemente, una estupidez. Pese a lo anterior, felicito al señor Yépez: supongo que debe sentirse muy contento de haber encontrado una verdad que transmitir a sus lectores.

Los misterios desnudos

22/Octubre/2011
Laberinto
Enrique Serna

En el ocaso del Egipto faraónico, bajo la dominación helena y romana, los sacerdotes crearon grafías deportivas o criptográficas destinadas a “vestir de misterio” los textos religiosos, con el fin deliberado de confundir al lector. La edad barroca del jeroglífico fue el canto del cisne de una casta moribunda que porfiaba en la cerrazón excluyente ante el empuje de la escritura demótica y las lenguas invasoras. Como los dictadores en desgracia, que al verse perdidos emprenden una fuga hacia delante, los sacerdotes de Alejandría aumentaron el número de signos y sus variantes para crear un sancta sanctórum aun más inaccesible a los profanos. Quizá la poesía hermética de los siglos XIX y XX haya sido también un gesto agónico frente al avance de la ciencia y la tecnología, como si el imperio de la objetividad hubiese infundido en el hombre una nostalgia reaccionaria por los misterios religiosos. Mientras la ciencia esclarecía los fenómenos del mundo natural, la literatura buscaba restaurar los viejos oráculos indescifrables. Por una extraña paradoja, el viraje hacia el hermetismo comienza en la literatura francesa unas cuantas décadas después de que Champollion logró descifrar los jeroglíficos egipcios. Se había resuelto uno de los grandes misterios de la historia universal y el hombre, huérfano de enigmas, tuvo que apresurarse a inventar otros.

Una inquietud análoga ante el empuje de la ciencia explica, tal vez, la intrincada terminología de algunas corrientes de la filosofía alemana en el mismo tramo de la historia moderna. El enorme prestigio que alcanzaron desde su nacimiento denota que había un público ávido de revelaciones oscuras, o bien, que los buscadores de prestigio siempre reciben con beneplácito a los profetas inaccesibles. Pero no todos cayeron en el garlito: Schopenhauer, uno de los mejores prosistas alemanes de su tiempo, reaccionó con virulencia ante la mistificación del lenguaje filosófico. “Las palabras no carecen de dueño —protestó— y atribuirles un sentido totalmente distinto del que hasta ahora han tenido significa abusar de ellas, significa introducir una autorización según la cual cada uno puede utilizar cada palabra en el sentido que quisiera, con lo que se produciría una confusión sin límites”. Fichte, Schelling y sobre todo Hegel son los filósofos a quienes acusaba de tener mentes confusas y defectuosas. Su débil entendimiento, acobardado ante la exigencia de calidad de los conceptos, retrocede, según Schopenhauer, a la cómoda penumbra de los conceptos imprecisos, muy abstractos y difíciles de explicar, como por ejemplo, finito e infinito, sensible y suprasensible, la idea del ser, la de la razón, el absoluto, etcétera. El exceso de abstracción y el abuso de los conceptos generales, utilizados como signos algebraicos, “son lanzados aquí y allá con lo que el filosofar degenera en vana palabrería, y a la mente que piensa le entra la duda, sobre todo en la juventud, de si es incapaz de entender o si no hay realmente nada que entender”.¹

Cualquier lector experimentado conoce las zozobras descritas por Schopenhauer. Como la falta de rigor literario conduce a la vaguedad, muchas de las disertaciones filosóficas, los poemas y las novelas que parecen haber alcanzado el máximo grado de dificultad probablemente son borradores mal pulidos, por la enorme cantidad de licencias que se han permitido sus autores. Al amparo de las tinieblas todo se vale, pues nadie puede notar los defectos, los vacíos y las asperezas de un jeroglífico sin códigos de referencia. ¿Es sustancial toda la filosofía de Hegel o en algunos momentos recargaba su discurso con hojarasca para vestirlo de misterio? La falta de lima crea oscuridades, como lo sabe cualquier redactor principiante, pero cuando el intelecto flaquea es más fácil meter la basura bajo la alfombra que barrer la sala. Lo mal escrito suele estar mal pensado, aunque pueda ser una buena estrategia para imponerse en un tono distinguido. Sólo un acto de fe puede hacernos creer en la genialidad incomunicable, como sucedía con el crédulo auditorio de los viejos profetas iluminados. La destreza verbal, en cambio, “hace tratables los retiramientos de las ideas y da luz a lo escondido y ciego de los conceptos, que oscurecer lo claro es borrar y no escribir”. ² Esta definición de Quevedo no ha perdido vigencia, y aunque no deberíamos eludir el esfuerzo de leer a Hegel por las críticas de Schopenhauer, cualquier lector tiene derecho a preguntarse si debajo de su intrincado edificio conceptual hay algo que entender o está siendo timado por un charlatán.

Otro experto en demoliciones, el filósofo y físico Mario Bunge, opina de Heidegger lo mismo que Schopenhauer pensaba de Hegel: “Heidegger tiene un libro sobre El ser y el tiempo ¿y qué dice sobre el ser? ‘El ser es ello mismo’. ¿Qué significa? ¡Nada! Pero la gente, como no lo entiende, piensa que debe ser algo muy complejo. Vea cómo define el tiempo: ‘Es la maduración de la temporalidad’. ¿Qué significa eso? Las frases de Heidegger son propias de un esquizofrénico. Pero no estaba loco: era un pillo que se aprovechó de la tradición académica alemana según la cual lo incomprensible es profundo”.³ Algunos maestros de filosofía reprobarán con el ceño adusto estos desacatos a la autoridad intelectual, y dirán, quizá, que los enemigos de Hegel y Heidegger los han descalificado por envidia o mala fe. Dos valores tan sólidos de la filosofía no pueden quedar en entredicho, pues entonces ¿qué sería de sus exégetas, de los congresos organizados para desmenuzar sus sistemas de pensamiento, de los seminarios de postgrado y de las tesis doctorales consagradas a quemarles incienso? El peso de las obras canónicas es enorme y en algunas épocas ha logrado inhibir por completo a la crítica. Los eruditos no obtienen demasiado prestigio cuando estudian obras sencillas que cualquier lector puede disfrutar; en cambio su importancia crece cuando se proclaman intérpretes oficiales de una obra difícil. Detrás de cada falso dios hay un ejército de sacerdotes con las uñas afiladas para repeler a cualquier hereje y su principal arma de combate es atribuir los ataques a la estupidez de la chusma. Sócrates confesó que no había entendido del todo el tratado de Heráclito Acerca de la naturaleza, pero en los círculos académicos se tacha de tonto a quien confiesa que no ha entendido a Hegel o a Heidegger. Por lo tanto, nadie se atreve a reconocer una incapacidad nacida, quizá, de la mala sintaxis de una mente confusa. Intimidada por el miedo al ridículo, la crítica se refugia entonces en el silencio cobarde o en la mentira, como le ocurrió a los cortesanos que temían ser tachados de bastardos si negaban haber visto el manto invisible del rey. Pero a final de cuentas, ¿quién es más ridículo? ¿El que dice la verdad y pasa por tonto o el último en admitir que el rey va desnudo?


1) Arthur Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación, vol. I, FCE, México, 2008, p. 208.
2) Francisco de Quevedo. Epistolario, prólogo de Raimundo Lida, Dirección General de Publicaciones del Conaculta, México, 1989, p. 116.
3) Ignacio Vidal Folch, “Entrevista con Mario Bunge”, en El País, 4 de abril de 2008.

El teatro de Granados Chapa

22/Octubre/2011
Laberinto
Braulio Peralta

Era un apasionado del teatro. Esa es una de las razones por las que yo apreciaba al columnista Miguel Ángel Granados Chapa que, como decía Carlos Monsiváis: “Escribe como abogado pero se agradece siempre su puntual información”.

De entrada, transgredo la primera sentencia periodística de su decálogo: “Nunca escriba o diga algo de una persona que no se le pueda decir a la cara”.

Murió y no tengo mejor manera de recordarlo. Nunca le diría lo que aquí escribo porque mi relación con él era distante, aun cuando nos tocó trabajar muy cerca en Unomásuno y La Jornada. Fui su lector pero nunca su fan. Lo traiciono aquí al decir el gusto que me daba verlo en funciones teatrales, como espectador sensible.

No en balde mucho de la esencia de la obra de Sabina Berman Entre Pancho Villa y una mujer desnuda se inspira en un personaje de la izquierda mexicana, periodista, columnista político, progresista al estilo de Granados Chapa o Adolfo Gilly. No en balde, cuando Granados Chapa fue al teatro a ver esa obra, acompañado de su entonces pareja —Guadalupe Loaeza—, sin más preámbulos ella le espetó al final de la representación: “¡Pero si eres tú, Miguel Ángel!”

En esa función ambos conocieron a la autora que proponía en la obra que los hombres de la izquierda mexicana de los años ochenta eran propensos a pugnar por la igualdad para todos, a excepción de la otra mitad de los mexicanos: las mujeres, muy especialmente las suyas. La obra era un homenaje crítico de Sabina Berman a esa parte de la izquierda que combatía por ideales sin pasar por su propia casa; uno de los grandes textos de la dramaturga. Pero ahí, Granados Chapa prefirió guardar silencio durante la conversación.

La última vez que lo vi fue cuando él y un servidor develamos la placa de las 100 representaciones de Los insensatos, de David Olguín. En esa ocasión, Granados Chapa dijo: “Se necesitaba escribir el testimonio de locura del país que es México. De la dignidad de los locos frente a una realidad lacerante. Un teatro diferente que pide un público atento a la historia. El teatro de David Olguín es de una fuerza y actualidad sin precedentes. Una obra que, a pesar de estar inscrita en tiempos de Porfirio Díaz, revela la realidad del país, hoy”.

Juan Villoro y José Luis Martínez S. estaban entre el público, ovacionando una obra con personajes —los locos— expulsados de la norma, en un escenario —el manicomio– como la mejor metáfora del teatro que es el mundo, donde Olguín escribe el ascenso al festín de los irracionales. Shulamit Goldsmit, última compañera de Granados Chapa, estaba ahí también, discreta siempre…

Granados Chapa era un apasionado del teatro porque encontraba ahí el pulso de la nación. Lo vi siempre en obras en las cuales la historia es fundamental: Estado de secreto, de Rodolfo Usigli, dirigida por Mauricio Jiménez; La honesta persona de Sechuán, de Brecht, en dirección de Luis de Tavira. Desde luego, en Nadie sabe nada, de Vicente Leñero…. Puros encuentros fortuitos de los que me quedaba claro que Granados Chapa disfrutaba el teatro en escena.

Este es el Granados Chapa que prefiero recordar. No el periodista que todos conocen, aplauden, disculpan sus errores —que los tuvo, y muchos—. Verlo en el teatro me reconciliaba con él. Las últimas funciones llevaba un cojín en forma de ruedita, para sentarse más cómodo. El cáncer de colón era doloroso.

Por eso quiero recordar esos momentos en los que, parco, me saludaba y decía: “Gusto en saludarle”. “Igualmente, don Miguel Ángel”. “A disfrutar la función”. “Sí, porque, como canta La Lupe: ‘La vida es puro teatro’”.

Los encuentros eran siempre a la entrada, nunca a la salida. Y traiciono nuevamente una de sus máximas del periodismo: “Construya su propia opinión, aunque no coincida con los demás, y, sobre todo, si coincide con los demás”. No sé, nunca me ha importado coincidir con los demás. Granados Chapa es parte de mi memoria del teatro mexicano y por eso lo cuento aquí, rápidamente y sin tragedia.

Bob Dylan y el Nobel

22/Octubre/2011
Laberinto
David Toscana

Este año le tocó el Nobel a Tomas Tranströmer. Respiro tranquilo de saber que los académicos suecos no han cometido la locura de premiar a Bob Dylan. Aunque paz y literatura son terrenos distintos, luego del obamazo todo es posible.

Comoquiera me pregunto: ¿quién o quiénes se empeñan en proponerlo cada año? ¿Es gente seria o un grupo de fanes? El hombre es músico, no confundamos sus canciones con poesía.

Lo mismo pasaba con John Lennon. Es un poeta, decían, porque cantaba frases que cualquier señora podía decir: “Hay que darle una oportunidad a la paz” o “Imagina a toda la gente viviendo la vida en paz”. Y sí, otras con más intensidad: “La mujer es la negra del mundo” o “Sólo estoy aquí sentado, mirando las ruedas girar y girar”.

La música le da fuerza a la letra, pero sigue siendo música. La poesía vive por sí misma, sin la música.

Prefiero a León Felipe leyendo su “Vencidos” que a Joan Manuel Serrat cantándolo. Por más que Serrat lloriquea la voz, tiene encima una música triunfalista que en nada corresponde al desánimo derrotado de los versos.

No es que música y poesía estén peleadas. Son dos seres con luz propia que no brillan más por andar juntos.

Cuando se acerca octubre de cada año, los nombres de los candidatos al Nobel son parte ya de un mercado de apuestas. Hay dinero de por medio y casi siempre los que encabezan las listas son autores que escriben en inglés. Porque son los que conocen los apostadores.

Lo más que me he jugado en estos vaticinios es una ronda de cervezas.

Durante algún tiempo tuve cinco gallos: Ismail Kadaré, Adonis, Ryszard Kapuscinski, Mahmoud Darwish y Carlos Fuentes.

La madre naturaleza me obligó a reducir la lista, sin que nunca mis opiniones hayan sido las de la Academia Sueca.

Esa misma madre natura fue quien le concedió el premio a Gabriela Mistral, pues tomó la estafeta del recién fallecido Paul Valéry. Luego Gabriela Mistral propondría sin éxito a Alfonso Reyes.

Una ocasión anduve por Estocolmo. Hacía frío, las mujeres iban abrigadas hasta los ojos, era imposible comprar alcohol. Así es que visité el museo Nobel.

No tenía ningún encanto más allá de la calefacción. De ahí me pasé a la biblioteca Nobel. Entre libros me sentí mejor. Hay una sección con ejemplares en distintas lenguas de los ganadores, y otra zona mucho más amplia, para los que podríamos llamar candidatos.

En medio de la conversación, y quizá para disuadirme, el bibliotecario me explicó que no aceptaban donativos de libros. Ellos eran un apoyo para la Academia y debían cuidar que solamente entraran a sus estantes obras de autores reconocidos.

“Ahora mismo me acaba de llegar una caja”, me dijo el bibliotecario, “y tengo que deshacerme de ella”.

Por curiosidad, me asomé. Eran todos los libros de un autor mexicano que está a años luz de ganarse el Nobel. Iban acompañados de una cariñosa nota en inglés.

Cada quien su lucha, pensé.

Y no. No voy a decir el nombre de ese escritor.

“Habrá un nuevo tiempo mexicano”

22/Octubre/2011
Laberinto
José Luis Martínez

Carlos Fuentes, quien el próximo 11 de noviembre cumplirá 83 años, habla, desde Londres, de La gran novela latinoamericana, su libro más reciente. Está de buen humor y se ríe al recordarle el desplante con que justifica la inclusión de un gran número de autores mexicanos en esta obra. “Si abundan —declara— es porque los conozco mejor, los he leído más y ¡qué chingados!, como México no hay dos”.

—Es una frase muy nuestra —responde por teléfono cuando se le pregunta al respecto—. Trato a muchos escritores mexicanos, y es natural, porque son de mi país, representan la continuidad de una tradición. También hay argentinos, chilenos, colombianos, pero el saldo favorece a la literatura mexicana.

La gran novela latinoamericana —afirma— “es un libro personal”. Con esto justifica presencias y ausencias en su recorrido por la narrativa de Iberoamérica, que comienza en el siglo XVI, con Bernal Díaz del Castillo, “nuestro primer novelista”, y concluye con un libro de 2005, El testigo, de Juan Villoro.

Bernal, anota Fuentes en su ensayo, terminó la Verdadera historia de la conquista de la Nueva España en 1568, cuarenta y siete años después de ocurrida. Ciego, viejo, olvidado de todos, escribe desde “el país de la memoria”. La suya es una crónica —una novela— “cargada de rumores, de silencios, de vacilaciones y ambigüedades que humanizan la certeza épica de la conquista imperial del mundo indígena por los españoles”.

Memoria, historia, imaginación, son palabras que atraviesan el libro de Fuentes de principio a fin. También la palabra México, una constante en la literatura y las reflexiones del autor de La región más transparente.

¿Cómo mira el actual tiempo mexicano?, se le inquiere en clara referencia a uno de sus títulos.

—Lo considero un tiempo de transición —dice—. Pero todo el mundo está en una transición muy importante. En el norte de África, en el Mediterráneo, en Inglaterra, en España, estamos viviendo un cambio que yo considero un cambio de civilización. América Latina no es ajena a este fenómeno: Chile está cambiando y, desde luego, México…

Hace una pausa y enseguida sentencia:

—Habrá un nuevo tiempo mexicano.

En La gran novela latinoamericana se muestran, entre otros factores, los conflictos sociales como temas o detonantes literarios en la América española y portuguesa. Así sucede, por ejemplo, en Canaima, del venezolano Rómulo Gallegos (“decálogo de la barbarie” la llama Fuentes), y en las novelas que surgen del movimiento revolucionario iniciado en nuestro país en 1910. En la nueva narrativa mexicana un tema frecuente es el narcotráfico, abordado por el propio Fuentes en Adán en Edén. ¿Qué piensa él de la llamada narco-novela?

Adán en Edén tiene que ver con el narcotráfico, pero no repite lo que dice la prensa; no se trata de eso. La prensa habla del problema cotidianamente, pero a eso hay que darle un giro literario, imaginativo, humorístico —responde.

Sin calidad literaria, sin imaginación, señala el autor de La voluntad y la fortuna, la narco-novela “será sólo una moda pasajera”:

—La novela existió antes del narco y existirá después del narco, refleja un momento actual de la vida en México, pero no creo que sea un asunto permanente. La novela es permanente, el narco no.

En su libro, Fuentes comenta Purgatorio, la última novela de Tomás Eloy Martínez, por quien no oculta su admiración. En ella, el escritor argentino aborda el tema de los desaparecidos durante la dictadura militar en su país, entre 1976 y 1981. Fue una época de terror y el mexicano se pregunta: “¿Cómo incorporarla a la ficción, cuando la realidad supera a cualquier ficción?”

¿Cómo incorporar a la ficción la realidad que vive México actualmente?, se le plantea.

—Es muy difícil, pero de eso se trata la literatura, de ver cómo superamos la realidad que a veces nos avasalla y se impone como una fuerza superior a la de cualquier ficción. Esa realidad, por más apabullante que sea, va a pasar, en cambio, insisto, la literatura va a permanecer. El conflicto social que retrata Balzac, el ascenso de la clase media francesa después de la revolución, es un hecho interesante históricamente, pero lo que es de actualidad es la imaginación de Balzac, no los temas que trató. Lo mismo puede decirse de toda literatura.

En su ensayo, Fuentes escribe también que en la novela —y en el cine— “se pueden crear todas las realidades, imaginar lo que aún no existe y detener el tiempo”. Con esta convicción, decreta: “Busquemos entonces, en la novela, la realidad de lo que la historia olvidó”.

—Constantemente la historia está olvidando —dice cuando se le pide que explique esta idea—. La historia va en línea recta y rara vez recuerda que tiene un pasado. Además de la gran línea central de los sucesos, hay muchos caminos pequeños, muchos senderos, accidentes de ruta, que son los que aborda el novelista. Yo le pregunto a usted: ¿sabe quién era el ministro del Interior de Francia cuando Flaubert publicó Madame Bovary? Le aseguro que no, y yo tampoco. En cambio, todos recordamos Madame Bovary. Es decir, hay un arte, la novela, que sobrevive a los hechos políticos, a las circunstancias políticas, y se impone por la virtud de la imaginación y de la memoria, que son los dos grandes atributos de la ficción.

En el capítulo dedicado a Alejo Carpentier, cuyas novelas son “fundadoras de nuestro presente narrativo”, Fuentes se pronuncia contra quienes han pretendido o pretenden catequizar desde la literatura.

—Carpentier —dice— se olvidó de la tradición que personificaron Gallegos, Eustasio Rivera, Jorge Icaza y todos aquellos que trataron de cambiar al mundo a través de la literatura, de dictar cátedra y echar sermones desde la novela. Carpentier entendió que la literatura habla por sí misma, su mensaje es implícito, no puede ser enunciado en un carteo, tiene que ser un mensaje sublimado.

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En La gran novela latinoamericana aparece con asiduidad la fascinación de su autor por el nombre de las cosas. “Cada época —escribe— va nombrando al mundo y al hacerlo se nombra a sí misma y a sus obras”. ¿Por qué esta necesidad de nombrarlo todo?

—Nombrar las cosas —expresa— es una de las funciones fundamentales de la literatura; a nadie, antes de Platón, se le ocurrió qué significa nombrar una cosa, si el nombre es implícito a la cosa o es una convención. Platón opta por la convención; vemos a las cosas de una manera convencional. Y esto, que parte del diálogo de Crátilo, es uno de los temas fundamentales de la literatura. Nombrar las cosas es una necesidad de todos los seres humanos, no sólo de los escritores. Todos tenemos la obligación de bautizar a nuestros hijos, de tener un nombre, de conocer el nombre del prójimo. Nombrar es un hecho universal. Pero sólo existe un hombre que se llama Don Quijote, y sólo un hombre se llama Pedro Páramo, esta es la virtud de la literatura, de convertir, de nombrar como un hecho estético, permanente. Antes de Don Quijote nadie se llamaba así, a nadie se le había ocurrido ese nombre, esto demuestra el poder que tiene el hecho de nombrar en la literatura.

Carlos Fuentes se sorprende cuando se le pregunta sobre la influencia de la llamada filosofía de lo mexicano en su obra. Refiere cómo desde Samuel Ramos se ha venido explorando ese tema, que poco contribuyó a su manera de ver y entender México.

—Mis lecturas filosóficas —señala categórico— son de los griegos, no de los filósofos de lo mexicano. Mi formación filosófica viene de la lectura, desde muy joven, de los clásicos griegos y de autores como San Agustín, que me influyó mucho. Erasmo, Maquiavelo y Tomás Moro también me formaron mucho intelectualmente.

Esto último es más que notorio en su nuevo libro, donde Fuentes consigna que El elogio de la locura (1509) de Erasmo, El Príncipe (1513) de Maquiavelo y Utopía (1516) de Moro fueron leídos en las colonias españolas en América. “Como el continente mismo, ellos son, en cierto modo, figuras inventadas, deseadas, necesitadas y nombradas por el ‘Nuevo Mundo’ que primero fue imaginado y luego encontrado por Europa”, escribe el novelista mexicano.

¿Cómo trabaja —se le pregunta— para lograr en sus personajes un equilibrio entre su representatividad histórica y social y su interioridad, cuando su literatura se ha caracterizado por ilustrar etapas y dilemas históricos y por utilizar personajes arquetípicos?

—No es algo que yo ilustre —manifiesta—. En la novelística de Balzac, los personajes ilustran lo que era la sociedad de su tiempo, pero existen independientemente de su representatividad social. En mi caso sucede lo mismo. Ixca Cienfuegos no existe más que en mi libro, es una creación literaria mía. Artemio Cruz se puede parecer a fulano o mengano, no sé, es un personaje literario y el personaje literario finalmente trasciende a sus modelos, o inventa un nuevo modelo. Don Quijote viene de una sátira de las novelas de caballería, muy en boga en los tiempos de Cervantes y aun antes, pero se establece como una figura aparte, singular, irrepetible, que se llama Alonso Quijano “Don Quijote de la Mancha”.

En una entrevista de 2008, la narradora y periodista argentina Luisa Valenzuela le preguntó a Fuentes: “¿Cuándo comienza el futuro?” En las circunstancias que vive el mundo actualmente, repetirle la pregunta no parece ocioso.

—El futuro está ocurriendo ahora —contesta—. Usted me está llamando este viernes, en Londres son las siete y media de la noche, dentro de diez minutos quizá sigamos hablando y ya va a ser el futuro. ¿Cómo se compagina esto con nuestra acción en el mundo? Para una mujer inteligente, para un hombre inteligente, es necesario hacer del pasado presente, hacer del futuro presente, actualizar el presente. Para mí, el presente es lo más importante, es el lugar donde se dan cita los tiempos, el pasado ocurre ahora y el futuro también. Eso hay que entenderlo, si no, no se entiende la literatura.

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La gran novela latinoamericana comienza con una “Advertencia pre-ibérica” en la que Fuentes escribe: “Un notable moralista mexicano, Mario Moreno ‘Cantinflas’, le dijo en cierta ocasión a un señor con el que discutía: ‘Pero oiga, mire nomás, ¡qué falta de ignorancia!’” Trescientas setenta páginas adelante recuerda a Roberto “El Panzón” Soto, Leopoldo “El Chato” Ortín, Carlos López “El Chaflán” y a otros cómicos del teatro de revista mexicano de los años veinte y treinta. Las referencias al cine y al teatro, a la cultura popular, que ha tenido una gran relevancia en su vida y en su obra, están diseminadas en varias partes de su nuevo libro.

—Mire —dice con entusiasmo—, yo empecé a ir al cine muy chico con mi padre, en Washington. A los diez años gané un concurso de trivia cinematográfica en esa ciudad, gané cincuenta dólares, que me parecían una fortuna, y desde entonces estoy enamorado del cine porque creo que es una mina de oro —comenta entre risas.

La relación de Fuentes con el cine ha sido ampliamente estudiada, varias de sus novelas y cuentos han sido llevados a la pantalla y ha escrito numerosos guiones, entre ellos El gallo de oro (1964) y Tiempo de morir (1966) con Gabriel García Márquez.

—Para mí el cine —continúa— ha sido un factor determinante en mi vida.

¿Y el teatro de revista, las carpas?

—Yo crecí fuera de México —explica—. Para mí, regresar en los veranos con los abuelos y entrar en contacto con mi país era muy importante, y una de las formas de ese contacto era a través del cine, a través del teatro, del vodevil, de las carpas que existían entonces. Yo llegué a ver a Cantinflas en teatro popular, haciendo bromas políticas muy rudas, que luego abandonó. El mundo popular ha existido siempre, está en el fondo del Quijote —representado por Sancho Panza—, viene de Rabelais, donde la cultura popular es prácticamente la protagonista de Gargantúa y Pantagruel. Es decir, la cultura popular siempre ha estado ahí y depende del escritor cómo la emplea —aunque hay escritores que no la utilizan—. Yo sí, La región más transparente está llena de diálogos de cantina, de burdel, y he seguido empleando esas modalidades a lo largo de mi obra. La cultura popular se basta a sí misma, pero en literatura se convierte simplemente en referencia a otra cosa.

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México, sus escritores, su cultura, sus problemas, su violencia, su historia, está siempre presente, como ya se ha comentando, en la obra de Fuentes, y La gran novela latinoamericana no es la excepción. ¿Cómo mira a nuestro país desde el extranjero, con la ventaja de la perspectiva y la crítica, como usted mismo ha dicho? Es la última pregunta de una conversación sin más brújula que el nuevo libro y la pasión de Fuentes por la historia, el cine, la literatura y México.

—Creo que el país está ante una última oportunidad, que es tener un sistema político estable y una elección creíble el año que viene —responde convencido—. Si los resultados de esa elección resultan increíbles o el candidato ganador está muy atado a intereses de cualquier tipo, sobre todo privados, será malo para el país. Necesitamos un candidato que sea independiente, que mire al futuro, que tenga una idea del mundo actual y del lugar de México en él. Entonces, si la cuidamos, si sale bien, esta puede ser la gran elección; si no sale bien puede ser la última dentro de un marco democrático.


En el clásico ejercicio de respuestas breves, Carlos Fuentes habla de lo que significan para él algunas palabras, algunas ideas y el nombre de uno de sus grandes amigos, de quien terminó irremediablemente distanciado.

El tiempo…
El tiempo es el que creamos nosotros, el tiempo es siempre presente.

El amor…
Es lo que deseamos tener y a veces logramos, cuando tenemos suerte.

La amistad…
Es tan importante como el amor. Byron dijo que la amistad era el amor sin alas, yo digo que la amistad tiene alas también.

Los hijos…
Muy queridos, lo más querido del mundo.

Octavio Paz…
Gran amigo, gran escritor, le tengo gran respeto; tuvo una vida formidable.

La crítica literaria…
La crítica es literatura. La gran crítica es una forma de expresión artística. Entonces, así como en la literatura hay buenos y malos escritores, en la crítica hay buenos y malos críticos, eso es todo.

¿Tiene usted enemigos?
Espero tenerlos, porque una vida sin enemigos sería un fastidio, aburridísima, ¿no cree usted?