domingo, 31 de octubre de 2010

Poeta y mármoles susurrados

31/Octubre/2010
Milenio
José de la Colina

El domingo recién pasado, en el Palacio de las Bellas Artes y durante el luctuoso homenaje de muchos a Alí Chumacero, dije antes de leer un poema de éste: “No te lo perdono, Alí, tú que eras un gran bromista, acabas de hacernos tu única broma mala”. Al final de la ceremonia un elegante señor sesentón se acercó a decirme aproximadamente esto: “¿Cómo habla usted así del gran poeta? ¿No respeta usted a los muertos ilustres? Dígame, ¿cuál es la obra mala de Chumacero!”, y, sin darme tiempo a responderle, el hombre se me perdió entre la multitud que descendía la escalinata hacia la salida. Me quedé desconcertado, preguntándome si no habría yo cometido un lapsus linguae diciendo “obra mala” en lugar de “broma mala”, pero amigos me aseguraron que no, y que quizá aquel señor me habría oído mal. Sólo más tarde, ya en casa, me acordé de una anécdota transcrita por Jean Cocteau en ocasión de otro duelo por un gran poeta: “Pienso en Odilon Redon que me narraba el entierro de Mallarmé en Valvins. Algunos [poetas y artistas] habían terminado bebiendo y riendo mucho en un bar. Un tonto se levantó indignado: ‘¡Señores, más respeto! ¡Venimos de enterrar a Stéphane Mallarmé!’ A lo cual Auguste Renoir replicó: ‘¡Precisamente! ¡No es cosa de todos los días enterrar a un Stéphane Mallarmé!’. Y continuó la fiesta”.

¿Es inconcebible que un poeta, como cualquier hombre, sea uno y además otro sin que haya dualidad, sino diferentes y a veces dizque opuestas maneras de ser? Me remito a dos indiscutibles testimonios. En 1945 el jalisciense José Luis Martínez, ensayista y viejo amigo de Alí, ya advertía en el poeta nayarita “un humor extraído proporcionalmente de la indolencia árabe que de algún modo le reclama y de su convicción invencible en la falta absoluta de importancia de cuanto ocurre sobre la tierra”, más el acatamiento del “deber de la obra literaria de organizar sus sueños con la severa e invisible arquitectura de una rosa”. Y en 2003 el poeta y crítico Marco Antonio Campos, discípulo de Alí, decía en el prólogo a la Antología personal de Chumacero para ediciones Colibrí (en cuya portada se ve a Alí sostener un bastón de impresionante empuñadura de plata, propiedad de otro admirable poeta: Rubén Bonifaz Nuño): “El Alí Chumacero cordial, de una inventiva prodigiosa y de un humor fulgurante, poco o nada se parece a ese poeta que ha dejado una de las obras más pesimistas de la poesía mexicana”.

MÁRMOLES SUSURRADOS

Tuve mi primer intenso contacto con esa poesía de voluntario tono crepuscular, pero cruzada por fulgores de alba a veces triste y a veces celebratoria, cuando a la mitad del poema “Vacaciones del soltero” me desconcertó este verso endecasílabo: “La mano al descender con la navaja ahuyenta…”. Supuse que se trataría de un degüello, pero un parpadeo después el poema hablaba de un asunto inocente, cotidiano y aun vulgar que yo, en mis veintiún años, suponía “no poetizable”: un hombre que se rasura como cualquier hijo de vecino. Dicen versos sagazmente encabalgados: “La mano al descender con la navaja ahuyenta/ el mal del rostro, vence/ edades y palabras y destruye/ la huella sudorosa del alquilado amor:/ oh, la mujer que al lado/ está balanceándose en la hamaca”.

Descubrí así una poesía que suele aliar lo abstracto y lo concreto, que explora un Páramo de sueños (1944), que no prodiga metáforas lujosas, sino Imágenes desterradas (1948) y, en lugar de fiestas verbales, ofrece austeras Palabras en reposo (títulos de libros de 1944, de 1948 y, último, de 1956). Poeta de terca exigencia formal, capaz de pergeñar para un solo poema cien borradores como destilaciones cada vez más rigurosas, Chumacero, gran alquimista, logró objetos poéticos perfectos, inmarcesibles y cristalinos con vetas de opacidad. Los títulos de muchos de sus poemas (“Vencidos”, “Monólogo del viudo”, “Responso del peregrino”, “Elegía del marino”, “Elegía del regreso”, “Laurel caído”, “Losa del desconocido”, “Cuerpo entre sombras”) cercan un íntimo ámbito en el que fluye una de las voces más señoriales de la literatura mexicana. Una voz que se imprime en una escritura de mármol trabajada desde la inteligencia y la vigilancia de la forma estética y susurra el deseo, la inquietud y en ocasiones la angustia. Una voz en la que se puede reconocer la ascendencia de de Baudelaire: “Desnuda, mi funesta amante/ de piel vencida y casta como deshabitada,/ sacudes sobre el lecho voces/ y ternura contrarias a mis manos,/ y un crepúsculo escucho entre tu cuerpo/ cuando al caer en ti agonizo/ en un nacer marchito, sin el duelo/ comparable al temor de tu agonía”. Y, en ese libro final que, aunque se supone escrito con palabras “en reposo”, es el más lleno de vida de su autor, no falta la quemante o fantasmal sensualidad de un hombre deseoso o hastiado en la ciudad gris y rumorosa, en un ordinario horizonte de calles y oficinas, de penumbrosos salones de baile, de “rostros y trajes y humedad”, de frías soledades en algún cuarto de exasperado soltero o de insomne viudo que copula cada noche con mujeres carnales o afantasmadas, sea en el goce momentáneo o sea en el soñar o en el recuerdo.

Chumacero, como Omar Khayan, como Borges, como Villaurrutia y muchos otros, ha compartido la Rosa universal, la de todos, la de uno y la de nadie:

“Cae la rosa, cae/ atravesando el agua,/ lenta por el cristal de sombra/ en que su tallo ahoga;/ desciende imperceptible,/ clara, ingrávida, pura/ y las olas la cubren, la desnudan,/ la vuelven a su aroma…”

Y perduran ése y otros fantasmas fijados en los mármoles susurrados de un gran poeta nacido en la pequeña Acaponeta de Nayarit el 9 de julio de 1918 y fallecido en la enorme Ciudad de México el 22 de octubre de 2010.

Escritura y melancolía

31/Octubre/2010
Jornada Semanal
Juan Domingo Argüelles

Una de las fuentes de la alegría es la ignorancia. La excesiva información le hace creer a las personas que tienen la llave del mundo para penetrar cualquier puerta. Y algunos fatuos hablan de la muerte como si estuvieran regresando de ella. Confunden la información con el saber, y el conocimiento con la sabiduría. No saben nada, pero creen que saben.

Obsesionados como están muchos en no ignorar nada, se vuelven eruditos sin juicio y desde luego sin emoción; de ahí pasan a la falta de entendimiento en todo lo que saben, porque la percepción justa del mundo no tiene que ver en absoluto con la inteligencia insensible, sino con la más aguda inteligencia que brinda la sensibilidad.

De la muerte no sabemos nada, y nunca sabremos nada. La enfermedad, en cambio, es excelente maestra para saber algo de la vida. Una enfermedad severa, dolorosa y persistente (ni siquiera sumamente grave) tiene al menos una virtud que los enfermos todos debemos agradecer: nos ofrece una lección insuperable cuando mejoramos: nos reconcilia con la vida y nos vacuna contra el espanto de la muerte. Nos ayuda a vivir con más alegría y nos defiende contra todo fanatismo “previsor”. Si uno no lo desea, no tiene por qué entregarse a la muerte, pero tampoco hay razones para espantarse de ella. Nadie se muere antes de que le llegue la muerte, la suya única, la propia, la irrevocable e intransferible. Lo sabían Séneca, Epicuro, Cicerón, Montaigne y otros más: aprender a vivir es también aprender a morir. ¡Cuánta sabiduría!

¡Y cuánta charlatanería redituable hay también en el tema de la salud y el bienestar! Los libros sobre este tema abundan, y hay algunos tan chapuceros (como el que lleva por título La ciencia del bienestar) que sus autores recomiendan, para estar sanos, no pensar jamás en la enfermedad, sino en “la felicidad”. Y a esto le llaman ciencia. Una “ciencia” que afirma que “el estado natural de los humanos es un estado de salud perfecta: todo en nosotros y en la naturaleza tiende hacia la salud”. No es verdad. Lo contrario es lo cierto.

Científicamente, la salud perfecta es nada más un ideal o, peor aún, una utopía, una quimera: una invención delirantemente cuerda de un montón de charlatanes que llaman ciencia a cualquier tipo de vudú. Novalis decía, y decía bien, que “el ideal de la salud perfecta sólo es interesante para los médicos [que, por lo demás, saben que no hay salud perfecta], pero lo realmente interesante para el ser humano es la enfermedad, que pertenece a todos los individuos”.

La perfección no existe y menos en la salud. A diferencia de los libros charlatanes, Enfermedad y creación: cómo influye la enfermedad en la literatura, la pintura y la música, de Philip Sandblom, es un libro que nos demuestra que la condición más común del ser humano es la enfermedad. De cuántas cosas bellas, profundas y maravillosas nos habríamos perdido si el estado natural de los humanos fuera esa falacia de la salud perfecta, no sólo física sino también mental. Muchas grandes obras han sido espoleadas por la enfermedad, no por la salud; por la carencia y no por el bienestar. No hay nada más embustero que ese falso optimismo de vivir siempre sanos. Digamos, con Robert Graves, Adiós a todo eso. Bruno Estañol no nos engaña ni se engaña: “Todos estamos más o menos locos, aunque algunos actuamos con mayor disimulo; sobre todo, la razón tiene también su locura.”

Rilke escribió: “La obra de arte es el resultado de haber estado en peligro, del hecho de haber ido hasta el extremo de una experiencia que ningún hombre puede sobrepasar.” Job supo esto muchísimo tiempo antes, cuando la ansiedad y la angustia le invadían (Job, 15, 24), pues el dolor, con todos sus males y sus enfermedades, le enseñó que sólo el hombre afligido conoce su miseria. Sin la desdicha (con la salud perfecta), no tendríamos esa obra maestra de la sabiduría que es el Libro de Job.

Goethe sabía que “nuestro propio dolor nos enseña a compartir los sufrimientos de las demás criaturas”. Edvard Munch, el pintor noruego creador de El grito, llegó a decir: “Sin la enfermedad y la angustia, yo hubiera sido un barco a la deriva.” Y Sófocles dice lo esencial, en labios de Filoctetes: “Me habría quedado sin pensamientos ni cuidados, como los animales, de no haber sido por mis heridas. Cuando me atenacea el dolor sé que soy un ser humano.”

Esta es la verdadera sabiduría: la que nos enseña a vivir y nos ayuda a mitigar la inquietud de la muerte. Queda bastante claro, por lo demás, que –como escribió André Comte-Sponville– “la muerte sólo es un problema para los vivos”.

Los melancólicos reivindicamos el derecho a la soledad e incluso a la tristeza, pues hacemos nuestra divisa la hermosa y exacta definición de Victor Hugo: “La melancolía es la felicidad de estar triste.” Sin esta felicidad de estar triste de vez en cuando, todo sería júbilo y alborozo muy aburridos. Incluso la alegría tiene sus límites.

Muchísimas personas no comprenden la depresión, y no es culpa de ellas, pues difícilmente se puede comprender lo que no se ha experimentado jamás. Creen que depresión es simple desánimo o tristeza, o una cierta languidez o desaliento, que desaparecen pronto, igual que como llegaron. En realidad, la depresión, en su estado patológico, no es eso.

La depresión en su nivel grave es uno de los males más devastadores que, en sus momentos críticos, lo inutilizan a uno casi por completo. Y lo incapacitante no sólo tiene que ver con desánimo ni, por supuesto, con no “echarle ganas” (como suelen decir quienes no comprenden), sino con todo un cuadro de desajustes físicos, bioquímicos y emocionales que ni siquiera llegan a ser imaginados por los demás: cefaleas, vértigo, náuseas, dolores abdominales, falta de apetito, apatía, arritmias cardíacas, falta de atención, desmemoria, desinterés, dificultades del habla, torpeza muscular, flacidez, escalofríos, frialdad permanente, insomnio, melancolía, angustia, ansiedad, miedos irracionales, pánico, delirio, impulsos suicidas. A veces, todo ello al mismo tiempo, con episodios convulsivos.

Cuando supe que tenía depresión grave (y lo supe antes del diagnóstico clínico) es porque el cuadro de malestares no correspondía a nada que antes hubiera experimentado. Padecía una imposibilidad casi absoluta de funcionar y enormes deseos de que mi vida acabara de una buena vez, porque si, como dice Pascal, todos tendemos a la felicidad, incluidos los que se ahorcan, yo concluía, entonces, en medio de mi desesperación, que el fin de la vida era el fin de todas mis desdichas.

Abusando del lugar común, hoy puedo mirar el mundo de otro modo. He salido de la oscuridad. Pero aprendí una cosa fundamental: que sólo reivindicándome con la vida (a pesar de todos sus dolores habidos y los que pueden venir y los que sin duda vendrán) puede uno también aprender a morir sin estar sumido todo el tiempo en la ansiedad y en la angustia, por culpa del miedo y la desazón. Debemos admitirlo sinceramente: no hay vida sin temor, pero Séneca siempre tendrá razón: “Todas las obras de los mortales están condenadas a morir, vivimos en medio de cosas perecederas. Has nacido mortal, has parido mortales. Piensa en todo, espéralo.”

Ya lo he dicho muchas veces, pero ahora lo reitero: los libros no siempre son un consuelo. Para serlo, exigen un lugar y un momento. En los peores instantes de mi depresión, de lo que menos quería saber era de los libros y de la lectura. Me parecían una absoluta trivialidad en medio de mi desdicha. Sigo creyendo que los libros son importantes sólo en la medida en que realmente los necesitemos, como el agua para la sed; de otro modo, sólo son objetos de culto y nada más.

Es cierto también que escribir puede ser una forma de terapia, y que por ello Graham Greene llegó a decir lo que sigue: “A veces me pregunto cómo logran escapar de la locura, de la melancolía y del pánico, que son estados propios de la condición humana, los que no escriben ni componen ni pintan.” Claro que lo que no dijo Graham Greene es que, con bastante frecuencia, los que escriben, componen y pintan jamás logran escapar de la locura, sino que profundizan en ella, y a veces, en la más abisal inmersión, consiguen comprenderla.

Los libros tienen que servirnos para algo más que informarnos, para algo más que acumular lectura. A fin de cuentas, en los mejores libros hablan otras personas que escribieron libros porque quisieron hablar con los demás y no encontraron mejor vehículo que la letra impresa. Esos son los libros vivos. Los demás no importan.

sábado, 30 de octubre de 2010

¿Cómo son los escritores mexicanos en Facebook?

30/Octubre/2010
Laberinto
Heriberto Yépez

En Facebook algunos escritores mexicanos muestran su álbum con otros mejores escritores. Otros tienen FB sólo para asomarse a cuentas ajenas.

FB es frívolo, cómico o al grano. Ahí no se escribe para la posteridad sino sabiendo que haces basura virtual o, al menos, reciclas links. FB es otra ecología de la escritura.

Mario Bellatin ironiza hacia lo irreal. “Lo más normal que me ocurrió el día de hoy, 20-10-2010, fue que el propio Leopoldo María Panero me dijera en una mesa que Dalí y yo éramos los mejores amigos de su padre”.

Luis Humberto Crosthwaite combina humor y melancolía: “Ya sé que hay cosas lindas allá afuera, pero estoy decidido a no volver a salir de Tijuana. Mejor aquí los espero”.

Hay quienes lo usan cuando tienen un buen dardo. Antonio Ortuño —nuestro hombre en Granta— escribió en su FB después del anuncio del Nobel para Vargas Llosa: “A las cinco de la mañana se escuchó un crujido portentoso: era el corazón de Carlos Fuentes, rompiéndose”.

Juan José Rodríguez apunta su vida, lecturas o ideas: “Nunca olvidaremos que este fue el año en que CHILE encontró 33 mineros bajo la tierra y MEXICO no encontró una niñita que estaba abajo de su cama”.

Otros —por ejemplo, Fernando García Ramírez— además de sus posts polemizan sin cesar con los comentarios de otros.

En FB se rompe la distancia tradicional entre escritores y lectores. Ahí todos somos meros facebookeros.

Lo interesante de FB es el diálogo a partir de cualquier pre-texto.

Algunas de las mejores discusiones públicas entre escritores mexicanos están ocurriendo en una interacción entre textos aparecidos en medios tradicionales y comentarios en FB. Internet ya es, definitivamente, la base del debate literario mexicano.

En FB se leen ideas sueltas, minucias, opiniones que de otro modo no serían publicadas por aparentemente efímeras, satíricas o por ser brevedades del día, que los escritores no sacarían en textos largos.

Evodio Escalante: “Cuarta y última conferencia de Pacheco en la Capilla Alfonsina, supuestamente sobre las Cuestiones estéticas de Reyes. Gran decepción. Habla de todo lo habido y por haber, de Bernardo Reyes, de Porfirio Díaz, de los Apaches y los Yaquis, del Indio Jerónimo... pero nada... nada de las ¡CUESTIONES ESTÉTICAS!”

En casi todos los casos, el FB de la literatura mexicana es más franco que la literatura mexicana actual. Su alter ego semiprivado. Su anti-libro y su micro-biografía.

La clave de FB es que algunos escritores —como no están premeditando hacer literatura— resultan interesantes y como lo que escriben tiene que ver con ellos, sale lo mejor de sí: su maldad, rencillas, lecturas e inmediatez vital.

Facebook facilita cierta rápida escritura sin pretensión artística alguna. Cierto ocio escrito por la muerte respectiva de cada día.

Alí

30/Octubre/2010
Laberinto
Héctor de Mauleón

Cada miércoles, al terminar las sesiones de trabajo en el Centro Mexicano de Escritores, Alí Chumacero y Carlos Montemayor arrastraban a sus becarios hacia un viejo restaurante de la colonia Condesa, El Tío Luis. Los aspirantes a escritores de ese tiempo solíamos decir que el verdadero taller literario comenzaba en ese sitio. Entre platos de chistorra y ráfagas de vino, de tequila, de whisky, Alí Chumacero hacía desfilar la vida ante nuestros ojos. En la mesa iban apareciendo libros, autores, anécdotas, personajes. Uno no podía sino pensar en lo impresionante que era la emoción que este poeta sentía por el mundo. Sus palabras, sus recuerdos, sus chistes, sus carcajadas, estallaban como un espectáculo de fuegos artificiales. No había otra forma de salir de El Tío Luis más que sintiéndose reconciliado con el mundo.

Una vez tuve miedo de que todo eso se perdiera para siempre, y comencé a grabarlo. Lo grabé todos los miércoles, durante tres o cuatro meses. Cuando la cosa se ponía picante, ordenaba: “Si quieres que te cuente, apaga esa chingadera”. La mayor parte de las veces, sin embargo, hablaba con libertad.

Decía cosas como ésta:

“Una noche fui a una reunión en la casa de Asúnsolo, el escultor. Por ahí andaba el viejito Enrique González Martínez y me dijo: ‘Acostumbro leer los poemas de los jóvenes, y me gustan más mientras menos se parecen a los míos’. Puedo decir que a lo largo de mi obra me empeñé en darle gusto”.

O como ésta:

“Los estridentistas carecían de talento. Rompieron con la línea, imitando a Marinetti, pero tenían gran pobreza. Germán Liszt vociferaba todo el día, pero era un mal poeta. Maples Arce tenía alguna calidad… pero no mucha. Años más tarde el Fondo de Cultura Económica publicó una antología suya. Maples la hizo, la corrigió, la entregó. Pero no pudo verla en letras de molde porque se murió. Yo creo que la leyó y se murió”.

O como ésta:

“De los poetas mexicanos sólo me interesó Paz. Díaz Mirón, en un momento. Othón, en un poema. Urbina, Nervo, González Martínez y Alfonso Reyes, nada”.

Los miércoles de El Tío Luis constituyeron un curso intensivo por el que pasaba entero el siglo XX. Alí nos entregaba su versión sobre la vida literaria, sobre el mundo cultural, sobre un largo instante de la vida de México. A cada charla nos entregaba un retrato inédito: Alfonso Reyes, Salvador Novo, Gilberto Owen, Carlos Pellicer, Jorge González Durán, José Luis Martínez, Jaime García Terrés, Joaquín Díez-Canedo, Octavio Paz, Juan Rulfo, Juan José Arreola…

En una de las últimas reuniones, nos dijo: “Todos me hacen la vida imposible con el cuento de que he dejado de escribir. Lo natural, después de la palabra, es el silencio. Y además, yo sólo he dejado de publicar, no de escribir. Sigo escribiendo, escribo todas las mañanas, seguiré escribiendo hasta que me muera, aunque sospecho que la muerte no va a robarme ni uno sólo de los segundos que tengo de vida”.

Hoy ya no existe El Tío Luis. El Centro Mexicano de Escritores dejó de sesionar. Montemayor y Alí se fueron el mismo año. Los poemas de este último se parecen a aquellas tardes: de pronto, en una línea, hacen estallar la emoción.

jueves, 28 de octubre de 2010

El pastor de las palabras

28/Octubre/2010
Laberinto
Jorge F. Hernández

Alí Chumacero tenía mirada y conversación ortotipográfica; bastaba mostrarle un texto —ya en original o bien, ya impreso— y el Maestro señalaba al vuelo cualesquier gazapos, imprecisiones o erratas, incluso imaginando cómo se mediría en cuadratines un exabrupto o pensando en la mejor tipografía para el posible imperio de un párrafo válido. Le bastaba un solo ojo para otear el paisaje de una página mecanografiada para determinar pleonasmos, cacofonías o ridículos abusos de adjetivos inútiles como quien sacudía el papel para escuchar los sonidos de la prosa y le bastaba detener la mirada sobre alguna prueba de imprenta —de aquello que antes se llamaban galeras o capillas— para detectar errores en los cortes silábicos de cada renglón o esos huecos que serpentean la página impresa que llaman carriles o esas tristes líneas que quedan sueltas al final de un párrafo y página, que se vuelven viudas al inaugurar otra hoja.

Obrero de las letras, Alí fue orfebre de sus propios versos y se le veía absorto, leyendo con las manos apoyadas al filo del escritorio —la uña larga, las yemas percibiendo lo telúrico de un párrafo, o bien el tedio irremediable de otros— y de pronto, invariablemente alzaba la vista con una sonrisa. Destilaba el sano ejercicio del sarcasmo, transpiraba sin agresiones la virtud sutil de la ironía, era además un erudito sin pedantería y un Caballero andante que enamoraba con el habla, a veces incluso ceceando o izando la palma de la mano, como quien marca un alto para advertirle a cualquier interlocutor un tropiezo. Aunque hiciera constantes esfuerzos por aparentar sequedad, Alí fue un hombre bueno, cariñoso con los empeños ajenos, apoyo constante para los afanes de todo escritor que empieza, de entre los cuales no pocos memorizaron la indispensable humildad que irradian los verdaderos Maestros, con mayúscula, como Alí.

Otros lectores de su poesía, y escritores más autorizados, pueden ahora opinar y conmemorar con mejores argumentos el valor de sus versos intemporales; yo sólo diré que ya me resultaba inevitable —desde la primera vez que lo leí— escuchar cada palabra y cada metáfora con el ritmo marcado de su voz, esa lectura que parece cinematográfica al colarse en el fondo de las páginas el eco marcado, que va al paso de la vista, de las palabras y su música. Páramo de sueños, Imágenes desterradas y Palabras en reposo son más que simples títulos a los libros que conforman su breve obra inagotable: son palabras que —como los versos que contienen— se entrelazan con murmullos propios de cada lector, formando en prosa invisible una conversación de sentimientos donde la emoción que el poeta convierte en metáfora se conjuga con las propias imágenes que se van fabricando con la lectura; lector en complicidad con el Poeta Alí, formando un palimpsesto cambiante que oscila al ritmo de una voz ya compartida. Al menos, así se intentó honrar su poesía y celebrar su oficio en el prólogo a una enésima edición de Páramo de sueños (Fondo 2000, FCE, 1997) y en una de estas aguas del azar, que desde hace años no aspira más que a ser digno aprendizaje de su clara sombra.

Supongo también que no faltarán ahora profesionales de la crítica literaria y escritores más avezados que conmemoren los ensayos y reseñas que escribiera Chumacero, pero no quiero dejar pasar la oportunidad de celebrar que Alí tuviese las agallas de nunca retractarse o mandar corregir en sucesivas ediciones de sus reseñas reunidas bajo el título de Los momentos críticos sus opiniones o ponderaciones sobre las obras de las que escribió en su preciso momento: siendo amigo cercano de Juan Rulfo, Alí Chumacero no tuvo empacho ni vergüenza en decirle o dejar publicado que su novela Pedro Páramo no sería libro fácil ni comprensible, más bien enredado y fantasmal, y que no se debería esperar un éxito multieditado por el mundo... y quizá tenía razón, a pesar del éxito incuestionable de esa obra inmortal, traducida a todos los idiomas y releída cada año por devotos lectores de Rulfo que, bien a bien, no sabemos descifrar todos sus sortilegios... y a pesar de que el propio Alí siguió siendo amigo de Rulfo hasta el final y que, como con todos y cualquiera, divas de las letras o escritores en ciernes, mantuvo el sano recurso del humor y la ligereza de alargar las sobremesas con carcajadas y anécdotas que quedan a la espera de una edición.

Se me llenan de lágrimas los ojos. He perdido a otro maestro entre tantos profesores que da la vida y anduve retrasando con necedad y desidia la última oportunidad para visitarlo en vida. Lamento haber estado lejos y me pregunto si alguien le alcanzó a gritar ¡Torero! en el Palacio de Bellas Artes, porque Alí Chumacero se fue por la Puerta Grande como Figura del Toreo, de los pocos que sabían cómo caminarle a las embestidas de la prosa, embarcar con temple y ritmo la marea de los versos, lidiar por la cara los enredos de la trama y detectar desde el burladero a los escritores que sólo torean para el tendido y no se juegan la vida en cada tanda de páginas como naturales y en redondo, sabiendo rematar a tiempo con un punto y aparte, como larga cordobesa, así como se va Alí para que nadie olvide que la eternidad cabe en un verso.

Tambien lloro por la muerte de Antonio Alatorre, también Maestro en cada una de sus páginas y sobre todo en los muy revisitados párrafos de sus Mil y un años de la lengua española, que legó como iluminación para el lenguaje, memoria del habla en este mundo que cada vez habla más español y tanta jerigonza mancillada. También lloro por la deuda de sus estudios sobre Sor Juana Inés de la Cruz o su recopilación de sonetos inmortales o el inmenso honor de que me presentó mi primer libro en público, hipnotizando al auditorio con una anécdota de los Ejercicios Espirituales del Santuario de Atotonilco que prometo incluir en una próxima edición. Quiero respetar el deseo de Alatorre de irse de este mundo en la mayor discreción posible y por ello no alargo más párrafos sobre su valioso magisterio... pero permítaseme llorar un vacío inmenso, geográfico y generacional: con la ausencia de Juan Rulfo, Juan José Arreola, Luis González y González, José Luis Martínez y ahora, Alí Chumacero y Antonio Alatorre, el alma de quienes los conocimos en persona —discípulos, alumnos y lectores— se adolece justo en el Occidente del pecho, allí donde el corazón late en murmullos de silencio, versos intangibles y el ánimo busca sin cesar un arriero que indique caminos, un sabio que fabule encima de las desgracias, esa voz que se llama memoria y un pastor que resguarde el rebaño de las palabras, hoy que llueve tanta nube de lágrimas.

martes, 26 de octubre de 2010

Así escribo Álvaro Uribe

Septiembre
Nexos
Álvaro Uribe

Sentado a la tosca mesa de cocina que me sirve de escritorio veo a mi izquierda una ventana de pared a pared, velada siempre por una cortina de gasa: afuera hay un patio insulso y, a cuatro metros de la mía, la ventana simétrica de los vecinos, también encortinada para brindarnos la mutua cortesía de la intimidad. Frente a mí, un clóset asimismo de un lado a otro de la pieza y además de suelo a techo sugiere, aunque sus puertas corredizas de madera estén ensombrecidas por un barniz mate, una hoja o más bien tres hojas en blanco. Esquinada entre la ventana y el clóset, una rústica mecedora aguarda con los brazos abiertos el instante caprichoso en que mi gata, hecha ovillo, soñará para mí que es musa. Mientras tanto, el vano de la puerta que rara vez cierro, a mi derecha, me deja mirar de reojo a un luminoso ventanal y, a lo lejos, el muro de una casa contigua sepultado por la hiedra y, detrás de ese torrente de verdes, la pirotecnia vegetal de un flamboyán en perpetua flor. Hacia acá de la puerta, una cajonera de pino da sostén a la impresora y a un atril de fierro en que descansa una canónica fotografía de Borges ya anciano, sonriente, ciego a ojos vistas, si el oxímoron vale, y con la zurda apoyada en un bastón: me gusta pensar que todo lo que hago le rinde homenaje, aun cuando esta idea se la deba no a él sino a mi no menos maestro Augusto Monterroso. Siento, por último, gravitar a mi espalda un librero copioso donde se van acumulando en consabido desorden los libros recientes, los libros útiles, los meros libros: uno de sus anaqueles, al alcance de mi mano si volteo apenas, aloja al Diccionario de uso del español de María Moliner, en que no se encuentra por cierto la muy borgesiana voz “oxímoron”. Así escribo.

Me abstengo, sin embargo, de escribir con un ojo puesto sin chistar en ese o en cualquier otro diccionario; a diferencia de algunos colegas prefiero que las palabras me vengan por sí mismas, y sólo corroboro su significado o su ortografía cuando al tenerlas ya en la punta de la pluma se antojan mentirosas. Pese a ser prosista, o quizá porque intento serlo, le otorgo valor supremo al sonido; me sé capaz de alterar el tiempo de un verbo, los matices de un adjetivo e incluso el nombre de un personaje con tal de que cierta frase sorda suene mejor. Y no estoy hablando de prosa poética ni mucho menos de poesía en prosa, subgéneros literarios que se me traban en la lengua y suelen parecerme desabridos. Hablo de prosa nada más prosa, como la quería Flaubert. De escribir en voz alta. De evitar redundancias y cacofonías y rimas inadvertidas e involuntarios versos, según espero haber hecho en los dos párrafos que llevo escritos hasta aquí.

El austrohúngaro Erich Weisz, mejor conocido como el estadunidense Harry Houdini, era un maestro en el arte de meterse en aprietos. “La celda acuática de tortura china” y “El tanque de leche”, sus dos actos más célebres, consistían diversamente en ponerle grilletes en los pies, colgarlo boca abajo, meterlo en una jaula cerrada con llave y sumergirlo hasta el fondo de una pileta llena de agua. Houdini tenía sólo tres minutos para escapar de esa ardua serie de trampas autoimpuestas, o bien morir. Sin el dramatismo ni por fortuna el peligro implícitos en tamaño espectáculo, yo al emprender cada libro, y cada parte de un libro, y cada página de cada parte, me enjaulo en una trama de reglas asumidas por mi propia voluntad. La premisa de mis restricciones deliberadas es que el párrafo debe ser a la prosa lo que la estrofa a la poesía. De ahí se derivan sencillas ordenanzas de composición, al estilo de: no emplear el punto y coma (o sí, según el caso), no repetir ningún verbo ni adverbio ni sustantivo ni sobre todo adjetivo (salvo cuando haga falta), no incluir el término definido en la definición (para respetar un precepto de la filosofía clásica), no repetir el ritmo ni la longitud ni la estructura de las frases sucesivas (aunque en ocasiones puede resultar interesante), no concluir siempre con palabras acentuadas en la misma sílaba (a no ser que se desee destantear al lector perspicaz), no abusar de los paréntesis (como hago ahora) y tantos otros mandamientos parrafales (por lo común negativos, a imagen y semejanza de los diez del Monte Sinaí) cuantos convengan a un texto en particular. Si se trata de una narración, hay que pensar además en el trazo de los personajes, en los límites precisos (o no) al punto de vista del narrador (o de los narradores), etcétera. Borges (otra vuelta Borges) dijo que con la edad había reemplazado las doctrinas estéticas por ciertas mañas literarias. Temo que ya alcancé esa edad. Una de las muchas diferencias esenciales entre mi oficio y el del escapista es que yo no tengo prisa.

Tampoco sé cuántas de mis manías obedecen al hecho atávico de que escribo a mano. Con un bolígrafo de los más corrientes, que en el siglo pasado se llamaban “plumas de a peso”. En hojas sueltas de papel blanco y sin rayas que sólo ennegrezco por una cara. La verdad es que paso mucho más tiempo fantaseando —mientras miro a mi gata ovillada en la musadora o a las hojas inéditas del clóset o a las inalcanzables flores del flamboyán— que escribiendo. La verdad es que sólo empiezo a escapar de mi jaula voluntaria cuando por fin llega el día de transcribir los párrafos a la computadora. La verdad es que me gusta menos escribir que haber escrito. Y entonces, ya fuera del tanque de agua y envuelto en una muda de ropa seca, morosamente corregir.

Chumacero: dos momentos

26/Octubre/2010
El Universal
Guillermo Sheridan

Casi el mismo día, a fines de la semana pasada, murieron dos hombres esenciales para las letras de México: Antonio Alatorre y Alí Chumacero. Lamento no haber tratado más cercanamente a ninguno de los dos, pero algo los traté. Ya hablé del filólogo en mi blog de Letras Libres; diré algo ahora sobre el poeta y editor.

Alí Chumacero me calificó dos veces. En 1984 terminé una investigación titulada “Índices de la revista Contemporáneos (1928-1931)” que, además de los índices analíticos, tenía un estudio preliminar sobre el grupo de poetas que la había creado. Le fui a entregar el libro al director del Instituto de Investigaciones Filológicas, el Dr. Rubén Bonifaz Nuño, que lo hojeó someramente y me dio las gracias. Le pregunté si sería posible publicarlo en la UNAM y me dijo que no, que el instituto no estaba en condiciones, pero que si encontraba yo algún editor fuera de la UNAM que se interesase, la UNAM no opondría obstáculo alguno. La reunión no duró más de tres minutos.

Salí de su oficina bastante ofuscado, pues la UNAM me había contratado (a medio tiempo) para hacer ese estudio específico y, sobre todo, porque era evidente que la Coordinación de Humanidades publicaba libros a granel, incluyendo algunos escritos e ilustrados por parientes de sus funcionarios. Rumbo a mi cubículo me topé con mis queridos amigos Ernesto Mejía Sánchez y Tito Monterroso y les conté lo ocurrido. Tito tomó el trabajo y sentenció que era un libro descomunal. Y, en efecto, no se necesitaba el amor a la brevedad de Tito para percatarse de que su extensión era casi ofensiva (unas 900 páginas en tres tomos). Mejía y Tito me recomendaron llevarlo al Fondo de Cultura Económica (FCE).

Me pareció que sería una osadía hollar siquiera ese edificio que, entonces, me parecía sagrado. Pero me armé de valor, me presenté y dije que deseaba proponer un libro. Lo recibieron, tomaron mis datos, le asestaron un sello a la portadilla y me dijeron que se comunicarían conmigo.

Un par de meses más tarde llamaron y me dieron cita para una semana después, la más larga de mi vida. Me condujeron a una oficina que resultó ser la del director, don Jaime García Terrés. Ya he contado el pasmo que me produjo estar ante el poeta que, con la pipa en la boca, hojeaba mi manuscrito en su trinchera de diccionarios y pruebas de imprenta. Me dijo que era excesivamente largo, pero que si no tenía yo inconveniente en publicar sólo el estudio preliminar, el FCE quería publicarlo. Alcancé a balbucear si estaba hablando en serio. Tomó un par de cuartillas y me leyó dos párrafos. El primero decía que había algunos errores de fácil corrección y el segundo declaraba que el libro debía contratarse.

El libro, que se llama Los Contemporáneos ayer (título que propuso Adolfo Castañón), apareció en la colección “Vida y pensamiento de México” y fue un placer acatar las correcciones que propuso Chumacero. (El resto del libro, los índices de la revista, aparecerían más tarde publicados por la UNAM, en la colección de índices de revistas mexicanas literarias modernas). Y en algún momento dado me enteré -a pesar de la reserva que tienen los dictámenes- de que el autor había sido Chumacero.

Tres años más tarde, en 1988, el FCE me encargó hacer -con bastante prisa- una biografía de Ramón López Velarde, cuyo centenario se acercaba. Redacté velozmente un libro que se llama Un corazón adicto: la vida de Ramón López Velarde. Al año siguiente le dieron el premio Xavier Villaurrutia, junto a uno de Carmen Boullosa. El día de la ceremonia Carmen y yo dijimos nuestros discursos y Chumacero leyó el acta de premiación en su carácter de jurado y miembro de la Sociedad Alfonsina. Cuando me entregó el diploma, Chumacero me dio un abrazo fuerte, inesperadamente cálido, y me dijo al oído “buen libro, muchacho, buen libro”.

Sentí que, por segunda vez, don Alí me había armado caballero.

lunes, 25 de octubre de 2010

Recuento de la crítica literaria en México

14/Marzo/2009
Milenio

Evodio Escalante

La crítica ha de ser levantisca. Lo afirmo en el doble sentido de que debe contribuir a elevar el nivel general de una literatura, y en el de que está llamada a levantarse o sublevarse contra los lugares comunes y los prestigios establecidos. Si lo primero se antoja un ideal metafísico o una hipótesis difícil de comprobar, lo segundo era la realidad voluntariosa entre los críticos más señalados de los años setenta y ochenta. Aguerridos, militantes, contestatarios, los críticos de esa generación con la que de algún modo me identifico no conocieron cotos sagrados ni figuras que resultaran intocables pese a su pedestal. De esa época son los memorables ataques de José Joaquín Blanco contra la logomanía mitologizante de Carlos Fuentes en Terra Nostra, y contra las presuntas metáforas tercermundistas que Octavio Paz habría desplegado en El mono gramático. El progresivo declive de Fuentes entre los lectores mexicanos tiene en este texto de Blanco un decisivo punto de partida. No es un detalle menor señalar que Fuentes ni siquiera se molestó en acusar recibo de la crítica. Todavía lejos del Nobel, aunque cada vez más cerca de él, Octavio Paz también fue pasto de los jóvenes zorros. No le tembló la mano a José Joaquín Blanco para indicar su distancia frente a uno de los libros de prosa más felices de Paz. La imagen en la que el poeta narra cómo durante algunos de sus paseos por las praderas de la India tuvo que servirse de una vara para ahuyentar a una manada de monos que trataba de acercársele, la interpretó Blanco como una metáfora que hablaba del poeta exquisito y su afán por mantener a raya a las hordas empobrecidas del tercer mundo, que, por supuesto, le disgustaban. Aunque estimo que el libro de Paz no se merecía esa interpretación pendenciera, lo interesante del asunto era justamente la franca irreverencia ante uno de nuestros monstruos, en plena carrera internacional que ya le redituaba toda suerte de premios y distinciones. Había resultado chocante, y creo que esto explica en parte la virulencia de Blanco, el hecho de que la versión francesa de este libro había aparecido… ¡dos años antes que la española de Seix Barral! ¿No significaba esto una suerte de menosprecio hacia los lectores de nuestra lengua, que nos convertíamos así en lectores de segunda clase? Blanco le cobraba caro al poeta este desdén a sus interlocutores más inmediatos.

No se quedó atrás Jorge Aguilar Mora. Con instinto dinamitero publicó un libro que los reflejos autoritarios del México de entonces habían considerado como de aparición imposible: La divina pareja. Historia y mito en Octavio Paz. El autor, que se decía había sido alumno de Roland Barthes en Francia y que se acababa de doctorar en El Colegio de México, intentó mostrar en este libro que la obra literaria de Paz no era sino un gigante con los pies de barro. Aunque fue silenciado en su momento, y al parecer no hubo repercusiones del mismo en las secciones de reseñas, que “enmudecieron” de modo unánime y sospechoso, este libro marcó un precedente de gran importancia: más allá de sus fallas argumentativas, y hasta de sus excesos, que por supuesto los tenía (Aguilar Mora cometió el gafe de acusar a Paz de “cobardía”… ¡basándose para ello en una lectura sesgada de unos versos de Piedra de sol!), la sola existencia de este título demostró que era posible sentar incluso a los dómines más célebres en la silla de los acusados.

No sólo monolitos como Fuentes y Paz, también escritores de nuevo cuño como José Agustín podían ocupar el sitial de una bête noire. Paloma Villegas y Adolfo Castañón, cada quien por su lado (pero no fueron los únicos, ni los primeros), arremetieron con distintos argumentos contra uno de los inventores de lo que se llamó “literatura de la onda”. La velocidad de la prosa de Agustín, lo mismo que su eficaz registro de los giros coloquiales de la chaviza, parecieron un mero artilugio taquigráfico que no merecía mayor atención, y que quedaba fuera de lo que en sano juicio se consideraba “obra literaria”.

Castañón incluso se metió con Pacheco. Estimó que la mayoría de los relatos fantásticos contenidos en El principio del placer… “no resisten una valoración literaria rigurosa”. Con estas palabras, Castañón ponía en duda, ni más ni menos, a una de las inteligencias literarias más impresionantes que ha habido en nuestro país. (Y a uno de sus mejores volúmenes, habría que agregar, pues ahí se encuentran esos relatos magistrales llamados “La fiesta brava” y “Tenga para que se entretenga”.)

En esta misma vena iconoclasta, a mí me tocó mantener a fines de los años ochenta una discusión periodística con Antonio Alatorre acerca de los nuevos métodos de análisis literario, a los que el filólogo había ridiculizado en sendos ensayos aparecidos en la Revista de la Universidad y en la desaparecida Vuelta. Mi fallecido amigo José Amezcua me comentó por esos días, no sin un dejo admirativo, que se repetía la querella de los antiguos y los modernos.

No cualquier bodrio merece la gloria de la imprenta. Toda idea merece ser discutida. Estas podrían ser dos de las consignas a las que respondía, sabiéndolo o no, esa generación crítica que ya pertenece a la nostalgia.

Los aires contestatarios del post-68 han sido sustituidos por una ola posmoderna y plural, por una tribu letrada menos belicosa. De aquella tolvanera, empero, se desprende una secuencia de nombres entre los que pueden mencionarse desde Jaime Moreno Villarreal (perspicaz en La línea y el círculo, aunque, hasta donde me doy cuenta, dejó la crítica literaria para especializarse en la de artes plásticas) hasta Armando González Torres, quien también ha incidido por cierto en una revisión de los logros discursivos de Paz y sus consiguientes polémicas.

La crítica radical brilla ahora por su ausencia. Quizás no sea exagerado del todo hablar de un declive creciente del género. ¿O es que sólo está cambiando su modalidad? Un dato que me parece significativo: la paulatina desaparición de las reseñas, verdadera escuela de iniciación en los trabajos de la crítica. En otras épocas, toda publicación cultural digna de este nombre, incluía de modo obligado una más o menos nutrida sección de reseñas de libros. El periodismo cultural empieza a prescindir de esta sección. No me resigno a pensar que éste sea un signo de los tiempos. En dado caso, lo califico como una pérdida.

Después de Sergio Pitol y José Emilio Pacheco, que ya rindieron lo que debían, no hay duda de que Juan Villoro y Heriberto Yépez son las inteligencias literarias más poderosas con las que cuenta actualmente nuestro país. Polifacéticos y eficaces en la novela, la crónica y el artículo periodístico (entre otros menesteres y géneros), los dos prefieren por lo visto moverse en el terreno superior del ensayo antes que incurrir en los rijosos terregales de la crítica, donde los jabs y los escupitajos en la cara están a la orden del día. Esto es más válido para Villoro que para Yépez, quien parece peculiarmente dotado para la disidencia y la provocación. Villoro es quizás demasiado astuto y diplomático para condescender a las riñas callejeras; Yépez, a quien se debe la famosa declaración de que después de muerto Paz ya no era posible seguir escribiendo poesía en México, seguramente ve estos asuntos (no siempre enojosos, pueden ser muy divertidos) con una distancia psicodrómica. Aunque Villoro se define a sí mismo como un autor de ficciones, esto no obsta para que tenga en su haber tres enjundiosos libros de ensayos, donde aborda lo mismo a Harold Bloom y Cervantes que a Rulfo, Onetti, Arlt y Borges; lo mismo a Lawrence y Lowry, que a Rulfo, Pitol y Monterroso. Mi preferido, sin embargo, es La voz en el desierto, una superágil disertación en torno a la espeluznante grafomanía de Georg Christoph Lichtenberg, uno de los pocos autores, por cierto, a los que Hegel rinde un reverente tributo en su Fenomenología del espíritu. Yépez, por su parte, autor de una de las novelas más impresionantes de los últimos años (me refiero a A.b.u.r.t.o), tiene en su haber cuatro o cinco relampagueantes libros ensayísticos capaces de poner al mundo una vez más de cabeza. Justamente por esto me parece cautivador en extremo. Entre ellos habría que mencionar Ensayos para un desconcierto y alguna crítica ficción, Sobre la impura esencia de la crítica y El imperio de la neomemoria. Si en algo valoramos las mieles del pensamiento, tendremos que estar pendientes de lo que Villoro y Yépez seguirán aportando.


Escalante, escritor, doctor en Letras, investigador del departamento de Filosofía de la UAM Iztapalapa y crítico literario. Su más reciente libro es Breve introducción al pensamiento de Heidegger.

Vivir sin políticos

25/Octubre/2010
El Universal
Guillermo Fadanelli

En este momento acuden a mi mente tantas ideas importantes y fundamentales que han terminado por darme sueño. Así es: cada vez que creo tener una gran idea cierro la boca, corro hacia la cama e intento ver el programa más estúpido que aparezca en la pantalla (no es difícil). En el libro del desasosiego, Fernando Pessoa, a quien he copiado la mueca anterior, decía aburrirse cada vez que un pensamiento importante atravesaba su mente. Pero yo creo que se aburría por precaución y decisión propia: no deseaba hacer daño a nadie con sus magnánimos pensamientos. Si de algo debe salvarnos la fortuna es de no caer en manos de los hombres que están convencidos de haber tenido una gran idea y se disponen a experimentar con nosotros, los brutos, para hacerse de un lugar en la historia y obtener reconocimiento. ¿Cuándo se ha visto que los conejillos de indias entreguen un reconocimiento o un diploma a quienes experimentan con ellos? Pobres conejillos.

Continúo llamando ciudad al Distrito Federal llevado por una especie de cortesía excéntrica que debe provenir de un trauma profundo. Bien, en esta ciudad pueden encontrarse, como en vitrina, los vicios humanos más nauseabundos. No tengo nada contra los vicios pues creo que representan la sal de la vida y que un hombre sin vicios debe ser parecido a una mazorca creada en laboratorio. Por fortuna, nunca he conocido a esta clase de hombres. Creo referirme en esta ocasión a los vicios civiles que cualquier ama de casa, decente o indecente, podría reconocer o nombrar. Los vicios civiles están para ser remediados. He visto a un policía esconderse como un mono detrás de unos arbustos para sorprender a los automovilistas que han torcido el camino por donde no debían. De pronto aparecen como tlacuaches a mitad de la carretera. He visto a un cúmulo de grúas desplazándose lentamente a la caza de víctimas sin importar el rastro de odio que van dejando detrás de sí. En un bello crucero urbano, a cierta hora de la madrugada, se arresta al azar a quienes conducen en estado de ebriedad y se les confina en mazmorras dejándolos a merced de ladrones. En el metro desfilan cientos de hombres que se ganan la vida (esto les da derecho a todo): llevan bocinas integradas al pecho e irrumpen en cada estación para atormentar a los pasajeros en su extrema sensibilidad sonora y dejar claro que estos pasajeros son rehenes o basura que debe ser tratada como tal.

Escribió Pessoa en el libro citado: “Haya o no dioses, de ellos somos siervos”. El pesimismo de esta sentencia recala en los huesos más duros. Somos siervos aunque no exista un dios al que servir. Y en mi ciudad somos siervos, y ciervos que están en la mira de una escopeta. Los males civiles deben remediarse para que podamos concentrarnos como es debido en los vicios personales. Las grandes ideas no remediarán nada, sólo hay que saber escuchar a las amas de casa decentes e indecentes que saben más que nadie de lo que sucede en la ciudad porque sufren al darse cuenta que de su vientre ha salido toda esta inmundicia. Y sufren por otras cosas también, aunque no son expertas en los devaneos de las bolsas de valores o en los fundamentos de la democracia. Si las ratas se comen nuestra comida hay que eliminarlas o desterrarlas de casa, dirá una madre preocupada al darse cuenta de que las plagas amenazan su existencia. En cambio, las grandes ideas de quienes gobiernan terminan regularmente en robustas cuentas de banco y el horizonte de los brutos (nosotros, los que no tenemos grandes ideas) queda reducido a una obsesión y a un profundo desasosiego.

Cada vez estoy mas convencido de que las personas deben crear sociedad y buena vida al margen de los políticos y de sus partidos. Hoy existen los medios para andar por ese camino. ¿Es esta una gran idea? No, en verdad que es pura consecuencia lógica, una vulgar suma de números ordinarios. Las madres, los brutos, los artistas, las personas comunes, honradas, las madres decentes (y una que otra indecente), las modestas reuniones de vecinos o de mecánicos deben tomar el control de su ciudad como si sólo de esa decisión dependiera su supervivencia. El escritor Javier García-Galiano, quien debe lamentarse de que me ocupe yo de estos temas, estará de acuerdo conmigo en que el moribundo tiene que dejar al guía detrás de sí, puesto que de un gran camino nunca llegarán noticias: sentencias o mantras, estas últimas, de Ernst Jünger que el mismo García-Galiano tuvo a bien traducir.

domingo, 24 de octubre de 2010

Carta a un viejo novelista

Replicante
Heriberto Yépez

I. Novela y no literatura. Todos somos Carlos Fuentes


Estimado Carlos Fuentes,

No hablaré generacionalmente. Toda generación esclaviza. La inercia de esta generación, por ejemplo, obligaría a esa vasalla puntualidad: el “parricidio”. Y eso me parece un enredito típico de los literatos que gustan de perder el tiempo en bluff y daydream, y, claro, circo edípico. No creo que mi generación sea superior a ninguna otra. Al contrario, es una generación bastante pendeja, que no ha podido siquiera igualar a los escritores precedentes, en sí mismos encabronadamente auto-colonizados. Tampoco pretendo elogiarlo. Diré lo que pienso. No más. No menos.

Primero que todo, obviedad, usted construyó parte de la mejor literatura mexicana. Y sospecho que —y he aquí parte central de la presente carta tránsfuga— la novela mexicana contemporánea se trata de la fragmentación de las distintas novelísticas implícitas en su obra. Unos se quedaron con su afán polifónico-totalizador; otros con su afán minimal-estilístico. Y en el futuro otros se quedarán con su novela para lector común.

La literatura no es angelical; es consanguínea de las condiciones psicohistóricas de su época. Por ende, su forma literaria refluja la estructura del Partido Revolucionario Institucional. Y no sólo hablo del partido de Estado, sino también del modo de pensar que el PRI representa, en México y en cualquier región de la mente. No es casual que más de una vez usted haya apoyado al gobierno, como en ese bochornoso asunto de Echeverría. Menos penoso, sin embargo, que el TLC entre Octavio Paz y Carlos Salinas.

Muchas veces he pensado que cierto lenguaje suyo —sobre todo, en sus primeros libros— y el de Paz son increíblemente similares. Usted escribió las novelas que Paz nunca logró. (De un borrador de mala novela de tesis salió el Laberinto.) Su primera etapa narrativa, en definitiva, en el futuro se leerá a la par que la poesía de Paz. Y no me interesa quién copió a quién. Ese lenguaje estaba en el aire post-revolucionario. Por una parte, es reencauce del lenguaje popular elevado a rango estético, aprovechando su fuerza demosténica. Y, otra, y esto es más espinoso, ese lenguaje deriva de la demagogia del PRI. De su romanticismo machista del Pueblo y la Historia.

Usted y Paz, y sus “sucesores”, aplicaron el presidencialismo, el “Partido” único, en la literatura. Y eso sigue haciendo mucho daño. Mermó severamente el verdadero espíritu de la escritura: la disidencia desestructurante. Por desgracia, incluso, se puede prescindir de ustedes, y el PRI cultural continúa. Usted y Paz fungieron como caciques. Fueron protagonistas del modelo que aún hoy domina: la “República de las Letras”, la “Tradición Mexicana”, el escritor como caudillo que, en realidad, es terrateniente. Porfiriato y priato. Dictacalladita mexicana. El Partido de la Literatura Revolucionaria Integrada.

Una parte de su escritura, pues, depende del discurso nacionalista y los ideales del régimen. Hicieron del PRI, nuestra literatura más elegante. Fueron demasiado estetas. Demasiado literatos. Demasiado oficiales.

Afortunadamente, ese latifundio se está desmoronando. Y es que (qué risa) los herederos ni siquiera han tenido los huevos para mantener la hacienda bajo su mando.

Indudablemente sus novelas son una lección tremenda, bellísima, de estilos monumentales, técnicas de derroche, ambientes vocales. Enseñan a escribir. Creo que los narradores posteriores a usted, aprendieron justamente eso. Y sólo eso. Este es el tema de esta carta: las hipóstasis de “Carlos Fuentes”.

Rulfo estableció la idea (consciente e inconsciente) de que escribir novela en México significa depurar una narración formalmente perfecta. Pedroparamizar (ser perfecto o no ser) ya es uno de nuestros clichés.

Aura, por ejemplo, es entendida como una reiteración de ese ideal.

Aura es su mejor novela. Yo la tomo como parábola de la situación de la novela en general: esa vieja-joven que ha seducido al cuenta-historias, que lo mantiene consigo mediante el espejo de su dualidad. Y que, en verdad, el cuenta-historias debe abandonar, a pesar de su aura hipnótica. Aura es la novela moderna.

Y luego a ese modelo de novela fantasmal y perfecta, usted añadió el largo aliento: Terra nostra, que a pesar de que no busca ser perfecta de cualquier modo reitera esa regla (no escrita) de la novelística nacional: novelista, piensa, ante todo, en la Forma.

Y por Forma se quiere decir la Norma Estética occidental, sentenciosa, poética, irónica, intertextual, coronada en los siglos XIX y XX europeos. La saga del individuo caído. La crónica de su orfandad irreparable. Su ser, hablemos claro, su ser NeoCristo. Llorando aún la muerte de su Dios-Padre...

Y a esa noción todavía no se le reta. Ni en las universidades —donde usted es el patrón de oro— ni por los narradores posteriores (que sueñan, como el Crack & crew, ser el Next Boom, y que incluso han permitido que usted los apadrine). Leamos al grueso de los narradores mexicanos actuales, grandes y chicos: todos quieren ser perfectos. Al escribir novela, fundamentalmente piensan en que esté “bien escrita”. El decir (nihilista) bonito. La eugrafía.

La novela eugráfica domina. Y usted determinó sus dos rumbos. Por una parte, la novela breve, de estilo unitario, escrita con destreza léxico-métrica. No fue el único, por supuesto; ese pensamiento viene de Europa, y aquí de Torri a Arreola, fue establecido como Valor Máximo de toda prosa. (Esa prosa ballet que se repite se puede tratar de nada y ser oh, oh, oh “magnífica”.) Y los nacidos desde los cincuenta hasta los noventa siguen pensando en esa novela eugráfica y, cuando logran páginas de ese tipo, ¡se vienen!

Y el reseñista aplaude, como foca exquisita, esa novelística. Ya es hora de reventar esa premisa, ¿no cree usted? Demasiada finura no permite que la novela pierda su cáscara. Ha sido Bellatin quien ha hecho de esa estética del vacío, a la vez, su mejor ejemplar y su mejor parodia. Pero sigo pensando que narrar puede ir más allá. Y es que la novela es nuestra vida más intensa. No nuestro ingenio más depurado.

La palabrujería estorba en la novela. La novela poderosa no se hace a cuentagotas. Por eso Borges no pudo ser novelista, por Perfecto. Y por eso Sábato, mal escritor, supera al resto de la novela en Latinoamérica.

Y, por otro lado, la influencia de su obra, Sr. Fuentes, también se extiende hacia el otro extremo. La Novelota. El tabique barroco, esa Coatlicue que domina a nuestra mejor (y peor) literatura: gran-novelar es hacer un enorme mural. Como han hecho magnánimamente Fernando del Paso y Daniel Sada. Ambición que es secuela de Joyce, Dos Passos, Musil, Cortázar, la llamada “Novela Total”. Esa ambición de lo total, lo sabemos, domina a buena parte de la novela internacional (literaria) pero aquí ha sido usted quien la coronó y por su influencia ese proyecto novelístico sigue imperando, aunque sea como plan quinquenal inalcanzable.

La novela pantópica. Pantopía: aleph, vórtice, espacio gnóstico, panoptikon, la novela en que el Todo (pan) se enumera y colecciona en un solo lugar (topos). Y esa novela obesa, es cierto, es impresionante, culta o simpática, bonachona o sapo, museo de arte o catedral barroca.

Ambas formas son eugráficas y confinan la narración a lo tradicionalmente literario, a lo canónico. A la preeminencia del efecto estético. Cuyo efecto o causa resulta ser la formación de una retórica, en que la novela gira en torno a las técnicas de persuasión acerca de cómo ese relato se inscribe en la Historia de la Literatura y, por otro lugar, en la verosimilitud (el realismo respectivo, la hegemonía de lo Real-Escritural). Y he aquí el problema, mi estimado.

No lo olvidemos: la función honda de la novela es narrar desde lo no-literario: lo no incorporado al decir literario reinante. No digamos el “margen”, imagen aún centrípeta, sino lo exo-galáctico. Lo todavía no uni-versal. De donde la narración toma sus emociones heterogéneas, el más-allá de lo literario que caracteriza a los libros que nos queman las manos y nos dan esa extática sensación de que se ha producido un nuevo acercamiento a la vida. Y digo éxtasis pues lo que ahí sucede es que el texto se separó de su cuerpo, se separó del Libro y se acercó al nuestro, y el nuestro, a lo oculto. Joyce hizo novela “formalista” para abrir —y desliteraturizar— las posibilidades de la novela, mientras nosotros, en cambio, joyceamos para bien-cerrar (literariamente) la Novela.

La novela es la percepción de una realidad extra-lingüística. No el correcto (Bello) encierro de la experiencia individual en la Forma Reconocible. Narrar (o poetizar) es deshacer la literatura anterior al mostrar un nuevo aspecto de la experiencia exaltada, captando algo más del proceso que va de nuestra aparición hasta nuestra muerte. Eso es la novela: un experimento de bio-grafía radical. Mitad fisiología, mitad texto. Y no mero ejercicio de gimnasia rítmica o maratón olímpico. La novela verdadera es la autoconstrucción de un sujeto-no-sujeto. Y, por ende, novelar pensando en modelos literarios anteriores —la novela breve, “formalmente” perfecta, o la Novela Total, summa estatal, técnicamente apabullante— obtura lo más profundo: la creación de la intensidad desconocida.

La función de la novela es hacer que el escritor y el lector junte sus energías ordinariamente divididas para producir un big bang espiritual que se transforme en una modificación de su cosmos. Y creo que el Boom, al que usted pertenece supo esto, pero lo supo merced el modelo europeo y, cuando se separó de él, lo supo mediante el discurso nacionalista de la izquierda, que sigue siendo la misma, es decir, la izquierda del siglo XIX (importado). Y luego esa forma literaria que usted elevó estéticamente fue tomada por sus sucesores, pero sin las ideas políticas; fue tomada exclusivamente de modo literario y su índole estética (de por sí alto) terminó por hipertrofiarse, es decir, reducirse al absurdo. La novela hoy no parece recordar su función energética. Y lo mismo sucede, claro, en la poesía y el ensayo. Todo se ha vuelto estrictamente literario.

Hoy cuando alguien novela en este país lo que quiere es ser reconocido por la crítica —que hoy está simbolizada por revistas como Letras Libres, donde, por cierto, son los escritores “de relevo” (y nótese ahí la visión priista, el Dedazo aún imperante en la jerarquía petrificada de nuestra “Literatura”)— los que “juzgan”, como si la crítica fuera eso ¡Juicio! ¡“Memoria”! ¡No! La crítica es pensamiento: hechura de conceptos.Desgraciadamente los últimos cachorritos posrevolucionarios no se han enterado de que donde hay un juicio ahí mismo hay una percepción faltante. Así que cuando los reseñistas-modistos se limitan a decir “es buen libro” o “no me gustó”, “esto no es digno de ser recordado”, es porque no entienden ya nada, ya están cegados por las convenciones que otros hicieron “respetables”. Qué triste: son ellos, los más jóvenes, los que están hoy encargados que la eugrafía mexicana no sea Pasada Por Alto.

Nuestra novela, de seguir así, se volverá anoréxica. Y “hermosa”. Y “perfecta”. Por eso, por cierto, libros como Farabeuf hacen que se desmayen críticos, profesores, escritores y lectores obedientes de la Opinión Establecida. Lo siento, pero Farabeuf es Bataille sin verdadera crueldad (hambre terrible de acercarse a la verdad descarnada). Y si la novela no tiene hambre, si lo que tiene es hartazgo, cuerno de la abundancia de las formas aprendidas, novela no es. Y su obra, Sr. Fuentes, está justo en la línea de ambos abismos, y a veces su cuerda floja es fabulosa y, a veces, cuando sucumbe al bazar y pasarela de formas coleccionadas, infla la trampa-trampolín en que brinca cierto club saltimbanqui.

La novela no es parte de la literatura. Ahí, posteriormente, se le coloca, y eso es inevitable, como hoy colocamos los ídolos prehispánicos en museos de antropología. La novela no es arte. Novela es nierika. La novela es quincunce. Un proceso que describe la transformación drástica de un personaje. El viaje hacia otra existencia.

Cuando ese viaje se consigue, se produce la belleza. Y como nuestro mundo no conoce más belleza que la estética, desgraciadamente, el viaje de la novela es insertado en lo literario. Donde, en verdad, no pertenece. La novela clandestinamente forma parte de la historia de las técnicas extáticas. La novela es dionisíaca, para decirlo en un vocabulario que pueda identificar nuestra literatura, fundamentalmente, apolínea.

La novela tiene como función expandir la gama de la emoción, el pensamiento, la imaginación, el cuerpo y la experiencia. La novela es experimental porque nos hace experimentar más vida. No porque experimente con técnicas y palabritas. Y eso, Sr. Fuentes, todos nosotros lo fuimos trascordando. Y hablo de todo esto porque usted, a la vez, fue el primer novelista mexicano en entreverlo y el primero en olvidarlo.

Quien se percató del obstáculo que representa el fanatismo formalista fue, precisamente, el representante máximo de la medida, el soberano de nuestro perfeccionismo estético: José Gorostiza. Y por eso en uno de sus ensayos decía que en México hacía falta una literatura mediocre, toneladas de mala novela. Narrar tiene que alejarse de la eugrafía.

Usted ha sido nuestra mayor eugrafía novelística. Y también nuestro mejor mal-novelista, su tercera vena: Gringo viejo y algunos de sus cuentos (pienso en Vlad). Esa mala literatura, paradójicamente, me parece su mejor apuesta narrativa.

La novela mexicana, pues, ha sido retórica y lírica. Requiere ser parresiasta y visionaria. Decirlo todo no en pos de lo estético, sino de lo ético, inventar otro hombre y en su paso decir todo lo que sabe, decirlo sin tapujos, como un terapeuta sin pelos en la lengua.

Porque la novela, en general, eso es:

el paso del yo superficial
al
yo-dentro-del-misterio

el yo que cae
al embudo
y se
hace
otro

para expandirse
de nuevo
hacia
el
cono
ci
mi
en
to




Y para pasar de uno a otro es necesario romper la “personalidad”, la capa reconocible, la psicología establecida, el carácter (el dique) y los modales de redacción. ¡Y qué lejos está la narrativa nacional de esto! Nuestros narradores son fundamentalmente románticos o nihilistas. Y no tienen la más puta idea de lo bien que les haría hacer un viaje personal a lo más bajo y alto de sí mismos, en pos de la destrucción de su yo habitual. Sólo de ahí vendrá la otra novela, la gnovela.

Lo que necesitamos es un nuevo tipo de escritor. Un nuevo narrador. La novela nace del momento psíquico en que toda tu vida ha sido destruida. Por ti mismo. Y después de una larga fase de dolor, en donde intentas reconstruir tu existencia perdida, decides, mejor, inventar de cero otra vida. Y entre error, suerte, accidente y acierto, lo consigues. A eso llamo la novela. Entrar y salir del abismo. Y cierto amor y desamor por la cima.

Pero, debido a la estructura de psico-clase de la literatura mexicana, a nuestros narradores, sencillamente, no les ha dado el sol. No tienen nada qué narrar. No han hecho el viaje iniciático. Todo lo que pueden es describir su spleen, en el que el vuelo de una mosca les parece increíblemente audaz.

Y, por supuesto, no dirijo esta carta al Carlos Fuentes de carne y hueso, sino al fantasmal, al que fue institucionalizado —y que se parece y no al Carlos Fuentes que hizo un buen número de novelas—, el Carlos Fuentes que todos traemos dentro y que se ha vuelto un impedimento para llevar la novela más allá. Y también un muro para leer con ojos más hondos al Carlos Fuentes histórico.

¿Cómo hacer novela? Quitando a la literatura del centro y recolocando la existencia concreta. De esta lucha contra nosotros mismos, sacar las experiencias y las fuerzas que pulverizarán los residuos de la caja novelística ya conocida, yendo tras esa nueva existencia, yendo a la casa-caza de la voz-volcán, el grito-rito, la psique-pira, la música-mundo que permita que alguien, aunque sea uno solo de nosotros, antes de morir, narre qué se siente ESTAR VIVO, pero no de mentiritas, sino ESTAR VIVO DE VERDAD.

Cuando lleguemos ahí habremos llegado, por fin, a la novela, es decir, a la neo-vida.

En fin, el tiempo se acaba, le envío un saludos desde esta frontera MX-USA,

h.

II. La novela, el PRI y la historia


Estimado Carlos Fuentes,

Le contaré la historia de la carta precedente. En julio de 2008 recibí una carta de la revista Tierra Adentro invitándome a colaborar en el número de homenaje a su obra. Semanas atrás yo había hecho algunas breves declaraciones a propósito de su legado, que aparecieron publicadas en los diarios Reforma y El Universal, además de ocuparme de la similitud entre su prosa y la de Paz en una columna en el suplemento Laberinto, de Milenio. En los tres lugares dejé claro que junto a mi respeto por la calidad estética de su textualidad me parecía que su obra estaba ineludiblemente vinculada a elementos con los que yo estoy en desacuerdo —todo eso que expliqué brevemente al principio de mi carta anterior— y, pensé, si me invitan a colaborar en ese número es precisamente porque saben de mi postura crítica ante su obra y, me dije, quizá sea bueno elaborar un poco más lo que pienso sobre Fuentes, y por eso agradecí y acepté la invitación.

No soy ingenuo. Últimamente se está usando que las revistas y los programas gubernamentales como Tierra Adentro convoquen a jóvenes críticos a escribir “en homenaje” a autores cercanos a su generación, con el pretexto de aniversarios. Conocemos ya el resultado: pseudo-crítica. Ensayos en que un autor joven finge que le interesa la obra de un autor precedente con tal de que lo publiquen en un libro conmemorativo o una revista nacional: hacer currículum. Nunca he formado parte de pleitesía coral, pues además de constituir un sospechoso ejercicio de gerontofilia de grupo, pone en riesgo la salud crítica. ¿Para qué queremos libros de celebración a escritores? Si a un escritor le interesa un autor, pues que escriba el ensayo y luego busque dónde publicarlo. Si no lo ha escrito es porque en realidad ese autor no le interesa tanto. Mi generación y la anterior degeneran así al ensayo. No tienen intereses propios. Sólo tienen sugerencias ajenas. Por eso toda su prosa sabe a reseña para revista oficial: aplauso abstracto o condena visceral. La crítica se volvió una rama del credencialismo.

En este país, al parecer, la crítica emigró lejos de la prosa. Nadie dice lo que piensa realmente o se ejerce únicamente el oficio del resentimiento acumulado. Por ejemplo, en Letras Libres se aplaudiría una reseña contra algún libro suyo, pero no contra alguno que hubiese publicado Octavio Paz. En una revista del “bando contrario”ocurriría lo contrario, es decir, lo mismo. Francamente nunca he entendido ese vasallaje. Será que vivo lejos de todo ese mundillo literario, tan anacrónico y éticamente apestoso. Será, quizá también, que la corrupción de la policía, el gobierno y la ciudad fronteriza en su totalidad hace que la micro-corrupción de los círculos literarios de la Ciudad de México me dé mucha risa, por ridícula y mini-lamehuevos.

En fin, retomo el punto inicial: acepté la invitación y me propuse decir todo lo que pensaba sobre su obra. No ser grosero ni agachado. Ser sincero. Y quise jugar con un género que usted y yo conocemos —la carta que un viejo novelista o poeta dirige al joven que comienza— no sólo porque creo que es la obligación de los prosistas innovar, aun sea levemente, su género, buscar nuevas rutas sino, asimismo, porque quería jugar con esas “Cartas a un joven...” que me parecen típicas de la modernidad tardía y un tanto reiterativas de la estructura edípica, en que los jóvenes siguen los consejos de los mayores, algo que ya no debe seguir ocurriendo, porque los jóvenes y los viejos ya compartimos la misma basura mental. Ya estuvo bien del reciclaje.

Esos consejos tenían sentido cuando los ancianos eran sabios y su transmisión era una enseñanza que valía la pena conservar de una generación a otra. Pero es evidente que en nuestras últimas culturas esa iluminación no existe y lo único que puede trasmitirse son mentiras.

Por eso invertí el género y titulé mi texto, escrito a manera de epístola, “Carta a un viejo novelista”. Cuando la terminé envié el archivo electrónico en la fecha indicada. Dos o tres semanas después recibí noticias electrónicas y telefónicas de Tierra Adentro.

Estimado, la carta que le dirigí a usted no podía ser publicada.

Por motivos “institucionales” —esa fue la palabra que se me repitió— yo tenía las siguientes opciones: o autocensurarme (quitar todas las referencias incómodas) o darme por enterado de que mi texto no aparecería publicado (“lo sentimos mucho”).

Un caso más de amable censura mexicana.

Se me dijo que el “tono” no era el adecuado. Como puntualicé por teléfono, el “tono” al que hacían alusión eran las ideas, lo cual incluso fue admitido. ¡“El tono”!, ¿Cómo ve, Sr. Fuentes? En esos tiempo se le llama “tono” a decir lo que todos sabemos y lo que, como se me dijo directamente, más valía no decir públicamente. “No tiene caso”.

No era la primera vez que se me pedía algo semejante. Alguna vez un joven editor del FCE me invitó a presentar un proyecto de libro a esta editorial. Y al segundo e-mail me informó —como si me estuviera informando de la hora o la cantidad de dedos que poseía su mano— que los textos del libro podían decir cualquier cosa menos —leve detallito— criticar a Octavio Paz, “autor de la casa”. Por supuesto, nunca le envié nada. Ahora me da risa cuando lo veo firmar textos en revistas oficiales diciendo lo que se espera que diga un cachorro continuador de la crítica autoritaria mexicana.

En otra ocasión gané un premio de ensayo en la frontera, con jurado proveniente del centro del país, y aunque el triunfo me fue concedido por dos de los tres jurados y la convocatoria marca, como es habitual, “irrevocable” una decisión de este tipo, para mi desgracia la jurado en contra era la presidenta del Pen Club mexicano y amiga de un “poeta” y editor criticado en el libro y, por lo tanto, ella no descansó hasta hacer que el gobierno del estado y el Instituto de Cultura me quitaran el premio a través de un pretexto —el libro no era “inédito” ya que la cuarta parte de los textos incluidos había aparecido en revistas— y aunque la prensa denunció ese acto, confiaron en que el asunto quedara por siempre sepultado, como ocurrió. Y sanseacabó.

Disculpen, por cierto, que cometa la grosería de plantear la grosería que ustedes me hicieron para que se quedara en lo “privado”.

Así que no es la primera vez que me enfrento a este tipo de chingaderas, absolutamente comunes en “nuestra literatura”, ese eufemismo de nuestra corrupción en su versión estéticamente escrita.

¿Qué les molestó? Que mi texto fuera una carta, porque era “demasiado directa” —usted sabe, no hay que ser Igualado, hay que guardar distancias con los Patrones— y que, además, tratara el vínculo de lo literario con el “PRI y el gobierno”. Eso no era propio, se me dijo, de una “publicación institucional”.

Ah, caray, ¿acaso el PRI no está fuera del poder?, pensé.

Al parecer, no.

Qué tragicomedia esta vida nuestra: vivimos la dictadura de un partido que ni siquiera está en el poder. Así de jodidos estamos.

Los editores de la revista, se me aclaró, sugerían remover las partes de mi texto en que se trataban esos incómodos asuntos no “literarios”. Les pedí entonces que subrayaran todo lo “inapropiado”, lo confieso, para ver hasta dónde llegaban. Por supuesto, cuando se sentaron a sugerir lo censurable se dieron cuenta de que eran funcionarios de un régimen de otro siglo. Además, no pudieron subrayar nada porque hubieran tenido que subrayar casi todo.

Así, sin abierta censura suya ni autocensura mía calladita, el texto, se decidió, quedó fuera.

Era de una ironía tremenda esto que ocurría. Justo hablaba en mi carta del autoritarismo y del PRI mental y justo me lo aplican. Creo que se sintieron aludidos.

¿Qué le parece, Sr. Fuentes? ¿Cree que eso pueda llamarse espíritu crítico? ¿Así quiere que lo celebren? ¿Censurando? Lea la carta. A ver, dígame, ¿dije algo que no sea cierto? ¿Inventé algo? Acaso, sencillamente, dije lo que todos nosotros sabemos y que, es cierto, pocos literatos se han atrevido a decir públicamente. Usted es parte del régimen mental que nos dirige porque el autoritarismo es, sobre todo, un consenso mental, una fantasía que el miedo mantiene intacta.

Imagine cómo estamos de jodidos, Sr. Fuentes, que intelectuales-funcionarios quieran disfrazar su censura bajo el manto de que en mi carta anterior me salí de lo “literario”.

Bajo la definición del programa Tierra Adentro —la instancia de gobierno encargada de promover la literatura joven de todo el país, es decir, la hecha por miles de escritores y lectores debajo de los 35 años, según se estableció en los planes del PRI-PAN-PRD que nos gobierna— lo “literario” significa ocultar la realidad.

Al pedirme que quitara voluntariamente —qué cabrones— las partes de mi texto que no fueran “políticas” y dejar las “literarias”, están definiendo a lo “literario” como lo indiferente a la historia y a la vida en general.

Además de entreguista, esa división, como usted y yo sabemos, es imposible. Inclusive los teóricos occidentales agorafóbicos saben que todo texto es político.

Ahora bien, no soy ingenuo, sé que querían decir que autocensurara —ellos preferirían la expresión “rescribiera” o, mejor aún, “revisara”— mi texto para que sólo hablara de lo “literario”, es decir, de si pienso que Aura o La región más transparente está llena de hermosos adjetivos o “personajes memorables” o perorateara en materia de gustos librescos.

Maldita sea: vivimos en un país con al menos 40 millones de personas muriendo de hambre en este mismo momento, con un índice de impunidad de 98% según las propias cifras oficiales, ¡y estos cabrones hablando en nombre de lo “literario” para borrar incluso las referencias más nimias a la relación entre la obra de un escritor mexicano canónico y el régimen post-revolucionario!

La carta anterior no la iban a leer ni mil personas porque no son más de mil las que en este país de verdad saben leer y, sin embargo, decidieron que ni siquiera ese millar imaginario debía leerla, a riesgo de ofenderlo a usted o de perder su puesto, pues fueron estas dos cosas las que los hicieron decidir que no era “institucional” publicar el texto que ellos mismos me invitaron a escribir.

En definitiva, en nuestro país lo literario ha quedado definido como aquello que no concierne a la realidad, aquello que se contenta con ser publicado merced su absoluta falta de enlace con el presente o el pretérito inmediato. Le agradezco, sin embargo, la lección. Ahora más que nunca he comprendido qué es lo “literario”. El temor.

Y a qué se le llama “crítica”: a decir lo que piensas siempre y cuando lo que digas sea lo que ayude a conservar el puesto del Director.

A escribir y argumentar lo que sabes, siempre y cuando lo que sepas no rebase la ignorancia de tus posibles lectores oficiales.

¿Se imagina, Sr. Fuentes, qué sería de mí si hubiese aceptado autocensurarme con tal de recibir un pago y con tal de ser publicado? No hubiera podido verme a los ojos y tampoco ver a los de mi hijo. Sé ahora lo que sigue. Dirán que soy un oportunista, que me gusta la publicidad o, sencillamente, que es inexacto lo que digo. O silencio. Silencio hasta que pasemos a otro asuntito. Como le contaba, no es la primera vez que esto sucede. Vivimos en México. Un país donde nadie sabe qué es violar la libertad de expresión porque la libertad de expresión es otra más de las muertas de Juárez.

¿Qué quiere el programa Tierra Adentro? Lo que quiere, según informan sus acciones, es conseguir que la siguiente literatura mexicana sea tan sometida (o más) que la anterior. Una literatura que se limite a lo “literario”, es decir, que hable de palabras y libros flotando en el vacío de lo no-histórico. El criterio que me aplicaron, lo sé, es el criterio que está operando: pedir textos que se ocupen exclusivamente de lo “literario”, textos y escritores que no se salgan del redil gubernamental. Literatura comprada, perdón, literatura comparada, con parada de autobús directo a las prebendas aseguradas.

Por otra parte, no se escabulla, Sr. Fuentes. Usted y yo sabemos perfectamente qué esto es coherente con el legado que usted ha dejado. Le voy a decir directamente lo que aquí ocurrió. Me censuraron porque temen que usted se enoje. Y antes de que incluso exista la posibilidad de que usted se enoje y pida que sus cabezas caigan o les den unos coscorrones a los que hicieron posible el descuido de publicar una carta “grosera”, ellos mismos desvanecieron la posibilidad de su enojo.

Si yo fuera usted, ante sus ochenta años, haría un examen de conciencia y me preguntaría qué ha hecho para que sus súbditos supongan que usted es tan intolerante que no podría inclusive soportar un texto —demasiado respetuoso, demasiado amable, para serle franco— en donde se habla críticamente de su obra, ¿acaso no es usted un defensor de lo crítico? ¿O acaso su ego es tan grande, es decir, tan frágil, que no podría soportar la menor disonancia, la menor interferencia, en los aplausos, desmayos y gruppies de aniversario?

¿Sabe qué creo? Que la censura y toda forma de corrupción ética —y por ética entiendo la luz de la evolución de la conciencia, los métodos que nos permiten construir un hombre más completo, un hombre por fin verdadero— son lo de menos. Me gustaría decir que los funcionarios públicos que decidieron censurarme —de manera disfrazada, por supuesto, censurarme a la mexicana— son corruptos. Me gustaría decirles que fueran a chingar a su madre y asunto olvidado. Pero esta vez quiero ser más profundo. Mis profesiones —la filosofía, la psicoterapia, la enseñanza pública, el periodismo— me lo exigen. Tienen miedo. Como tienen miedo, no hacen lo que haría un funcionario responsable, un funcionario honesto.

Usted mismo probablemente también lo tiene y por eso ha hecho posible que los funcionarios públicos de la literatura que usted representa imaginen que a usted no puede “ofendérsele” de ningún modo en un órgano de gobierno.

Ojalá antes de morir pierda ese miedo, ese miedo que en todos los hombres toma el disfraz terrible del autoritarismo, la corrupción o la grandilocuencia, disfraces que por terribles que sean no es más que eso, disfraces, tan terribles que casi no se nota el miedo detrás.

Y hablo del miedo aquí, de nuevo, porque el miedo es la razón, asimismo, de que no exista gran novela mexicana. La novela es el registro simbólico de un intenso viaje psíquico. Solamente los hombres que han emprendido ese viaje o, al menos, una parte de sus fases profundas, pueden escribir novela auténtica. El resto se limita a repetir la retórica producida —como efecto— de ese viaje emprendido por otros. La novela, pues, sólo se produce cuando desaparece el pavor.

La escritura del miedo es fácilmente identificable. Está compuesta, mayormente, de respeto por las reglas retóricas que dominan a una época, clichés que circulan en la logorrea social, precauciones teoréticas que dominan en las clicas especializadas o por ironía ante la vida, enmascarada a través de personajes, episodios banales o fraseologías literarias. La escritura del miedo es lo que domina a la literaturas mexicanas, europeas y norteamericanas actuales.

El miedo se opone a la evolución de la conciencia. He ahí el vaivén que ha habitado históricamente la novela. La novela no ha sido un género perfecto. Lo repito: ha sido un vaivén entre el miedo y la expansión. No hay novela que no se trate de esta apuesta, y de cómo a veces se sucumbe en la aventura y a veces cómo se triunfa temporalmente para, de nuevo, emprender el viaje hacia lo desconocido, y ser triturado o transformado en el intento.

¿Y qué ha pasado en México? Que la novela ha sucumbido al miedo.

Tenemos, por ende, novela precavida. Novela puramente “literaria”.

¿Qué sucedió? El Partido Revolucionario Institucional.

Fundamentalmente un partido político mental, en que lo “revolucionario” (lo que provoca transformación) se volvió sinónimo de lo “institucional” (lo que impide la transformación). La literatura mexicana es, en general, una alquimia frustrada, una sínfisis que no fue alcanzada, un crack up —como le llamaba Fitzgerald— en que los dos contrarios que componen a la realidad permanecen escindidos, en una estasis lamentable, en que la metamorfosis no ocurre, debido al estancamiento de una dialéctica petrificada por voltear atrás.

Su propia obra, Sr. Fuentes, se trata del fracaso de la revolución mexicana. Por eso no entiendo que promueva al neo-porfiriato letrado.

Voy a ser un tanto más preciso.

El Partido Revolucionario Institucional se mantuvo en el poder porque, efectivamente, representó un nivel de conciencia del pseudo-individuo promedio en el país. Un individuo caracterizado porque en el nivel consciente reconoce qué sucede en la realidad —la pobreza, la corrupción, la falta de ética, la violación a las garantías individuales, el matriarcado, el patriarcado, el fraude electoral, el vergonzoso espectáculo televisivo, etcétera— pero carece de las fuerzas —cualitativas o cuantitativas— para salir de ese estado de empobrecimiento de la existencia.

Eso es lo que el PRI representa: la conciencia que no se atreve a decir su historia.

Entre otros muchos impedimentos, por eso no hay ya novela en México. En ese estado de conciencia generalizado no puede ocurrir la narración.

No tener capacidad de narrar significa no tener capacidad de leer qué sucede en nuestra realidad. No es azar que —según mediciones internacionales— más de la mitad de los estudiantes mexicanos universitarios no sean capaces de responder de qué se trata un texto ni tampoco sean capaces de detectar si posee inconsistencias.

La lectura mexicana y, repito, no me refiero a lo lectura literaria sino a la lectura como categoría analítico-existencial, ¡capacidad de auto-explicarnos qué pasa aquí!, quedó destruida por décadas de inconsistencias ocultadas, desinformación gubernamental, falta de dirección, extravío familiar, religioso, escolar, político y mediático y pérdida de sentido, en general, en la vida nacional.

No puede haber narrativa, por ejemplo, si no existe un sistema judicial confiable, en donde el crimen sea objeto de escrutinio y la nociones de investigación y responsabilidad tengan sentido. Si no hay novela en México es, entre otras razones, porque el sistema judicial de este país es un chiste. Ningún delito es resuelto y el ruido de los medios es parte del barullo que impide develar el secreto. Apenas pasa algo, ya sabemos, pronto también todo será distraído. Pasaremos a otro comercial, a otro partido de fútbol, a otra noticia u otra comedia, y nada, nunca, será resuelto, hasta que se asegure que en ningún nivel sea ya posible relatar lo sucedido.

Doy clases y he descubierto que los estudiantes definen la “historia” como la tergiversación del pasado. ¿No le parece increíblemente significativo? Automáticamente se define a la “historia” como “una serie de hechos que han sido manipulados” o cómo la imposibilidad misma de saber qué ocurrió realmente. Lo invito a que haga la prueba. Esto es lo que piensan las últimas generaciones cuando se les interroga qué significa lo histórico. Esa respuesta cada vez que la escucho, lo confieso, me deja frío. Esa respuesta, creo, lo dice todo, es decir, esa respuesta dice que aquí no ha sido dicho nada.

El PRI mental consiste justamente en dar por “entendido” todo. Y callar “lo que todos sabemos”. En ese régimen, por ejemplo, los funcionarios públicos fungen primordialmente como apagafuegos de posibles oposiciones al régimen.

Walter Benjamin hablaba de cómo el hombre europeo había regresado de la guerra mundial imposibilitado a narrar, es decir, volver lenguaje su experiencia. Como psicoterapeuta, por ejemplo, le diré que cuando un individuo ha caído presa del miedo se diluye su capacidad de narrar. Un hombre que cae presa del miedo —debido al castigo— se vuelve un ser minuciosamente adicto a la información proveída por otros y, a la vez, su ser murmura que hay algo que no puede ser narrado, algo que está y no está en todas partes, algo evidente que se ha vuelto invisible. El temor ya no puede contar.

Pero los que tienen miedo, si no saben bien lo que ocurre o no pueden relatarlo, al menos ven su propio miedo. En cambio, hay otros que ni siquiera pueden (desean) ver su temor y lo encubren. Muchos, por ejemplo, visten al miedo de humor, así lo anestesian, así lo inoculan. La ironía, sin embargo, tampoco puede narrar la enteridad de la nueva experiencia. La ironía habla el lenguaje de la vieja estructura, aquella de la que se burla. Logra insinuar lo falso de lo que dice. Sin embargo, literalmente continúa diciéndolo. La ironía todavía es presa. No puede, pues, renovar completamente a la narración humana, más allá de toda forma de miedo. La ironía se detiene en el momento justo en que comenzaría el castigo. La ironía obedece al pie de la letra.

La novela, en sí misma, siempre ha sido un riesgoso vaivén entre el nihilismo y el ascenso. Apestada históricamente de ironía, la novela sólo necesita un leve empujón para sucumbir enteramente a ella. No es casual que escritores que han padecido regímenes totalitarios —como Milan Kundera— identifiquen totalmente —de modo erróneo— a la novela con la ironía y pocas décadas después esta sinonimia —producto del desencanto histórico— conduzca a la narración entera a la quiebra.

En México fue la dictadura invisible del PRI la que fue socavando la facultad narrativa de la experiencia al hacer que se esparciera el miedo a confrontar la realidad.

Si no destruimos al PRI no podemos narrar. Destruir también la manera en que el PRI se volvió espiritual: nuestra literatura más elegante. Y es que el PRI —como lo hizo el American Dream, para los estadounidenses— impidió decir lo que verdaderamente ocurrió durante mucho tiempo.

En México todos sabíamos qué estaba pasando (la guerra sucia, los fraudes electorales, las torturas, la violación, el saqueo de la nación, la corrupción cotidiana, las mentiras de Zabludowsky y Televisa, la entrega a Estados Unidos, las mentiras de los libros de texto, etcétera) y, sin embargo, no podíamos hablar abiertamente de ello, no lo veíamos en ningún lado (ni impreso ni en la televisión ni en los libros ni en las bocas públicas) y, ¡lo que es peor!, no estábamos seguros —no sabíamos si era cierto o una paranoia nuestra— de qué nos pasaría si contábamos lo que vivíamos. En los setenta ye era obvio que la narración sería otro más de los desaparecidos; en los ochenta, la “Crisis” no sólo era económica sino expresiva —¿por qué no podemos decir lo que está pasando?— y en los noventa todo lo vivido se volvió un eufemismo (1994 fue orwelliano). Después de décadas de esa experiencia, la narración fue mermándose a todos los niveles, incluso la narración impresa y con ella la narración literaria.

No fue ningún problema “literario” lo que hizo que la narración en México cayera en un serio proceso de deterioro, de impedimento, de total extravío. Fue nuestra experiencia histórica, y fueron siete décadas de su reiteración diaria y, en realidad, más de siete décadas, ya que esta prohibición implícita de narrar lo que sucedía venía ya de tiempo atrás, pues en ese sentido el régimen Revolucionario Institucional prolongó al Porfiriato y a la colonia española e incluso la opresión prehispánica.

“¿Qué pasó?” ha sido siempre nuestro mayor enigma.

Dejaremos a los especialistas de cada área —los registros de narración pública, desde los testimonios orales hasta el periodismo y la Historia— que elaboren esta tesis, pero para nosotros debe quedar claro que la experiencia narrativa mexicana no puede ser comprendida en abstracción de la experiencia histórica y los regímenes gubernamentales que la oprimieron, creándose una atmósfera “indescriptible” en que las atrocidades, los atropellos y las vivencias de muchas capas de la población no sólo no eran motivo de discurso público —no eran aceptadas como sucesos reales o no eran dignas de ser registrados en memoria alguna, eran como si no existieran— sino que al irse deteriorando las estructuras psicosociales de la narración, todo lo que sucedía —que no era admitido, que no era claro, que no era del todo real— no podía inclusive ser auto-narrado. “Esto está ocurriendo” se afianzó durante este largo periodo como un principio que se escapaba de nuestras mentes, bocas y manos.

En México, por ejemplo, durante el régimen de la Revolución Institucionalizada todos creíamos saber qué ocurría —¡el PRI!— pero, a la vez, no sólo no podíamos decirlo —por temor a las represalias que, por otro lugar, no era del todo claro cuáles eran o si sólo eran represalias imaginarias— sino que (además) ¿ocurría? ¿De verdad hubo fraude? ¿Lo estamos imaginando? Una y otra vez fuimos descreyendo de que la realidad siguiese vigente. El PRI estableció una completa con-fusión entre verdad y ficción, entre engaño y relato, entre encubrimiento y confesión. Verdad y tortura se volvieron sinónimos.

Por ende, narrar se convirtió en una pirotecnia para decir y no-decir, para contar y no-contar, para aludir y, a la vez, eludir. Los escritores, en última instancia, eligieron fantasear mayormente mediante el arte de la ingeniosa verbalidad. U ocuparse de otras cosas, evadir esa realidad inenarrable, “experimentar” con lo “literario” para no tener que ocuparse de lo que no podrían ocuparse: la propia realidad mexicana. Esa experiencia que se escapaba de todas las conciencias, labios y redacciones, esa realidad que si se atrapaba se denunciaba como propaganda, retórica, demagogia, cantinflismo, eufemismo callejero, periodismo barato, porque todas esas categorías habían sustituido a la realidad y, por lo tanto, narrar y no-narrar se volvieron equivalentes y, a final de cuentas, qué mamada, qué chingadera, qué jodido, la neta, y la Neta, ya lo sabemos, no dice nada. Es la verdad del Vacío y el vacío de la Verdad.

La Neta —ya lo he explicado en otra parte— fue la careta que asumió esta imposibilidad de decir la verdad, esta imposibilidad de narrar, en la cultura popular, en la voz de los sin-voces, y esa neta, desgraciadamente, asumió el silenciamiento y no se volvió liberación, sino sarcasmo de lupanar, albur entre el Albañil y La Fichera, incapacidad de salir de los paradigmas de la narración machista y la despolitización humorizada. ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda!

En lo que tocó a la cultura alta, la imposibilidad de narrar se volvió lejanía misma de la vida. Novelas atrapadas en su propio aparato retórico. Personajes que no eran más que auto-inundaciones de lenguaje literario. Podría dar ejemplos concretos, Sr. Fuentes, explicando cómo sus novelas y otras muchas novelas mexicanas registraron literariamente esta experiencia. Pero, francamente, no quiero ya seguir el juego. Quiero hablar de asuntos más importantes. Quiero que al final de esta carta escrita para nadie —porque como sabrá, al dirigirla retóricamente a “Carlos Fuentes” la estoy dirigiendo a todos los Carlos Fuentes mentales— quede claro que hay algo más importante que la “crítica literaria”, la crítica que se estableció en México a raíz de la Revolución Institucionalizada, pues la clave es que captemos que existe algo más allá del miedo y sus instituciones, una revolución interrumpida —y no me refiero solamente a la revolución política interrumpida en México— sino a una revolución total, una guerra sagrada, una lucha que no va a dar una generación contra otra, sino que será contra todas las generaciones contemporáneas, pretéritas y futuras inmediatas. Toda esa plaga educada simultáneamente por el Partido Revolucionario Institucional y el Partido Republicano de Reagan, y luego por el PAN, el PRD, Televisa, TV Azteca, MTV, NBC, CNN, Juan Pablo II, Bush y los Estados Unidos del Internet. Todas esas formas de huir de la vida. Todos esos refugios del pavor y la mentira.

Espero, pues, que le agrade el dossier que Tierra Adentro le está preparando. Estoy seguro de que cuando lo tenga en la mano y lo hojee, antes de colocarlo en el desván de los elogios archivados, se detendrá a pensar —sabemos que es una persona sumamente inteligente— y quizá se preguntará qué fue lo que hizo para fomentar no sólo escritura estilizada —todos nosotros se lo agradecemos profundamente— sino también para fomentar tanto sometimiento hacia su persona, hasta el grado de que funcionarios públicos dominados por el miedo disfrazado de precaución excesiva, falta de ética y censura a la libertad de expresión, impiden que la crítica llegue a las instituciones y promueva que la crítica sea igual al servilismo, a la votación de gustos o al solapamiento, a una prosa pública en que la única diferencia que se pueda expresar con usted sean diferencias “literarias”.

Antes de terminar esta carta y despedirnos para siempre, me gustaría recordarle que un verdadero señor no se rodea de lacayos. Si es preciso, un señor verdadero se queda solo antes que verse obligado a los besamanos y los enanos. No lo olvide, Sr. Fuentes, el señor lo es únicamente porque lo hace todo, no requiere esclavos, así que le recomiendo que antes de morir desenvaine su espada y aniquile a todos sus criados.

Y si alguien se siente aludido u ofendido es porque su conciencia se ha vuelto ofensiva contra sí misma y no se ha dado cuenta de que sólo hay un esclavo: el esclavo de sus propios pavores. Cuando no sabemos esto, entonces tememos la reacción de aparentes amos externos y cuando alguien habla de enanos creemos que se refieren a nosotros. Siento, sin embargo, recordarles que los enanos son el patético cortejo de todos nuestros temores. No me dan miedo los censores. Me dan pena. Tienen miedo. Se imaginan a sí mismos como niños. Para ellos no ha pasado la Conquista. Siguen Agachados.

Suerte en esta vida y la otra, suerte en todas las vidas que a todos nos esperan. ®